Conocer y amar a Dios

CONOCER Y AMAR A DIOSlogo pdf
Presidente Henry B. Eyring
Primer Consejero de la Primera Presidencia

Discurso pronunciado a los Educadores Religiosos del SEI • 26 de febrero de 2010 • Tabernáculo de Salt Lake

henry-b-eyring-largeEstoy tan agradecido por estar con ustedes esta noche y sentir que vuelvo a ser uno de ustedes. Los maestros del Evangelio del Sistema Educativo de la Iglesia se han reunido en ocasiones especiales para ser instruidos por Autoridades Generales. Recientement, estas ocasiones se han llamado: «Una tarde con una Autoridad General». La primera vez que asistí a una de estas reuniones se llevó a cabo en la Manzana del Templo de Salt Lake City. Los maestros y sus respectivas esposas vinieron en auto desde sus hogares para asistir.

El público era tan pequeño que después de la charla todos fuimos caminando hasta el comedor de las Oficinas Generales de la Iglesia para tener un refrigerio y conversar. Esa noche, hace 33 años, sabía el nombre, o al menos conocía el rostro, de la mayoría de los que circulaban entre sus amigos.

¡Cómo han cambiado las cosas! Ahora hay casi 44.000 maestros del Evangelio que prestan servicio en el Sistema Educativo de la Iglesia. Ustedes viven y enseñan en más de cien países, y los milagros de la tecnología pueden unirnos a fin de escuchar el mismo mensaje y sentir el Espíritu como si estuviéramos en un solo lugar. Espero y ruego que sintamos los lazos de amor y la fe que nos unen a través de la distancia. A medida que el Sistema Educativo de la Iglesia se extiende, al igual que la Iglesia a toda nación, tribu, lengua y pueblo, estas reuniones serán cada vez más importantes.

Nuestro llamamiento para enseñar la verdad eterna

A pesar de los cambios en la cantidad que somos y en los lugares donde servimos, el propósito de estas reuniones sigue siendo el mismo: fortalecer nuestra capacidad y nuestro compromiso de enseñar a fin de que el evangelio de Jesucristo llegue al corazón y a la vida de nuestros alumnos. Siempre ha sido más que simplemente enseñar lo que es verdadero. Se nos ha llamado para enseñar la verdad eterna de tal manera que los hijos de Dios puedan escoger conocer y amar a nuestro Padre Celestial y a Su Hijo Amado.

El Salvador enseñó: «Y ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado» (Juan 17:3). Y en el capítulo cuatro de la primera epístola de Juan se nos enseña que el conocer a Dios y amarlo están inseparablemente vinculados:

«El que no ama, no conoce a Dios, porque Dios es amor.
«En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros: en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por medio de él.
«En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados …
«Y nosotros hemos visto y testificamos que el Padre ha enviado al Hijo para ser el Salvador del mundo.
«Todo aquel que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios.
«Y nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios tiene para con nosotros. «Dios es amor; y el que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él» (versículos 8-10, 14-16).

Nuestros alumnos no pueden conocer a Dios, y amar como deben amar, si no se les enseña por medio del Espíritu Santo. Sólo mediante el Espíritu pueden saber que Dios nos ama lo suficiente para enviar a Su Hijo en propiciación por nuestros pecados, y que Jesús es el Hijo de Dios, y que Cristo pagó el precio de nuestros pecados. Sólo por el Espíritu pueden saber que el Padre Celestial y Su Hijo resucitado y glorificado se le aparecieron a José Smith. Sólo mediante el Espíritu pueden saber que el Libro de Mormón es la verdadera palabra de Dios. Sólo por medio de la inspiración pueden sentir el amor que el Padre y el Hijo sienten por ellos al darnos las ordenanzas necesarias para recibir la vida eterna. Sólo al obtener el testimonio de esas cosas, en lo profundo de su corazón, mediante el Espíritu Santo, estarán arraigados en un cimiento seguro para mantenerse firmes a través de las tentaciones y las pruebas de la vida.

Cuatro requisitos para tener éxito en nuestra enseñanza

Nuestra tarea es enseñar y tener influencia en los alumnos que se nos han encomendado cuidar, a fin de entender qué es lo que deben saber y sentir para ser fortalecidos. Debemos cumplir al menos con cuatro requisitos para tener éxito en la sagrada responsabilidad de enseñar.

Primero, nuestros alumnos sólo pueden recibir la verdad eterna mediante el Espíritu si se enseña por medio de ese Espíritu; por lo tanto, debemos ser dignos del Espíritu al igual que nuestros alumnos. Eso se enseña en la sección 50 de Doctrina y Convenios: «Por tanto, ¿cómo es que no podéis comprender y saber que el que recibe la palabra por el Espíritu de verdad, la recibe como la predica el Espíritu de verdad?» (versículo 21).

Debemos enseñar mediante el Espíritu, y nuestros alumnos deben ser dignos de tener el Espíritu a fin de recibir la verdad eterna.

Segundo, debemos recibir un entendimiento del Evangelio por medio del Espíritu Santo para poder enseñarlo. Debemos orar con fe para tener el Espíritu al estudiar la palabra de Dios que está registrada en las Escrituras y en las palabras de los profetas vivientes. El significado será más claro y obtendremos un testimonio de que las doctrinas son verdaderas, y podremos atesorar palabras de verdad para el momento en que las necesitemos al enseñar. El Salvador prometió estas bendiciones espirituales a Sus discípulos cuando estaba por dejarlos: «Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Juan 14:26).

Tercero, para enseñar el Evangelio debemos vivirlo al punto de ser dignos de recibir el Espíritu y ser ejemplos para nuestros alumnos de lo que deben hacer para ser instruidos por el Espíritu. Ninguno de nosotros lleva una vida perfecta y por eso, podemos esperar respuestas del Espíritu que nos muestren cómo obedecer mejor. Para la mayoría de nosotros, las respuestas aumentarán nuestro deseo de levantar las manos caídas y fortalecer las rodillas debilitadas, sobre todo de nuestra familia y de nuestros alumnos.

Y cuarto, debemos enseñar el Evangelio en su sencilla pureza. Para hacerlo, debemos orar con fe y pedir que el Espíritu nos prevenga contra enseñar falsa doctrina, contra dar interpretación personal y contra todo tipo de especulación cuando enseñemos el Evangelio. Esa restricción puede hacerse más difícil a medida que leamos más libros y escuchemos más charlas que nos puedan parecer explicaciones novedosas y presentaciones más profundas del Evangelio.

El presidente Harold B. Lee, en un seminario con nuestros maestros del SEI, el 15 de junio de 1954, citó al presidente Joseph F. Smith, quien nos advirtió de la tentación de enseñar teorías del Evangelio:

«Los peligros de las teorías religiosas son tan grandes hoy como lo fueron en los días de Cristo y, si queremos evitar estos peligros, debemos adherirnos a la sencillez de nuestras creencias y prácticas religiosas. Cuando los hombres y las mujeres se den cuenta de que están entrando en aguas profundas donde sus pasos no son seguros, deben retroceder, porque pueden tener la certeza de que el camino que están siguiendo los alejará más y más de sus fundamentos, los cuales no siempre son fáciles de recuperar. La religión del corazón, la comunión sin afectación y sencilla que debemos tener con Dios, es la salvaguardia más importante de los Santos de los Últimos Días. No se menoscaba nuestra inteligencia o nuestra integridad cuando decimos francamente, frente a una centena de preguntas especulativas, ‘yo no sé'».

Luego, el presidente Lee agregó: «Sería muchísimo mejor decir eso que ceder a falsas especulaciones».1

Sólo al responder ante las suaves advertencias del Espíritu nos daremos cuenta de cuánto nos hemos alejado del cimiento doctrinal seguro basándonos en la vana especulación. Para mí, a veces la señal de advertencia es una ola de orgullo por haber descubierto un nuevo conocimiento.

El mejor método para mí ha sido meditar acerca de ese nuevo conocimiento, estudiar y orar antes de enseñarlo. Dos cosas buenas surgen de tomar esa precaución: el Espíritu puede confirmarme que lo que consideré algo nuevo lo venía enseñando desde hacía mucho tiempo los profetas; y, lo que es aun mejor, que de entre los muchos testigos al menos uno de ellos lo habrá dicho de manera más simple e incluso con más evidencias del amor de Dios. Nos hace sentir humildes, pero es una buena idea. Y entonces el Espíritu me habrá guiado de nuevo a una base más sólida desde la cual enseñar.

Aun esa lista parcial de lo que se requiere de nosotros a fin de tener éxito como maestros deja en claro por qué el Señor nos advirtió: «Si no recibís el Espíritu, no enseñaréis» (D. y C. 42:14). Es imposible enseñar Su Evangelio en Su lugar, para lo cual nos llamó, sin la ayuda del Espíritu Santo.

Hoy les contaré acerca de tres situaciones en las que aprendí acerca de cómo recibir inspiración para enseñar el Evangelio. Mi ruego es que ustedes reconozcan experiencias similares en las que hayan recibido el Espíritu Santo en respuesta a sus súplicas de ayuda. Los recuerdos de nuestras experiencias aumentarán nuestra gratitud por la amorosa bondad que Dios ha tenido en el pasado y nos darán valor para el futuro.

Lo que aprendí enseñando seminario matutino

Cuando recién me casé enseñaba seminario matutino y también eran los primeros años de un nuevo trabajo; mis ruegos por la ayuda del Espíritu se centraban en lo que a mi parecer era la dificultad de cumplir con exigencias que presentaban conflictos entre sí. Me sentía desafiado por las nuevas obligaciones que había adquirido; quería ser un buen esposo, un empleado valioso de la universidad y un fiel maestro del Evangelio para una clase de seminario; todos eran nuevos compromisos que ocurrían al mismo tiempo.

Bajo esa presión y con mi falta de experiencia, cuando oraba por mis clases de seminario, solía pedir que el Espíritu me mostrara cómo enseñar la clase. Oraba sobre los materiales de enseñanza; oraba sobre las Escrituras. Ahora me doy cuenta de que, al principio, la única persona por la que oraba era por mí mismo. La clase por la que oraba constaba sólo de rostros y algunos nombres. Tenía nueve o diez alumnos ante mí, incluso en los días buenos. A pesar de eso, al principio no oraba para saber cuáles eran las necesidades de las personas; simplemente rogaba que el Espíritu estuviera en el salón para que todos, el maestro y los alumnos, pudieramos aprender.

Todavía recuerdo el fresco del gris amanecer mientras los alumnos entraban por la puerta del salón. Me parecían cansados. Los miraba a los ojos y veía muy poca reacción, con la probabilidad de que se durmieran. Esperaba que ellos no notaran en mi rostro la ansiedad cada vez mayor que sentía durante esas primeras semanas.

Las respuestas a mis oraciones en las que pedía el Espíritu no parecían llegar. Gracias a ese sentimiento de fracaso aprendí una lección dolorosa, pero duradera. A pesar de mis oraciones y esfuerzos, en esa clase dos jóvenes pasaban por delante de mí todas las mañanas y se dirigían sin hablar hasta la última fila de sillas del salón. Las sillas se podían mover; ellos elegían sillas contiguas, las daban vuelta para que yo no pudiera verles la cara ni ellos la mía. Todavía recuerdo la parte de atrás de sus chaquetas. Jamás causaban problemas; de hecho, que yo recuerde, nunca hablaban.

Ahora me doy cuenta de la gran oportunidad que eso nos dio a la clase y a mí. Oré y me esforcé más, y mis oraciones se volvieron más intensas por esos dos jóvenes a quienes les veía la espalda mientras enseñaba. Aprendí todo lo que pude acerca de ellos. Oraba por ellos individualmente, nombrándolos. Oraba por sus padres, a quienes llegué a conocer. Ahora, al recordar, me doy cuenta de que el Espíritu contestó mis oraciones al aumentar mi amor por esos dos jóvenes y mi deseo de llegar a ellos.

Aun más que eso, mi preocupación por ellos despertó una preocupación personal por sus compañeros. Empecé a enseñarles y a orar por cada uno de ellos individualmente. El Espíritu se comenzó a sentir en el salón. Todavía recuerdo los sentimientos de amor por el Salvador y de Él por nosotros mientras hablábamos acerca del Libro de Oseas. Si conocen el Antiguo Testamento y cómo son los alumnos en edad de seminario saben que eso ya era evidencia de que se sintió el Espíritu. Yo aprendí que hay más poder en orar por un hijo de Dios que en hacerlo por un grupo de ellos.

Pasaron años hasta que aprendí otras lecciones de aquella época en la clase de seminario. Uno de esos dos jóvenes, quien ahora es padre, se acercó a mí después de una conferencia de estaca. Él ya era mayor y calvo, y yo también. Estaba sonriendo y tenía la mano sobre el hombro de su apuesto hijo, que tenía más o menos la edad que tenía su padre cuando asistía a mi clase de seminario.

Me dijo: «Quería que mi hijo tuviera la oportunidad de conocerlo». Por su cálida sonrisa, la felicidad en el tono de voz y la admiración que se veía en los ojos bien abiertos de su hijo, supe que mis oraciones de hacía tanto tiempo habían sido contestadas.

De ahí, he aprendido a esperar que las respuestas lleguen en el tiempo del Señor, y no en el mío. Aprendí que Él envía a otras personas para que les enseñen a los alumnos mucho después de que salen del salón de clase. Aprendí que el Señor tiene otros pastores, además de mí, que cuidan a Sus ovejas. Y aprendí que Él las cuida y espera a que ellas escojan por sí mismas responder al Espíritu y venir a Él. Él no obliga a las personas a recibir el Espíritu y nosotros tampoco podemos hacerlo, sin importar cuánta fe tengamos ni cuánto los amemos.

Lo que aprendí enseñando en el Colegio Universitario Ricks

Aprendí otra lección sobre la manera de obtener la ayuda del Espíritu cuando me cambiaron a otro asignación para enseñar. Enseñé una clase de religión durante los seis años que fui rector del Colegio Universitario Ricks. Fui bendecido con un espléndido compañero de enseñanza, el hermano Keith Sellers, con quien orábamos juntos en la oficina antes de ir a cada clase.

En vez de unos pocos alumnos, teníamos cientos; y en vez de venir de una comunidad, venían de todas partes de Estados Unidos y de países de todo el mundo. Algunos eran conversos recientes y otros tenían antepasados a quienes les había enseñado José Smith. Se hacía difícil conocer y orar por cada uno de ellos de acuerdo con sus necesidades personales y pedir la ayuda del Espíritu. Era un grupo muy variado.

En lugar de ojos cansados, veía miradas de confianza y sentía la seguridad de que aquellos alumnos estaban orando con fe por los mismos dones del Espíritu que el hermano Sellers y yo estábamos orando. La mayoría de ellos, hasta lo que yo podía ver, venían a las clases esperando que se derramara el Espíritu como el día de Pentecostés.

Día tras día, en los salones donde el hermano Sellers y yo enseñábamos, lado a lado, veía cómo nuestras oraciones y las de ellos eran contestadas. Un alumno hacía una pregunta o hacía un comentario que traía el Espíritu al salón. Cuando escuchaba al hermano Sellers enseñar, me venía a la mente lo que algún alumno diría o bien lo que yo debía enseñar. Vi cumplirse la promesa del Señor: «Y los de la iglesia dirigían sus reuniones de acuerdo con las manifestaciones del Espíritu, y por el poder del Espíritu Santo; porque conforme los guiaba el poder del Espíritu Santo, bien fuese predicar, o exhortar, orar, suplicar o cantar, así se hacía» (Moroni 6:9).

Aprendí cómo el unir las oraciones y la fe de muchos trae la influencia del Espíritu. Parecía que las verdades sencillas del Evangelio nos colmaban en aquellos salones y nunca se han borrado de mi memoria. Todavía puedo sentir el amor por los alumno en particular, quienes parecían colmar aquel salón y mi corazón.

De aquellos días maravillosos en el Colegio Universitario Ricks aprendí algo para agregar a mis oraciones como maestro. Aprendí a pedir que mis alumnos oraran con fe para que el Espíritu estuviera presente y nos enseñara a todos. Ustedes saben cuál es la diferencia por experiencia propia; han enseñado en salones de personas que dudan; y, en contraste, han enseñado al sentir que la fe de cientos de oraciones se sumaba a la de ustedes.

Aprendí algo más mientras enseñaba una clase de religión en el Colegio Universitario Ricks. Las bendiciones que vinieron al enseñar el Evangelio se extendieron al resto de mi vida. A pesar de las exigencias cada vez más grandes de mi trabajo y del crecimiento de nuestra familia, los pocos minutos que leíamos las Escrituras con mis hijos, todas las mañanas en la sala de estar, traían el Espíritu, el cual permanecía con ellos y conmigo durante el resto del día.

Recibí inspiración cuando necesité saber a quién deseaba el Señor que contratara para el colegio y cómo consolar a un profesor y a su esposa cuando su hijo falleció en un accidente. Aprendí que las respuestas a las oraciones en las que un maestro del Evangelio pide inspiración, se extienden a cada parte de la vida que necesite y merezca el toque de la mano del Maestro. Ustedes lo han visto, o lo verán, si perseveran en la fe y luego observan y esperan.

Lo que aprendí como Subcomisionado de Educación

Cuando me fui del Colegio Universitario Ricks en 1977, no me imaginé cuánto más sentiría la necesidad de la ayuda del Espíritu. La Mesa Directiva de Educación de la Iglesia me pidió que fuera el subcomisionado de educación, que es responsable de seminarios e institutos en todo el mundo. Un poco de historia les ayudará a entender por qué mis oraciones suplicando ayuda se volvieron más intensas y más constantes.

Cuando me mostraron la historia y el tamaño del sistema de Seminario e Instituto sentí más nervios que los que había sentido en la puerta de aquella clase de seminario matutino. Mientras que en el salón de clase de seminario había unos pocos alumnos y cientos en el Colegio Universitario Ricks, ahora habría decenas de miles y luego cientos de miles en todo el mundo.

Permítanme hacer un bosquejo del desafío. Cuando empecé a servir como subcomisionado de educación, la cantidad de alumnos había aumentado, de 70 en 1912 a 192.000. No había alumnos de instituto en ninguna parte del mundo hasta que el programa de instituto comenzó con 25 alumnos en 1926. Esos pocos estaban en un solo lugar: Moscow, Idaho. Ya en 1977, había 109.000 alumnos de instituto, en clases desde Tonga hasta Sudáfrica y desde Taiwán hasta Austria.

No sólo cambió la cantidad de alumnos y países que participaban del programa, de haber unos pocos maestros contratados, el número creció a más de 1.300. Y lo que más me asombra y conmueve, es que la cantidad de voluntarios que servían a esos más de 300.000 alumnos había aumentado a casi 8.000.2

Mi asignación de ayudar a un número tan grande de maestros parecía abrumadora hasta que alguien me entregó un pequeño libro de inscripciones. Era de la primera clase de seminario que se enseñó en la Iglesia, era para el año lectivo 1912-1913. Esa primera clase de seminario se reunía cerca de la escuela secundaria Granite High School en Salt Lake City. Ese año se inscribieron 70 jóvenes y eran los únicos alumnos de seminario de la Iglesia.

En ese libro de inscripción se encontraba el nombre de Mildred Bennion, que en ese año tenía dieciséis años. Treinta y un años más tarde ella sería mi madre. Era la hija de un hombre que hoy llamaríamos «menos activo». Su madre quedó viuda durante el otoño que siguió al comienzo de esa primera clase de seminario. Sola, crió y apoyó a mi madre y a otros cinco hijos en una pequeña granja. De algún modo, ese maestro de seminario se preocupó mucho por ella y oró fervientemente por esa jovencita, ya que el Espíritu puso el Evangelio en su corazón.

Ese maestro bendijo a decenas de miles gracias a que le enseñó a una de las jovencitas de un grupo de 70. Lo que él hizo es lo que siempre haremos, sin importar cuánto crezca el Sistema Educativo de la Iglesia.

Nuestra tarea siempre ha sido servir a la persona individual entre muchos. No importará cuán grande llegue a ser la cantidad de alumnos, mientras cada uno de ellos tenga un maestro que use la oración de fe para abrirle la puerta al Espíritu de Dios y enseñe a cada alumno en particular cómo hacerl lo mismo. El encontrar, desarrollar y fortalecer a ese tipo de maestros ha sido el tema de cada una de estas reuniones con una Autoridad General. Y lo que han enseñado puede bendecir a cada maestro y cada padre de la Iglesia.

El curso trazado por la Iglesia en la educación

Ustedes han leído, espero que muchas veces, el discurso que dio el presidente J. Rueben Clark Jr. a los maestros del SEI en 1938. Quizá se hayan preguntado por qué seguimos imprimiéndolo y pidiéndole a cada maestro que lo lea, cuando aparentemente tantas cosas han cambiado en el mundo a través de los años. El título es: “El curso trazado por la Iglesia en la educaciónEl tamaño y el alcance de la Iglesia y los desafíos del Sistema Educativo no son los de aquella época; pero lo que se dijo en aquella época nos ayudará a sostenernos durante el crecimiento y los cambios que vendrán. Si leemos y creemos en sus palabras, obtendremos valor y guía. Recordarán algo de lo que dijo el presidente Clark:

«Maestros, ustedes tienen una gran misión. Como maestros, se encuentran en la cima más alta de la educación, porque ninguna otra enseñanza puede compararse en valor y en influencia de tan largo alcance con aquella que tiene que ver con el hombre como fue en la eternidad del ayer, como es en la mortalidad de hoy y como será en el para siempre de mañana. El campo de ustedes no es solamente el tiempo sino también la eternidad. No es sólo la salvación de ustedes, sino la de aquellos que entran en los [confines] de sus aulas. Ésa es la bendición que ustedes buscan y la cual, al hacer su deber, ustedes lograrán. ¡Cuán brillante será la corona de gloria que obtengan donde cada joya engarzada representará un alma que salven!

«Pero para alcanzar esta bendición y para ser coronados así, ustedes deben, lo digo una vez más, deben enseñar el Evangelio. No tienen otra función ni otra razón para estar presentes en el sistema escolar de la Iglesia».3

El presidente Marion G. Romney repitió esa responsabilidad y la promesa de esa bendición en las últimas líneas de su discurso en una noche igual a ésta— y yo estaba ahí. Más tarde esa noche, cuando lo llevaba a casa me dijo: «como sabes yo escribí un discurso para esta noche, pero luego leí El curso trazado y pensé: ‘¿por qué dar mi discurso?'».

Y esa noche él leyó El Curso trazado.Leyó las palabras del presidente Clark: «[Ustedes] deben enseñar el Evangelio». Luego, el presidente Romney agregó estas palabras: «Que todos continuemos haciéndolo y hallemos gozo y felicidad en ello, y bendigamos a nuestros alumnos y recibamos las bendiciones del Señor al hacerlo, es mi humilde ruego».4

Mi confianza en los maestros del Sistema Educativo de todo el mundo proviene de lo que sé acerca de su fe. Ellos saben que la promesa de gozo y felicidad que hizo el presidente Clark para ellos y sus alumnos es certera; y saben cómo orar y trabajar para reclamar esa bendición prometida. Saben cómo orar para que la puerta del Espíritu se les abra a ellos y a sus alumnos.

Esto es válido para el maestro de seminario de primer año, como fui yo una vez. Es válido para los maestros de religión de nuestras universidades. Es válido para todos nuestros maestros, los nuevos y los experimentados. Ellos saben qué hacer. Ellos saben por qué cosas deben orar. Y ellos reconocerán las bendiciones prometidas cuando lleguen.

El presidente Clark deja en claro que el testimonio debe hallarse en lo más profundo del corazón y del alma de cada maestro para que llegue al corazón del alumno. Mientras escuchan sus palabras, las cuales repetiré, ustedes y yo sentiremos la confirmación del Espíritu que se ha prometido.

Éste es el testimonio que él dijo que debemos albergar en cada corazón: «Que Jesucristo es el Hijo de Dios, el Unigénito del Padre en la carne, el Creador del mundo, el Cordero de Dios, el Sacrificio por los pecados del mundo, el Expiador de la transgresión de Adán; que fue crucificado; que Su espíritu abandonó Su cuerpo; que murió; que fue puesto en la tumba; que al tercer día Su espíritu se reunió con Su cuerpo, el cual nuevamente se transformó en un ser viviente; que se levantó de la tumba como un Ser resucitado, un Ser perfecto, las Primicias de la Resurrección; que posteriormente ascendió al Padre; y que debido a Su muerte y mediante Su resurrección y a través de ella, todo hombre nacido en el mundo desde el principio volverá a ser resucitado literalmente».5

El sólo escuchar esas palabras trajo la respuesta a mis oraciones. Oré para que el Espíritu testificara que esas palabras son verdaderas a todo el que las oyera esta noche. Sentí ese testimonio mientras volvía a leerlas; y es así que sé que el Espíritu les habló a ustedes. Cómo se hayan sentido depende de cuánto hayan orado y cómo se hayan preparado; pero el Espíritu siempre testifica la verdad acerca de nuestro Padre Celestial y de Su Hijo Amado y nuestro Salvador Jesucristo.

Esa misma bendición del Espíritu vendrá siempre que enseñemos y testifiquemos la verdad de la restauración de la Iglesia del Señor en ésta, la última dispensación.

Éste es el testimonio que el presidente Clark dijo que debíamos confirmar en nuestro corazón a fin de que pueda llegar al corazón de cada alumno: «Que el Padre y el Hijo en realidad, en verdad y en efecto, visitaron al profeta José en una visión en el bosque; que luego José y otras personas tuvieron otras visiones; que el Evangelio y el Santo Sacerdocio según el Orden del Hijo de Dios en verdad y hecho fueron restaurados a la tierra, de la cual se habían quitado por la apostasía de la iglesia primitiva; que el Señor de nuevo estableció Su Iglesia por conducto de José Smith; que el Libro de Mormón es precisamente lo que profesa ser; que al Profeta vinieron numerosas revelaciones para guía, edificación, organización y ánimo de la Iglesia y de sus miembros; que los sucesores del Profeta, igualmente llamados de Dios, han recibido revelaciones según lo han requerido las necesidades de la Iglesia, y que continuarán recibiendo revelaciones a medida que la Iglesia y sus miembros, al vivir la verdad que ya tienen, tengan necesidad de más; que ésta es en verdad La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días; y que sus creencias básicas son las leyes y los principios establecidos en los Artículos de Fe».6

Mediante esas palabras, él estableció la norma del testimonio que debemos tener para enseñarles a nuestros alumnos por medio del Espíritu. El presidente Clark fue muy directo con los maestros del Sistema Educativo de la Iglesia cuando les habló en 1938. Al comienzo de su discurso dijo: «Hablaré con bastante franqueza, pues ya hemos superado la etapa del hablar con palabras ambiguas y frases enmascaradas. Debemos expresar con claridad lo que deseamos comunicar, ya que el futuro de nuestros jóvenes, tanto aquí como en el más allá, así como también el bienestar de toda la Iglesia, están en juego .7

Al finalizar mis palabras, intentaré hablar tan claro como me sea posible. Al hacerlo, ruego que el Espíritu Santo les haga llegar mis palabras y las confirme en su corazón.

Cada alumno a quien le enseñen es un amado hijo de nuestro Padre Celestial. Cada uno ha recibido el don celestial de la expiación de Jesucristo, la cual se llevó a cabo por ellos con infinito sacrificio y amor.

El profeta viviente de la verdadera Iglesia de Jesucristo invitó a cada uno de ellos a confiar en ustedes como maestros de la verdad eterna. Ustedes tienen la responsabilidad de enseñar el evangelio de Jesucristo con sencillez y por medio del poder del Espíritu Santo.

Cada uno de sus alumnos fue instruido por un Padre Celestial amoroso en el mundo de los espíritus antes de venir a la tierra. Ellos escogieron seguir Su plan, mientras que otros no, y por eso obtuvieron la oportunidad de pasar las pruebas de la vida mortal a fin de reclamar todas las bendiciones que pueden recibir gracias a la expiación de Jesucristo, y a fin de regresar de nuevo a Dios y vivir en familias y tener felicidad para siempre.

Ustedes les enseñan a alumnos que no recuerdan su valiente pasado ni las enseñanzas que recibieron del Padre; pero cada uno de ellos nació con la luz de Cristo y todos pueden sentir la influencia del Espíritu Santo, con tanta certeza como sienten las tentaciones del mismo enemigo que rechazaron en la vida premortal.

Su futuro en este mundo y en el mundo venidero depende de qué espíritu escojan seguir. El poder que tengan para ayudarlos dependerá de la capacidad que tengan para enseñarles a discernir el Espíritu de Diosy a tener el deseo de seguirlo.

Ustedes enseñarán con el Espíritu de Dios cuando enseñen la palabra de Dios. A medida que se compenetren con sus alumnos en las Escrituras y las palabras de los profetas vivientes, el Espíritu Santo les testificará a ellos y a ustedes de la verdad eterna. El Espíritu Santo colmará el corazón de ellos con amor por Dios el Padre y por el Salvador. El Espíritu Santo les mostrará todas las cosas que deben hacer para guardar los mandamientos y hacer convenios con el Dios que los ama. Si guardan esos convenios, serán dignos de la compañía del Espíritu Santo para que los consuele y fortalezca en el camino a la Vida Eterna con el Padre y el Salvador.

El trabajo de ustedes es extraordinario, y grandiosas son las promesas que se les han dado. Si son dignos de que el Espíritu les enseñe, podrán enseñar por el Espíritu. El profeta Moroni los alienta de esta manera:

«No neguéis los dones de Dios, porque son muchos, y vienen del mismo Dios. …
«Porque he aquí, a uno le es dado por el Espíritu de Dios enseñar la palabra de sabiduría;
«y a otro, enseñar la palabra de conocimiento por el mismo Espíritu» (Moroni 10:8-10).

A ustedes se les han dado esos dones. Ruego que los reclamen. Ustedes pueden y deben ser fieles a lo que se les ha confiado.

Por ese Espíritu puedo testificarles que Dios el Padre vive y que es un ser glorificado y resucitado. Él los ama. Él conoce y ama a cada uno de los alumnos a quienes ustedes enseñan; cada uno de ellos es Su hijo espiritual y Su alumno. A ustedes se les llama a enseñar en la Iglesia verdadera y viviente de Jesucristo.

Es mediante la fe que ustedes tienen en el Él como el Salvador del mundo que pueden reclamar los Dones del Espíritu. Siempre recuerden Su ejemplo perfecto. Recuerden siempre el amor que Él siente por ustedes y por sus alumnos. Guarden Sus mandamientos.

Les testifico que Él cumplirá las promesas que les ha hecho, y que tendrán Su Espíritu con ustedes.

Hemos sentido el Espíritu esta noche gracias a que hemos unido nuestra fe a fin de obtener esa bendición. Agradezco ser un maestro del evangelio de Jesucristo al igual que ustedes. En el nombre de Jesucristo. Amén.

Notas

  1. Harold B. Lee, “Place of the Church Educational System” (discurso dirigido a los educadores religiosos de SEI, 15 de junio de 1954), en los discursos de verano de Seminarios e Institutos de Religión, 1954 y 1958 (colección no publicada, 2008), 4; véase también Joseph F. Smith, Doctrina del Evangelio, 5a. edición. (1939), 9.
  2. Información de estadísticas de Seminarios e Institutos de religión.
  3. J. Reuben Clark Jr., The Charted Course of the Church in Education (dirigido a los educadores religiosos de SEI el, 8 de agosto de 1938, folleto, 1994), 9-10.
  4. Marion G. Romney, The Charted Course Reaffrmed (dirigido a los educadores religiosos de SEI el 12 de septiembre de 1980), 4, http://www.ldsces.org/content/talks/general/1980-romney-the-charted-course-reaffirmed_eng.pdf.
  5. Clark, The Charted Course of the Church, 2.
  6. Clark, The Charted Course of the Church, 2.
  7. Clark, The Charted Course of the Church, 3.
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