Conferencia General Octubre 1973
Comprender quienes somos nos induce a sentir el respeto que nos debemos

por el presidente Harold B. Lee
Mis amados hermanos y amigos, quisiera hacer algunos comentarios sobre cierta condición que hoy en día es motivo de inmensa preocupación para todos nosotros. Me refiero a la alarmante falta de autorrespeto de tantas personas, condición que se evidencia en su modo de vestir, sus modales, y las abrumadoras oleadas de libertinaje que parecen arrollar al mundo como una avalancha.
Vemos entre nosotros a muchos que parecen renegar de las normas de la decencia o desechar el significado de palabras consagradas por las épocas que, desde el principio del tiempo, han tenido verdadera importancia para nuestros antepasados; palabras que han sido hechas para el fortalecimiento del carácter, y la rectitud, la armonía, la unidad y la paz en el mundo.
Existen palabras eternas que si se entendieran, se enseñaran y practicaran, llevarían la salvación a todo ser humano que haya vivido o viva en el mundo, presente o futuro.
Para algunos podrá parecer anticuado hablar de la virtud y la castidad, la honestidad, la moralidad, la fe y el carácter, pero éstas son las cualidades que han formado a los grandes hombres y las grandes mujeres, y que señalan la vía por la cual podemos encontrar felicidad en la vida presente y gozo eterno en el mundo venidero. Son lo que constituye el soporte de nuestra vida a pesar de las aflicciones, las tragedias, las pestilencias y las crueldades de la guerra, que traen consigo espantosa destrucción, hambre y derramamiento de sangre.
Aquellos que no prestan oído a las amonestaciones de quienes se esfuerzan por enseñar estos principios, y escogen en cambio el camino opuesto, llegarán finalmente a encontrarse en el lastimoso estado del que tan frecuentemente somos testigos. El profeta Isaías describió ese trágico resultado más dramáticamente al repetir lo que el Señor le dijo cuando procuraba fortalecer a su pueblo en contra de las maldades del mundo. A continuación cito sus palabras:
“…Paz, paz al que está lejos y al cercano, dijo Jehová; y lo sanaré. Pero los impíos son como el mar en tempestad, que no puede estarse quieto, y sus aguas arrojan cieno y lodo. No hay paz, dijo mi Dios, para los impíos» (Isaías 57:19-21 ).
Del mismo modo, otros profetas han declarado con igual energía que no puede ser mal interpretada, que «la maldad nunca fue felicidad» (Alma 41:10).
Al considerar con espíritu de oración las razones para que el individuo escoja ese camino que el profeta Isaías describe —cuando aquel que se ha separado de la vía que le habría brindado paz, es como el mar en tempestad que arroja cieno y lodo— me parece a mí que son resultado de la falta de autorrespeto. Pongamos atención a las palabras de sabiduría de aquellos cuya vida es digna de ejemplo y cuyas conclusiones se basaron en la realidad de la época en que vivieron. Cito a continuación:
«El respeto por sí mismo es la piedra angular de toda virtud.» —Sir John Frederick William Herschel (‘) Otros han dicho:
«El respeto propio es el más noble atavío con que el hombre puede cubrirse, el más elevado sentimiento en que el intelecto puede inspirarse.» —Samuel Smiles (2)
«Todo hombre establece su propia valía. El valor que nos atribuyan los demás será el que nosotros mismos determinemos. El hombre es grande o pequeño, de acuerdo con su propia voluntad.»
—John von Schiller (3)
Una simpática madre de una comunidad cercana me escribió lo siguiente: «Amo a mi país, amo a mi marido, amo a mis hijos, amo a mi Dios, y esto es posible sólo porque verdaderamente me amo a mí misma.»
Tales son los frutos del respeto propio. Si, por el contrario, el individuo no siente por sí mismo el amor al cual se refería esta hermana, otras pueden ser las consecuencias; la persona le pierde amor a la vida. Si se casa, pierde el amor por el cónyuge y los hijos. . . si no tiene amor hacia su hogar ni respeto por el país en que vive, llegará finalmente a perder su amor a Dios. La rebelión en la tierra es desorden y la falta de amor en la familia, la desobediencia de los hijos a los padres, la pérdida del contacto con Dios, todo esto es consecuencia de la pérdida del respeto por sí mismo.
Recuerdo una invitación que me hicieron para que hablase a un grupo de hombres la mayoría de los cuales no habían avanzado en la Iglesia a causa de su falta de deseos o por no haber entendido la importancia de someterse a ciertas normas que se requieren para ser avanzados. El tema sobre el cual hablaría se titulaba: «¿Quién soy yo?» Al meditar sobre esto y buscar la palabra de Dios mientras me preparaba para cumplir con esta asignación, supe repentinamente que iba a hablar sobre un tema de primordial importancia para todos nosotros, tal como lo era para aquellos hombres, entre los cuales, indudablemente, habría algunos que no se habían encontrado a sí mismos y que carecían de una base sólida sobre la cual edificar su vida.
La mala conducta de los hijos y la terquedad de la adolescencia, no son muchas veces más que una tentativa por llamar la atención u obtener una popularidad que las dotes físicas e intelectuales no atraen. De este modo, la joven indiferente a todo y el muchacho desarreglado, por lo general no son más que reflejos de individuos que procuran mediante un comportamiento extraño, suplir esa distinción indefinible que les parece encantadora con una torpe tentativa de llamar la atención, por medio de una conducta que refleja la íntima frustración que les Causa la falta de entendimiento de su verdadera identidad como seres humanos.
Y bien, entonces, «¿Quién soy yo?» Quienes carecen de ese importante conocimiento y por tanto, no se tienen en Id alta estima en que se tendrían si se comprendiesen, no tienen respeto por sí mismos.
Permitidme comenzar a responder esa interrogante planteando dos preguntas de las Escrituras, que han de grabarse en toda alma.
El salmista escribió: «¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre para que lo visites? Lo has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra» (Salmos 8:4-5).
Y el Señor le hizo a Job la siguiente pregunta: «¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? Házmelo saber, si tienes inteligencia… ¿cuando alababan todas las estrellas del alba, y se regocijaban todos los hijos de Dios?» (Job 38:47).
Reducidos a términos más sencillos lo que los profetas nos plantean en las Escrituras son las simples preguntas, «¿De dónde vinisteis? ¿Por qué estáis aquí?»
El psicólogo MacDougall (4) dijo en cierta ocasión: «Lo primero que ha de hacerse para ayudar a un individuo a regenerarse moralmente es restaurarle si es posible, el respeto propio.» También recuerdo el ruego del antiguo tejedor inglés, que dice: «Oh, Dios, ayúdame a mantener una elevada opinión de mí mismo.» Esta debería ser la oración de toda alma; no una autoestima anormal que se convierta en altanería, engreimiento y arrogancia, sino un correcto y justo autorrespeto que podría definirse como «la creencia en la propia dignidad, en el valor que tenemos para Dios, en el valor que tenemos para el hombre.»
Relacionemos ahora estas respuestas a las escrutadoras preguntas que deben de brotar en la conciencia de todos los que se han extraviado o no han llegado a una verdadera evaluación de sí mismos en este caótico mundo. Tengo la esperanza de que en el limitado tiempo que tengo asignado, de alguna manera se escuche mi voz por encima de la funesta tristeza de nuestro agitado mundo.
El apóstol Pablo escribió: «Por otra parte, tuvimos a nuestros padres terrenales que nos disciplinaban, y los venerábamos. ¿Por qué no obedeceremos mucho mejor al Padre de los espíritus, y viviremos?» (Hebreos 12:9).
Esto indica que todos los que viven en la tierra, los que tienen padres terrenales, tienen del mismo modo un Padre de sus espíritus. Así también lo señalaron Moisés y Aarón, cuando postrándose sobre sus rostros, clamaron: «Dios, Dios de los espíritus de toda carne, ¿no es un solo hombre el que pecó? ¿Por qué airarte contra toda la congregación?» (Números 16:22).
Reparemos en la forma en que se dirigieron al Señor: «. . .Dios (Padre) de los espíritus de toda carne (el género humano). . .”
Por las revelaciones a Abraham, llegamos a vislumbrar quién y qué es el espíritu.
«Y el Señor me había mostrado a mí, Abraham, las inteligencias que fueron organizadas antes que el mundo fuese; y entre todas estas había muchas de las nobles y grandes.
Y Dios vio estas almas, y eran buenas, y estaba en medio de ellas, y dijo: A éstos haré mis gobernantes -pues estaba entre aquellos que eran espíritus, y vio que eran buenos- y él me dijo: Abraham, tú eres uno de ellos; fuiste escogido antes de nacer» (Abraham 3:22-23).
Allí se nos dice que el Señor prometió a los que fuesen fieles en ese mundo preexistente que les sería añadido, al recibir un cuerpo físico en este segundo estado, la existencia terrenal; y que además, si guardaban los mandamientos que Dios enseñaría mediante las revelaciones recibirían «aumento de gloria sobre sus cabezas para siempre jamás» (Abraham 3:26).
Ahora bien, hay varias preciosas verdades en esta escritura; primero tenemos una definición de lo que es el espíritu y de cómo se relaciona ésta con nuestro cuerpo físico ¿Qué apariencia tenían nuestros espíritus en ese mundo preexistente (si pudiésemos verlos separados de nuestros cuerpos terrenales)? Un moderno profeta de los últimos días nos da una inspirada respuesta.
“. . .siendo lo espiritual a semejanza de lo temporal y lo temporal a semejanza de lo espiritual, el espíritu del hombre d semejanza de su persona, así como también el espíritu de las bestias y toda otra criatura que Dios ha creado.» (D. y C. 77:2).
La otra verdad que aprendemos de esta escritura, es que todos habiendo sido espíritus y teniendo ahora cuerpos terrenales con los cuales se nos dio el privilegio de venir a la tierra como seres mortales, estuvimos entre aquellos que pasaron esa primera prueba; si no (a hubiésemos pasado, no habríamos recibido cuerpos, sino que se nos habría negado este privilegio y habríamos seguido a Satanás, como sucedió a la tercera parte de los espíritus en la preexistencia; éstos se encuentran ahora entre nosotros en su forma espiritual, intentando siempre desbaratar el plan de salvación mediante el cual todos aquellos que sean obedientes tendrán la gran gloria de regresar a Dios el Padre que nos dio la vida.
Por esto, los profetas del Antiguo Testamento declararon con respecto: «Y el polvo vuelva a la tierra como era, y el espíritu vuelva a Dios que lo dio» (Eclesiastés 12:7).
Evidentemente no podríamos regresar a un lugar en el cual no hubiésemos estado; por lo tanto hablemos de la muerte como de un fenómeno natural tan milagroso como el nacimiento, mediante el cual regresamos a nuestro Padre que está en los cielos.
Otra verdad queda claramente establecida en la escritura mencionada (Abraham 3:22-23): que muchos fueron escogidos, como Abraham; antes de nacer; así lo dijo el Señor a Moisés y también a Jeremías. Esto adquirió aún más significado, cuando el Profeta de los últimos días José Smith, declaró: «Creo que todo individuo llamado a efectuar una obra importante en el reino de Dios, ha sido llamado y preordinado para dicha obra, antes de que el mundo fuese.» Más adelante añadió: «Creo que yo fui preordinado para la obra que he sido llamado a realizar» (Documentary History of The Church, tomo 6, pág. 364).
No obstante debemos hacer una advertencia: a pesar del llamamiento que en las escrituras se denomina como una preordinación, tenemos otra inspirada declaración: «He aquí, muchos son los llamados, pero pocos los escogidos.» (D. y C. 121 :34).
Esto indica que aunque aquí tenemos nuestro libre albedrío, muchos fueron preordinados antes de que el mundo fuese para un estado mayor que aquel que alcanzaron en esta existencia terrenal. Aun cuando pudieron haber estado entre los nobles y grandes de los cuales el Padre declaró que haría sus gobernantes escogidos, pueden fracasar en su llamamiento aquí en la vida terrenal. El Señor mismo plantea La siguiente pregunta: ¿Y por qué no son escogidos? (D, y C. 121:34). Y nos da dos respuestas: primero, «Porqué tienen sus corazones de tal manera fijos en las cosas de este mundo.»
Y segundo: «. . .y aspiran a los honores de los hombres» (D. y C. 121 :35). Ahora bien, a fin de resumir lo que acabo de leer, quisiera haceros nuevamente la pregunta: «¿Quiénes sois? Sois todos hijos de Dios. Vuestros espíritus fueron creados y vivieron como inteligencias organizadas antes de que el mundo fuese. Habéis recibido la bendición de tener un cuerpo físico por vuestra obediencia a ciertos mandamientos en ese estado preexistente; habéis nacido en el seno de una familia, en una nación determinada, como resultado de vida que llevasteis antes de vivir aquí; y en una época de la historia del mundo, como lo enseñó el apóstol Pablo a los atenienses y como lo reveló el Señor a Moisés, determinada por la fidelidad que ejercisteis en vuestra vida anterior antes de la creación del mundo.
Escuchad ahora las significativas palabras del poderoso sermón que pronunció el apóstol Pablo inspirado por la inscripción; «AL DIOS NO CONOCIDO» escrita en el altar por los que ignorantemente adoraban imágenes de piedra, de bronce y de madera.
«El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por manos humanas.
«Y de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habiten sobre toda la faz de la tierra y les ha prefijado el orden de los tiempos, y los límites de su habitación:
«para que busquen a Dios, si en alguna manera palpando, puedan hallarle aunque ciertamente no está lejos de cada uno de nosotros» (Hechos 17:24, 26-27).
Y tenemos otra declaración concreta del Señor a Moisés que se encuentra registrada en el libro de Deuteronomio:
Cuando el Altísimo hizo heredar las naciones, cuando hizo dividir a los hijos de los hombres, estableció los límites de los pueblos según el número de los hijos de Israel» (Deuteronomio 32;8).
Ahora bien, recordad que esto fue dicho a los hijos de Israel antes de que llegasen a la «Tierra Prometida,» la que sería la tierra de su herencia. Reparemos en el versículo siguiente: «Porque la porción de Jehová es su pueblo; Jacob la heredad que le tocó» (Deuteronomio 32:9).
Parecía muy claro, entonces, que aquellos que nacieran bajo el linaje de Jacob, que después llegó a llamarse Israel, siendo su posteridad, que se conocería como los hijos de Israel, nacerían del linaje más ilustre entre todos los que viniesen a la tierra como seres mortales.
Todos estos merecimientos fueron aparentemente prometidos o preordinados, antes de la creación del mundo, y ciertamente han de haber sido determinados por la vida que llevamos en aquel mundo espiritual de la preexistencia. Algunos podrán poner en tela de juicio estas suposiciones, mas al mismo tiempo aceptarán sin dudar la creencia de que cuando dejemos esta tierra todos seremos juzgados de acuerdo con nuestros hechos durante nuestra vida terrenal. ¿No es igualmente razonable creer que lo que hemos recibido en esta vida nos ha sido dado a cada uno de acuerdo con los méritos de nuestra conducta antes de que viniésemos aquí?
Cito ahora otra importante declaración que encontramos en las Escrituras. Todos gozamos del libre albedrío, lo cual para muchas personas rebeldes significa que son libres para hacer lo que les dé la gana; más ése no es el significado correcto del libre albedrío como lo han declarado los profetas al definirlo en las Escrituras:
«Así pues, los hombres son libres ‘según la carne; y les son dadas todas las cosas que para ellos son propias. Y pueden escoger la libertad y la vida eterna, por motivo de la gran mediación para todos los hombres, o escoger la cautividad y la muerte según la cautividad y el poder del diablo, porque éste quiere que todos los hombres sean miserables como él:’ (2 Nefi 2:27).
El apóstol Pablo explicó la naturaleza sagrada de nuestro cuerpo físico en la siguiente declaración: «¿ No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es» (1 Corintios 3:16-17).
Más adelante lo dijo nuevamente, a aquellos que habían sido bautizados en la Iglesia y habían recibido el don especial conocido como el Espíritu Santo. He aquí su enseñanza: «¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? . . .glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo, y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios» (1 Corintios 6: 19-20).
Sí podemos lograr que un individuo piense en el significado de esas palabras podremos comenzar a comprender las del psicólogo MacDougall, que cité anteriormente: «Lo primero que ha de hacerse para ayudar a un individuo a regenerarse moralmente es restaurarle, si es posible, el respeto propio.» ¿En qué forma podría restáurasele mejor ese respeto que ayudándole a comprender cabalmente su verdadera identidad?
Cuando vemos a una persona que carece de autorrespeto evidenciándolo con su conducta, su apariencia, su forma de hablar y el absoluto desprecio que muestra por las reglas básicas de la decencia, estamos ante el terrible espectáculo que presenta aquél sobre quien Satanás ha logrado una victoria. Sobre esto el Señor dijo que el diablo trataría de «engañar y cegar a los hombres, llevándolos cautivos según la voluntad de él …destruir el albedrío del hombre» (Moisés 4:1-4) Y será la suerte de «cuantos no escucharen mí voz» (Moisés 4:4) como se lo declaró a Moisés.
Hace algunos años leí el informe de una encuesta realizada por ministros religiosos sobre casos de estudiantes que se habían suicidado. Después de un exhaustivo estudio llegaron a esta conclusión: «La filosofía de la vida de estos estudiantes era tan deficiente que al enfrentar una grave crisis, no teniendo nada firme a lo cual asirse, optaron por tomar la salida del cobarde.»
Tal podría ser el terrible estado de aquellos que describió el Maestro en la parábola con que concluyó el Sermón del Monte:
«Pero cualquiera que me oye estas palabras y no las hace, le compararé a un hombre insensato, que edificó su casa sobre la arena; y descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y dieron con ímpetu contra aquella casa; cayó, y grande fue su ruina» (Mateo 7:26-27).
El propósito eterno del Señor con respecto a su plan de salvación le fue declarado a Moisés: «Porque, he aquí, ésta es mi obra y mi gloria: Llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre» (Moisés 1:39).
La primera meta de ese plan eterno es que todos viniésemos a la tierra y obtuviésemos un cuerpo físico, y entonces, después de la muerte y la resurrección subsiguientes, el espíritu y el cuerpo resucitado ya no quedarían sujetos a la muerte; esto fue una dádiva a toda alma viviente como lo declaró Pablo: «Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados» (1 Corintios 15:22).
Lo que esto significa para un moribundo o para una madre que haya perdido un hijo, pueden ilustrarlo las siguientes palabras de una joven madre a la que visité en el hospital hace unos años: «He pensado mucho, y he llegado a la conclusión de que sería lo mismo para mí morir ahora que vivir hasta los 70, los 80 0 los 90 años. Mientras más pronto pueda llegar al lugar donde pueda estar activa y haciendo las cosas que me brindarán gozo eterno, mejor será para todos.» La consolaba la idea de que la vida que había llevado la hacía digna de entrar en la presencia de Días, lo cual es gozar de la vida eterna.
La importancia de aprovechar cada hora del precioso tiempo que se nos ha asignado en esta vida, quedó fuertemente grabada en mí con un incidente ocurrido en mi propia familia. Una joven llevó en una ocasión a su preciosa hijita de seis años, a visitar a sus abuelos; durante la visita nos preguntó si nos gustaría escuchar una nueva canción muy hermosa que la hija acababa de aprender en su clase de la Primaria. Mientras la madre la acompañaba, la niña cantó:
«Soy un hijo de Dios, por El enviado aquí; me ha dado un hogar y padres caros para mí.
«Soy un hijo de Dios, no me desamparéis: a enseñarme hoy su ley, precisa que empecéis.
«Soy un hijo de Dios, y galardón tendré, si cumplo con su ley aquí con él vivir podré.
Coro «Guiadme enseñadme por sus vías a marchar, para que algún día yo con él pueda morar.»
-Los Niños Cantan, pág. 22.
Los abuelos no pudieron contener las lágrimas; lejos estaban entonces de imaginar siquiera que antes de que aquella pequeña hubiese tenido la oportunidad de que su madre le enseñara todo lo que debía saber para poder regresar a su hogar celestial, la muerte se llevaría repentinamente a la madre, dejando a otros la responsabilidad de responder a los ruegos de aquella oración infantil, enseñándole, instruyéndola y guiándola a través de las incertidumbres de la vida.
Qué diferente sería todo si en realidad sintiésemos la divina relación que nos une con Dios, nuestro Padre Celestial, con Jesucristo, nuestro Salvador y Hermano mayor, y nuestra mutua relación como hermanos espirituales.
En contraste con esa sublime paz, como la que rodeaba a la magnífica hermana a quien visité en el hospital, está el estado espantoso de aquellos que al acercarse a la muerte no tienen ese gran consuelo, pues como el Señor nos ha dicho claramente: «Y los que no murieren en mí, ¡ay de ellos! porque su muerte será amarga» (D. y C. 42:47).
El dramaturgo George Bernard Shaw (5) dijo: «Si todos nos diésemos cuenta de que somos hijos del mismo padre, cesaríamos de gritarnos los unos a los otros en la forma en que lo hacemos.»
Ahora, al llegar a la conclusión de mi discurso, confío en haber podido daros algo que os estimule a pensar seriamente en cuanto a quiénes sois y de dónde habéis venido; que además, haya yo podido encender dentro de vuestra alma la determinación de comenzar ahora a teneros en mayor estima, así como de reverenciar el templo de Dios, vuestro cuerpo físico, en el cual mora un espíritu celestial. Os ruego que os repitáis una y otra vez lo que la Primaria ha enseñado a los niños a cantar: «Soy un hijo de Dios»; y que al hacerlo comencéis hoy a acercaros más a los ideales que os harán la vida más feliz y más fructífera, como consecuencia de haberos despertado a la realidad de lo que sois.
Que Dios nos conceda a todos vivir en tal forma, que aquellos que nos observan no nos vean a nosotros sino a lo que tenemos de divino y que viene de Dios. Teniendo ante mí la visión de lo que pueden llegar a ser aquellos que andan extraviados, ruego porque puedan recibir fortaleza y resolución para elevarse cada vez más y marchar adelante hacia esa gran meta de la vida eterna, y también porque yo pueda hacer mi parte en enseñar por ejemplo como por precepto, ofreciendo lo mejor de mí mismo.
Nuevamente ofrezco mi solemne testimonio de la profunda verdad de las palabras del Maestro a la desconsolada Marta: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá» (Juan 11:25).
Agradezco a Dios porque yo también puedo decir, con el mismo espíritu con que Marta lo hizo cuando dio su testimonio inspirado por el Espíritu:
«Si, Señor; yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo.» (Juan 11:27.)
En el nombre de nuestro Señor y Maestro, Jesús el Cristo, el Salvador del mundo, así sea. Amén.
(‘) Sir John Frederick William Herschel (1792-1871) Físico británico.
- Samuel Smiles- (1812-1904) Escritor escocés
- Johann von Schiller- (1759-1805) Poeta, dramaturgo y filósofo alemán.
- MacDougall-(1871-1928) Psicólogo británico.
- George Bernard Shaw- (1856-1950) Dramaturgo irlandés.
























