Conferencia General Abril 1975
El camino a casa

Por el élder Thomas S. Monson
Del Consejo de los Doce
Dominando las azules aguas del famoso Mar de Galilea se encuentra un histórico lugar: el Monte de las Bienaventuranzas. Como un vivo centinela y testigo ocular, este silencioso amigo parece anunciar: «Aquí fue que, la más grande persona que haya vivido, dio el más grande sermón que jamás se haya dado, el Sermón del Monte.»
Instintivamente, el visitante se dirige al Evangelio de Mateo y lee: «Viendo la multitud, subió al monte; y sentándose, vinieron a él sus discípulos. Y abriendo su boca les enseñaba» (Mateo 5:1-2). Entre las verdades que enseñó estaba esta solemne declaración:
«Entrad por la puerta estrecha: porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella;
«Porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan» (Mateo 7:13-14).
Su aplicación se adapta a cualquier época, y hombres prudentes de todas las generaciones han tratado de vivir guiándose por esta sencilla declaración.
Cuando Jesús de Nazaret personalmente recorrió las empedradas vías de la Tierra Santa. El mismo, como el Buen Pastor, demostró a todos los que creyeran cómo podrían seguir ese angosto camino y entrar por la estrecha puerta de la vida eterna. El invitó: «Venid, seguidme», «Yo soy el camino».
Poco nos asombra que los hombres quedaran atónitos ante el derramamiento del Espíritu Santo en el día de Pentecostés. Era el evangelio de Jesucristo que debía ser predicado, su obra debía ser realizada, y sus apóstoles a la cabeza de su Iglesia estaban comisionados para esta obra.
La historia registra que en verdad, la mayoría de los hombres no vinieron a El, ni siguieron el camino que enseñó. El Señor fue crucificado, sus apóstoles asesinados, la verdad rechazada. El brillante día de esclarecimiento poco a poco se oscureció y las sombras de la noche fueron cubriendo la tierra.
Una palabra, una sola palabra, describe la lúgubre condición que imperaba: apostasía. Generaciones atrás, Isaías había profetizado: «He aquí que tinieblas cubrirán la tierra, y oscuridad las naciones» (Isaías 60:2). Amós había predicho hambre en la tierra: «No hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra de Jehová» (Amós 8:11). ¿No había advertido Pedro de los falsos maestros que traerían infames herejías, y predicho Pablo que tiempos vendrían cuando no se soportaría la buena doctrina?
Los oscuros años de la historia parecían no tener fin. ¿No habría término para esta blasfema noche? ¿Habría olvidado el amoroso Padre a la humanidad? ¿No enviaría mensajeros celestiales como en épocas pasadas?
Hombres honestos, con corazones anhelantes, poniendo en peligro sus propias vidas, trataron de establecer puntos de referencia para poder encontrar el verdadero camino. El día de la reforma estaba llegando, pero el camino futuro era difícil. Las persecuciones serían severas, los sacrificios personales abrumadores, y su costo más allá de todo cálculo. Los reformadores eran como pioneros marcando rutas en una búsqueda desesperada de aquellos perdidos puntos de referencia, que, una vez encontrados, conducirían nuevamente a la humanidad a las verdades enseñadas por Jesús.
Cuando John Wycliffe y otros completaron la traducción al inglés de toda la Biblia de la versión latina Vulgata, las autoridades eclesiásticas de esa época hicieron todo lo posible por destruirla. Las copias debían ser escritas a mano y en secreto. La Biblia estaba vista como un libro oculto y su lectura estaba prohibida a la gente común. Muchos de los seguidores de Wycliffe fueron severamente castigados y algunos quemados en la hoguera.
Martín Lutero afirmó la supremacía de la Biblia. Su estudio sobre las Escrituras le llevó a comparar las doctrinas y prácticas de la iglesia con las enseñanzas de las Escrituras. Lutero defendió la responsabilidad del individuo y los derechos de la conciencia individual, y esto lo hizo ante el inminente riesgo de su propia vida. Aunque amenazado y perseguido, igualmente declaró con osadía: «Esta es mi posición, no puedo hacerlo de otra manera. Dios ayúdame.»
Juan Huss, se encontraba hablando osadamente de la corrupción dentro de la iglesia, cuando fue sacado de la ciudad para ser quemado. Le encadenaron por el cuello a la hoguera, y apilaron paja y leña alrededor de su cuerpo hasta la barbilla, y luego rociaron todo con resina; y finalmente le pidieron que se retractara. Mientras las llamas se elevaban, él cantaba, pero el viento sopló el fuego sobre su rostro, y su voz se quebró.
Zwinglio de Suiza procuró por medio de sus escritos y enseñanzas, imponer nuevamente toda la doctrina cristiana en términos compatibles con la Biblia. Su más famosa declaración estremece el corazón: «¿Qué importa? Ellos pueden matar el cuerpo, pero no el alma.»
¿Y quién no aprecia actualmente las palabras de Juan Knox? «Un hombre con Dios a su lado está siempre en ventaja.»
Juan Calvino, prematuramente envejecido por la enfermedad y la incesante labor que había emprendido, resumió su filosofía personal con esta declaración: «Nuestra sabiduría. . consta casi enteramente de dos partes: el conocimiento de Dios y el conocimiento de nosotros mismos.»
Indudablemente se podría mencionar a otros, pero quizás sería suficiente un comentario relativo a William Tyndale. Tyndale sostenía que las personas tienen el derecho a saber lo que se les ha prometido en las Escrituras. De aquellos que se oponían a su obra de traducción, él declaró: «Si Dios preserva mi vida. . . haré que un joven que empuñe el arado sepa más de las Escrituras que vosotros.»
Tales fueron las enseñanzas y vidas de los grandes reformadores. Heroicos fueron sus actos, sus contribuciones muchas, sus sacrificios grandes, pero ellos no restauraron el Evangelio de Jesucristo.
De los reformadores uno podría preguntarse: «¿Fue su sacrificio en vano? ¿Fue inútil su lucha?» Yo contesto con un resonante «¡No!» La Santa Biblia estaba ahora al alcance del pueblo. Cada hombre podía buscar mejor su camino. ¡Oh! si solamente todos pudieran leer y comprender. Pero algunos podían leer, y otros podían escuchar; y cada hombre tenía acceso a Dios mediante la oración.
El largamente esperado día de la restauración en verdad había llegado. Pero repasemos ese significativo acontecimiento en la historia del mundo rememorando el testimonio del joven campesino que se convirtió en profeta, el testigo que estaba allí, aun José Smith.
Describiendo su experiencia, José dijo: «Surgió en la región donde vivíamos una agitación extraordinaria en cuanto a religión. . . pronto se generalizó. . . (ocasionando) división entre la gente: pues unos gritaban: ¡He aquí!, y otros: ¡He allí!
«… Un día estaba leyendo la Epístola de Santiago, primer capítulo y quinto versículo, que dice: ‘Si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, demándela a Dios, el cual da a todos abundantemente, y no zahiere; y le será dada.’
«Nunca un pasaje de las Escrituras llegó al corazón de un hombre con más fuerza que éste en esta ocasión al mío. Parecía introducirse con inmenso poder en cada fibra de mi corazón. Lo medité repetidas veces, sabiendo que si alguna persona necesitaba sabiduría de Dios, esa persona era yo: porque no sabía qué hacer; y, a menos que pudiese lograr más sabiduría de la que hasta entonces tenía, jamás llegaría a saber; pues los maestros religiosos. . interpretaban los mismos pasajes de las Escrituras de un modo tan distinto que destruía toda esperanza de resolver el problema con recurrir a la Biblia.
«Por último llegué a la conclusión de que tendría que permanecer en tinieblas y confusión, o, de lo contrario, hacer lo que Santiago aconsejaba, es decir, pedir a Dios.
«Por consiguiente, de acuerdo con esta resolución mía de acudir a Dios me retiré al bosque para hacer la prueba. Fue en la mañana de un día hermoso y despejado, en los primeros días de la primavera de 1820.
» … Me arrodillé y empecé a elevar a Dios los deseos de mi corazón…
» … Vi una columna de luz, más brillante que el sol, directamente arriba de mi cabeza; y esta luz gradualmente descendió hasta descansar sobre mí.
. . Al reposar la luz sobre mí, vi a dos Personajes, cuyo brillo y gloria no admiten descripción, en el aire arriba de mí. Uno de ellos me habló, llamándome por nombre, y dijo, señalando al otro; ¡Este es mi Hijo Amado: Escúchalo!» (José Smith 2:5-17).
El Padre y el Hijo, Jesucristo, se habían aparecido a José Smith. La mañana de la dispensación, del cumplimiento de los tiempos había llegado, disipando la oscuridad de la larga noche espiritual. Como en la creación, la luz había de reemplazar a la oscuridad: el día seguía a la noche.
Desde entonces hasta ahora, la verdad ha estado a nuestro alcance. Como a los hijos de Israel en tiempos pasados, los innumerables días de andar errantes podían terminar con nuestra entrada a una tierra prometida personal.
La restauración del evangelio disipa las tinieblas descritas por el renombrado educador Robert Gordon Sproul. Habiendo observado a las iglesias de Norteamérica, declaró:
«Presenciamos. . . el peculiar espectáculo de una nación que, aunque con algunas imperfecciones, practica el cristianismo sin creer activamente en él. Se nos pide que nos dirijamos a la iglesia para instruirnos, pero cuando así lo hacemos, encontramos que la voz de la iglesia no es inspirada. Encontramos que, actualmente, la voz de la iglesia es el eco de nuestras propias voces. Y el resultado de esta experiencia, ya puesto de manifiesto, es la desilusión. Existe un solo camino para salir de la espiral. El camino es el sonido de una voz, no de la nuestra, sino de una que provenga de alguien que no sea alguno de nosotros, alguien en cuya existencia no podemos dejar de creer. Es la terrena tarea de los pastores escuchar esta voz, hacer que nosotros la escuchemos, y expresarnos lo que ella dice. Si ellos no pueden escucharla, o fracasan en transmitírnosla, nosotros, los laicos, estamos irremediablemente perdidos. Sin ella no tenemos más capacidad para salvar al mundo que la que tuvimos al crearla en primer lugar. (Vital Speeches, 10 de septiembre de 1 940, pág. 701).
Quizás el famoso Winston Churchill expresó mejor la urgente necesidad de¡ mundo cuando dijo: «Yo he vivido quizás más experiencias que la mayoría, y nunca he cavilado sobre una situación que demandara más paciencia, compostura, coraje y perseverancia que la que actualmente se presenta ante nosotros: La necesidad de un profeta.»
Hoy nosotros hemos escuchado al profeta de Dios hablar, al mismo Presidente Spencer W. Kimball. Actualmente desde este púlpito, se extiende una invitación a las personas de todo el mundo. Venid los errantes, fatigados viajeros. Venid al evangelio de Jesucristo. Venid a ese celestial lugar llamado hogar. Aquí descubriréis la verdad. Aquí aprenderéis la realidad de la Trinidad, el consuelo del plan de salvación, la santidad del convenio matrimonial, el poder de la oración personal. ¡Venid a casa!
Muchos de nosotros podemos recordar el relato que escuchamos en nuestra niñez acerca de un niño que fue arrebatado a sus padres y llevado a un pueblo situado muy lejos. En estas condiciones el niño creció sin conocer a sus verdaderos padres, ni su hogar. Dentro de su corazón comenzó a surgir el anhelo de regresar a ese lugar llamado hogar.
¿Pero había algún hogar que encontrar? ¿Dónde habría de descubrir a su madre y a su padre? Si al menos pudiera recordar sus nombres, su empeño sería más afortunado. Desesperadamente buscó en su memoria aun cuando fuera un destello de su niñez.
Como un relámpago de inspiración, recordó el tañido de una campana, la cual desde lo alto de la torre de la Iglesia pueblerino, tañía la bienvenida cada mañana de domingo. El joven viajó de aldea en aldea, siempre buscando ese tañido familiar. Algunas campanas eran semejantes, otras muy diferentes del sonido que él recordaba.
Finalmente fatigado, el joven se detuvo la mañana de un domingo ante la iglesia de un típico pueblo. Escuchó muy atentamente cuando la campana comenzó a repicar. El sonido le era familiar. No se asemejaba a ningún otro que hubiera escuchado, excepto a la campana que repicaba en los recuerdos de su niñez. Si, era la misma campana. Su sonido era verdadero. Sus ojos se inundaron de lágrimas. Su corazón rebosó de alegría. Su alma se desbordó de gratitud.
El joven cayó de rodillas, miró hacia arriba, hacia la torre, también hacia el cielo, y en una oración de gratitud susurró: «Gracias a Dios. Estoy en casa.»
Del mismo modo que el tañido de una recordada campana, será la verdad del evangelio de Jesucristo para el alma de aquel que sinceramente le busca. Muchos de vosotros habéis viajado largamente en una búsqueda personal de aquello que suena verdadero. La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días os envía un sincero llamamiento. Abrid vuestras puertas a los misioneros. Abrid vuestras mentes a la palabra de Dios. Abrid vuestros corazones, vuestras propias almas, al sonido de esa apacible, pequeña voz, que testifica de la verdad. Como el profeta Isaías prometió: «Tus oídos oirán. . . palabra que diga: Este es el camino, andad por él» (Isaías 30:21). Entonces, al igual que el joven del que os he hablado, también doblaréis las rodillas diciendo al Dios vuestro y mío: «¡Estoy en casa!»
Que estas sean las bendiciones de todos, lo ruego en el nombre de Jesucristo. Amén.
























