La fe de un niño

C. G. Octubre 1975logo pdf
La fe de un niño
Por el élder Thomas S. Monson
Del Consejo de los Doce

Thomas S. Monson¡Qué época maravillosa del año es la de la Conferencia! La Manzana del Templo en Salt Lake City es lugar de reunión para millares de personas, algunos de las cuales viajan desde muy lejos para escuchar la palabra del Señor. En este momento tenemos el Tabernáculo repleto, la música ofrecida por el coro y las palabras de oración y consejo han reemplazado a la conversación amistosa. La atmósfera está cargada de una dulce reverencia.

La experiencia de mirar fijamente vuestros rostros y apreciar vuestra fe y devoción a la verdad, me hace sentir más humilde. Pacientemente os sentáis en esas históricas bancas, las cuales, el paso del tiempo no las ha hecho más cómodas.

Me siento particularmente agradecido por los niños que se encuentran aquí. A mi izquierda observo que hay una pequeña de unos diez años de edad. Dulce niñita, no sé de dónde has venido ni cómo te llamas, pero la inocencia de tu sonrisa y la tierna expresión de tu mirada me ha persuadido de que debo dejar para otra ocasión el mensaje que había preparado; hoy me siento inspirado a hablarte a ti.

Cuando yo era un muchachito de tu edad, tenía una maestra en la Escuela Dominical que nos leía en la Biblia relatos sobre Jesús, el Redentor y Salvador del mundo. Un día nos enseñó cómo le habían llevado los niños pequeños para que los tocara y orara por ellos. Sus discípulos reprendieron a los que acompañaban a los niños. «Viéndolos Jesús se indignó, y les dijo: Dejad a los niños venid a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de Dios» (Marcos 10:14).

Jamás he olvidado aquella lección.
Por el contrario, hace unos cuantos meses volví a aprender su significado y a sentir su poder; en este caso, mi maestro fue el Señor. Quisiera compartir con vosotros esa experiencia.

Muy lejos de Salt Lake City, en el estado de Luisiana, vive la familia de Jack Methvin, todos miembros de la Iglesia. Hasta hace poco tiempo también había en la familia una niña que bendecía el hogar con su presencia. Su nombre era Cristal y sólo tenía diez años cuando la muerte puso fin a su jornada terrenal.

A Cristal le gustaba correr y jugar en los abiertos espacios que rodean la casa de campo de sus padres; montaba a caballo como una experta y sobresalía en todo tipo de habilidades manuales; su futuro era brillante y la vida le parecía maravillosa. Entonces un día descubrieron que tenía un extraño bulto en una pierna. Los especialistas completaron los análisis y dieron el diagnostico: era cáncer y había que amputarle la pierna.

Después de la operación, la pequeña se recuperó rápidamente y retomó su vida con la alegría de siempre, sin quejarse nunca. Pasado un tiempo, los médicos se encontraron con que la enfermedad le había atacado los pulmones. La familia no se desesperó, sino que resolvieron hacer un viaje a Salt Lake City para que la niña pudiera recibir una bendición de salud de alguna Autoridad General; como no conocían a ninguna personalmente, le mostraron a Cristal un cuadro con las fotografías de todas las autoridades para que ella eligiera uno. Por pura coincidencia, mi nombre fue el seleccionado.

Pero Cristal no pudo hacer el viaje porque su salud se deterioró rápidamente. El fin se acercaba, pero su fe no decaía. Un día les dijo a sus padres: «¿No se acerca la conferencia de estaca? ¿No mandan siempre una autoridad General? Y, ¿por qué no ha de ser el hermano Monson? Si yo no puedo ir a donde está él, el Señor puede mandarlo a él donde yo estoy.»

Entretanto, en Salt Lake City se presentó una situación sumamente desusada, sin que nadie hubiera oído nada sobre el caso de la niña. Para el fin de semana en que tendría lugar la conferencia de la estaca a la cual pertenecía la familia, yo fui asignado a la conferencia de el Paso Texas. El presidente Ezra Taft Benson me llamó a su oficina y me explicó que otra de las Autoridades Generales había llevado a cabo algunos trabajos preliminares con respecto a la división de la estaca de El Paso. Me preguntó entonces si me importaría que otro hermano fuera asignado para la ‘ conferencia del El Paso y que a mí me enviaran a otro lugar. Claro que no habría ningún problema, iría dondequiera que me enviaran. Entonces el presidente Benson dijo: «Hermano Monson, siento la impresión de que usted debe asistir a la estaca Shreveport, Luisiana.» La asignación fue aceptada, llegó el día señalado y yo llegué a Shreveport.

La tarde de ese sábado estuve completamente ocupado con reuniones; una con la presidencia de estaca, una con los líderes del sacerdocio, otra con el patriarca y la última con los directores de las organizaciones de la estaca. Con cierto tono de disculpa en la voz, el presidente Charles F. Cagle me preguntó si mi ocupado itinerario me permitiría el tiempo necesario para administrarle una bendición a una niña de diez años que sufría de cáncer. Su nombre era Cristal Methvin. Conteste que sí, que lo haría, y le pregunté al presidente de la estaca si ella estaría presente en la conferencia o si se encontraba en el hospital. Conociendo perfectamente lo ajustado del itinerario de la conferencia, el presidente Cagle apenas si se atrevió a susurrar que Cristal se encontraba confinada en su hogar, el que estaba a ¡más de 129 kilómetros distante de Shreveport!

Examiné cuidadosamente los horarios de todas las reuniones a las que tendría que asistir esa tarde, así como las de la mañana siguiente; revisé aun el horario de mi vuelo de regreso. De todo eso saqué en conclusión que no tenía ningún tiempo extra para dedicarlo a visitar, a Cristal. Sin embargo, se nos ocurrió una alternativa. ¿No podríamos acaso recordar a la pequeña Cristal en nuestras oraciones públicas que tendrían lugar durante la conferencia? Con seguridad el Señor comprendería la situación. En base a ese razonamiento entonces, seguimos adelante con el itinerario programado para la conferencia.

Cuando se le comunicó la decisión tomada a la familia Methvin, hubo por parte de sus miembros comprensión, pero al mismo tiempo un dejo de desilusión. ¿No había oído sus oraciones el Señor? ¿No había hecho El que el hermano Monson fuera a Shreveport? Entonces, nuevamente se reunió la familia y oró pidiéndole al Señor un último favor, para que su querida Cristal viera realizado su deseo.

En el preciso momento en que la familia Methvin se arrodilló en ferviente oración, el reloj del centro de estaca señalaba las 7:45. La reunión de liderismo había sido verdaderamente inspirada. Yo me encontraba poniendo en orden mis notas, preparándome para pararme delante del púlpito, cuando percibí una voz que le hablaba a mi espíritu. El mensaje fue breve, las palabras bien conocidas: «Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de Dios» (Marcos 10:14). Mis notas se borronearon y mis pensamientos se dirigieron hacia una pequeñita necesitada que esperaba una bendición. Entonces fue hecha la decisión y se alteró el horario de la conferencia. Me dirigí al obispo James Serra y le pedí que saliera de la reunión e hiciera saber mi decisión a la familia Methvin.

La familia Methvin a su vez acababa de levantarse de efectuar la oración, cuando sonó el teléfono y recibieron el mensaje de que el domingo temprano por la mañana -en el día del Señor viajaríamos en espíritu de ayuno y oración para ver a la pequeña Cristal.
Siempre recordaré y jamás olvidaré el viaje que de madrugada realizamos al cielo que los Methvin llaman hogar. He estado en lugares santos, aun en casas sagrada, pero jamás sentí con más fuerza la presencia del Señor que en la casa de los Methvin. Cristal se veía tan pequeñita yaciendo pacíficamente en una cama que parecía tanto más grande. El cuarto irradiaba brillo y alegría. La luz del sol que penetraba en el cuarto por la ventana del este, lo llenaba de calor mientras el Señor llenaba nuestros corazones con su amor.

La familia rodeó la cama de Cristal. Me incliné para acercarme a una niña que se encontraba muy débil para incorporarse y aun hasta para hablar. La enfermedad ya le había privado del don de la vista. Tan fuerte era el espíritu que sentí; que caí de rodillas; tomé su suave y débil manecita entre las mías y simplemente le dije: «Cristal, aquí estoy».

Ella apartó lentamente los labios y susurró: «Hermano Monson, yo sabía que usted vendría.» Dirigí la vista alrededor del cuarto, nadie se encontraba parado. Todos nos hallamos arrodillados. La bendición fue pronunciada, después de la cual una suave sonrisa iluminó la carita de Cristal. Su susurro, en el que dijo «gracias», fue el apropiado broche de oro de la ocasión. Después, lenta y silenciosamente, cada uno de los presentes abandonó la habitación.

Cuatro días más tarde, el jueves, mientras los miembros de la Iglesia de Shreveport unían su fe con la de la familia Methvin para recordar el nombre de Cristal durante una oración especial dirigida a un bondadoso y amante Padre Celestial, el puro espíritu de Cristal Methvin abandonó el atormentado cuerpecito para entrar en el paraíso de Dios.

Para todos nosotros que durante ese día del Señor nos arrodillamos en aquel cuarto bañado por el sol, y especialmente para los padres de Cristal cuando diariamente entren en ese cuarto y recuerden cómo lo dejó ella, las inmortales palabras del poeta Eugene Field les proporcionarán preciosos recuerdos:

El perrito de juguete,
Cubierto de polvo
Pero resistente y firme
Allí se mantiene;
Y el soldadito de plomo,
Lleno de herrumbre
El arma cubierta de moho
Erguido sostiene.
Tiempo ha el perrito
De felpa era nuevo
Y el soldado tenía
El uniforme brillante;
Fue en ese entonces
Que nuestro niñito
Los besó tiernamente
los puso en su estante.
«No os vayáis hasta
Que yo vuelva», les dijo.
«Portaos bien
Estad en silencio,
Que ya volveré.»
Después con su paso confiado
De niño, a su camita
A soñar con sus amados
Juguetes se fue,
Y mientras soñaba.
El canto de un ángel
Despertó a nuestro
Hermoso pequeñito.
¡Cuántos largos años
Han pasado ya!
Mas aún lo espera n
Sus fieles amiguitos
En el mismo lugar
En que él los dejó,
Leales a su tierno
Dueño se mantienen.
Esperando la caricia
De una manecita
Y la dulce sonrisa
De aquel que no vuelve.
Y a través de los largos
Años de la espera,
Aferrados a aquella promesa distante,
Se preguntan qué ha sido
Del dulce niñito
Que los besó tiernamente
Y los puso en su estante.
(«LITTLE BOY BLUE», One Hundred and One Famous Poems, pág. 15. Chicago Reilly and Lee, 1958. Traducción libre.)

Nosotros no tenemos necesidad de la incertidumbre o de la espera. Dijo el Maestro: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí aunque esté muerto vivirá» (Juan 11:25-26). A vosotros, Juan y Nancy Methvin, El os dice: «La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo» (Juan 14:27). Y de vuestra dulce Cristal podría llegaros la expresión:». . . voy, pues, a preparar lugar para vosotros… para que donde yo estoy, vosotros también estéis» (Juan 14:1-3).

A ti, mi querida amiguita que te encuentras en el balcón del Tabernáculo, así como a los creyentes dondequiera que se encuentren, os doy mi testimonio de que Jesús de Nazaret ama a los pequeñitos, que oye sus oraciones y que las contesta. En verdad, el Maestro pronunció las siguientes palabras: «Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis, porque de los tales es el reino de Dios” (Marcos 10:14).

Yo sé que estas fueron las palabras que El habló a la multitud en las costas de Judea, cerca de las aguas del río Jordán, porque la he leído.

Yo sé que estas son las palabras que El a un apóstol que se encontraba en una asignación especial en Shreveport, Lousiana, porque las oí.

De estas verdades doy testimonio, en el nombre de Jesucristo. Amén.

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