¿A quién salvaremos?

C. G. Octubre 2016logo pdf
¿A quién salvaremos?
por el élder Jacob de Jager
del Primer Quórum de los Setenta

Jacob de JagerY sois llamados para efectuar el recogimiento de mis electos; porque mis elegidos escuchan mi voz y no endurecen sus corazones.» (D. y C. 29:7.)

Esta es una tarea gigantesca para los que estamos envueltos en la edificación del reino de nuestro Padre. He oído tantos testimonios maravillosos sobre hombres y mujeres que se unieron a la Iglesia, que deseo decir: nunca sabemos a quién hemos de salvar. Y para ilustrar mi idea, me gustaría volver con vosotros por un momento a mi nativa Holanda, donde seis generaciones de antepasados de mi padre vivieron en un pequeño pueblecito pesquero. Los habitantes eran pescadores, trabajaban en la construcción de barcas pesqueras, eran marineros o se encargaban de arreglar las redes de los pescadores; muchos de ellos se dedicaban también a la tarea voluntaria, pero extremadamente peligrosa de salvar vidas. Eran hombres valientes, que siempre estaban listos para salir en misiones de rescate. Con cada ventarrón, había barcas que pasaban por dificultades, y muchas veces los marineros tenían que aferrarse a los aparejos de sus botes, en una lucha desesperada por escapar con vida. Año tras año, el mar reclamaba sus víctimas.

En cierta ocasión, durante una terrible borrasca, se supo que había una barca que estaba en peligro de zozobrar; entonces partieron varios marinos en un bote de remos, para rescatar a la tripulación de la barca pesquera. Las olas eran enormes y los hombres tenían que hacer un tremendo esfuerzo con los remos, a fin de llegar hasta sus desafortunados compañeros en medio de la oscuridad de la noche y la furia de los elementos. Finalmente llegaron hasta ellos, pero resultó que el bote era demasiado pequeño para acomodar a todos los náufragos, y fue necesario que uno de los hombres se quedara.

Cuando los salvadores llegaron a la playa, había muchas personas esperando ansiosas, con antorchas para alumbrar la negra noche. Los mismos hombres no podían regresar a buscar al náufrago, pues se encontraban exhaustos. Entonces, el capitán de guardacostas pidió voluntarios para hacer el segundo viaje; entre los que dieron un paso al frente sin vacilar, había un joven de diecinueve años llamado Hans que estaba allí acompañado por su madre. Cuando el joven se adelantó, la madre, aterrada, le rogó que no fuera; su esposo había muerto en el mar y Peter, su hijo mayor, figuraba entre los «desaparecidos». El único que le quedaba era Hans, y temía perderlo. Pero Hans le respondió: «Madre, no llores. Tengo que ir. ¡Es mi deber!». Después, subió al bote, tomó los remos y se perdió en las tinieblas de la noche.

Pasó más de una hora antes de que regresaran, una hora que para aquella afligida madre debe haber sido como una eternidad. Cuando oyeron que el bote se aproximaba a la playa, el capitán de guardacostas hizo bocina con sus manos y preguntó, gritando con todas sus fuerzas para hacerse oír a través de la tormenta: «¿Lo salvaron?». Y al cabo de un momento, la voz de Hans atravesó la tenebrosa oscuridad con la respuesta: «¡Sí! ¡Y dígale a mi madre que es mi hermano Peter!»

Mis queridos hermanos, muchos de nosotros tenemos a tendremos pronto hijos de diecinueve años; quizás se llamen John, o Pedro, Guillaume. Heinrich, Paavo o Sing Tong, según el lugar donde viváis. Pero, sea su nombre cual sea, que Hans sea su ejemplo. Dejemos que se unan al grupo de rescate de los misioneros. Nunca se sabe a quién podrán salvar. Puede ser al que ha sido sacudido en las tempestades o al que ha sido dado por desaparecido en el mar de la vida. Y cuando hayan salvado a alguien en su misión de rescate, ¡oh, cuán grande será su gozo en el reino de nuestro Padre!

Mis amados hermanos, ruego que el Señor nos inspire para que seamos valientes en su causa. Y esto significa que también nosotros tenemos que encontrar el valor personal para unirnos a las misiones de rescate, compartiendo el evangelio con los demás y ayudándoles a recibir el Espíritu Santo para que los guíe. Y lo hago en el nombre de Jesucristo. Amén.

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