C. G. Abril 1976
Tu mayor tesoro eres tú mismo
por el élder John H. Vandenberg
Ayudante del Consejo de los Doce
No hace mucho tiempo, encontré entre unos objetos de recuerdo que conservo, una moneda que me recordó una agradable experiencia que quisiera contaros en esta ocasión:
Hace varios años, al subir a un avión en la ciudad de Denver para regresar a Salt Lake City, en ocasión de habérseme invitado a ser miembro del Comité de Construcción de la Iglesia, me encontré con otro hermano que formaba parte de nuestro personal y que hacía el mismo viaje, a quien le acompañaba un caballero que había conocido por casualidad. Nos sentamos juntos en el avión y entablamos una conversación; por mi parte, yo le pregunté a nuestro nuevo amigo cuál era su ocupación actual, a lo que él respondió diciéndonos que era ingeniero constructor y que como tal estaba encargado de la edificación de una capilla en una de las ciudades más grandes del Estado de Texas. En seguida nos contó de algunas de las defraudadoras experiencias que habían tenido para recaudar fondos de entre los miembros de su iglesia. Habían tratado casi todos los recursos, tales como solicitaciones directas, cenas, ventas especiales, algunos juegos de azar, ninguno de los cuales había logrado mayores resultados. Prosiguió diciéndonos que para resolver el problema convocaron a una reunión especial en la que surgió una idea brillante al sugerir alguien acudir a las escrituras e intentar seguir las indicaciones del Señor. A continuación, paso a citaros la escritura que les sirvió de fundamento y que se encuentra en Malaquías 3:10:
«Traed todos los diezmos al alfolí y haya alimento en mi casa; y probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, si no os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde.»
Entonces el comité, basándose en esta escritura —refirió nuestro compañero de viaje—, buscando la manera de hacer llegar eficazmente este mensaje a la gente, concibió la magnífica idea de confeccionar monedas de cobre con un baño dorado brillante como el oro y del tamaño de una moneda de cincuenta centavos de dólar, grabadas en un lado las palabras: «La décima parte es del Señor», y en el otro: «Traed todos los diezmos al alfolí y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde». Añadió que las monedas se distribuyeron entre los miembros con el fin de que la llevaran siempre consigo como un recordatorio de su deber. Dicho esto, sonriendo, nos dio una de aquellas monedas a cada uno diciéndonos que el proyecto había resultado todo un éxito pues la gente había respondido eficazmente. Al decir él eso, yo pensaba, «un principio verdadero que se descubre y que se aplica en la debida forma, naturalmente surte un resultado correcto».
Después de una pausa, nos preguntó a su vez en qué trabajábamos nosotros, a lo que le respondimos que por coincidencia, también nos ocupábamos en la construcción de capillas y que lo hacíamos para la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Al preguntarnos él cuántas capillas estábamos edificando y responderle nosotros que unos cuantos cientos, la sorpresa se pintó en su rostro y exclamó: «¡Tantos edificios! ¿Cómo van a costear los gastos? ¿De dónde sacan el dinero?» Nuestra sencilla respuesta fue: «De los miembros de la Iglesia, y por otra coincidencia, el gran secreto que ustedes descubrieron en el principio del diezmo, ha sido ley en la Iglesia del Señor desde los primeros días de su restauración».
Esto dio paso a una extensa conversación sobre la gran devoción de los Santos de los Últimos Días, no sólo para pagar el diezmo, las ofrendas de ayuno, los fondos adicionales de construcción para capillas y templos, el plan de bienestar, presupuesto, fondo misional, etc., sino también para dedicar gran parte de su tiempo libre al servicio de la Iglesia, en la administración y actuación en los programas de la misma. Le hablamos del amplio programa misional así como de la devoción de nuestros jóvenes para servir como misioneros. Pareció interesarse profundamente, y acomodándose en el asiento dijo pensativo: «¡Asombroso! Deben ustedes de tener algo que nosotros no tenemos».
Cabe entonces preguntar qué es lo que causa tal devoción. Acudamos a José Smith en busca de una respuesta. En diciembre de 1839, el Profeta y otros hermanos de la Iglesia fueron a la ciudad de Washington con la intención de lograr que se hiciera justicia a los santos. En una carta que en dicha ocasión se le escribió a Hyrum Smith, se le decía, entre otras cosas, que el Profeta y su comitiva habían tenido una entrevista con el Presidente de los Estados Unidos; de esa carta, cito lo siguiente:
«En la entrevista que tuvimos con el Presidente, él nos preguntó en qué difería nuestra religión de las demás de la época. El hermano José le dijo entonces que diferíamos en el modo de bautizar y de conferir el don del Espíritu Santo por la imposición de manos. Consideramos que todo lo demás concernía al don del Espíritu Santo» (History of The Church of Jesus Christ of Latter-day Saints, 4:42). Tal es el don que se otorga a toda persona cuando se le confirma miembro de la Iglesia y quienes responden a él reciben la guía que necesitan.
El Salvador se refirió al poder del Espíri-tu Santo cuando les dijo a sus discípulos:
«Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuere, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré.
Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio.
Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis sobrellevar. Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad.» (Juan 16:7-8, 12-13.)
Los miembros de la Iglesia reciben el conocimiento y el testimonio de la verdad por medio del Espíritu Santo, y bajo su influencia apoyan voluntariamente la causa del evangelio restaurado de Jesucristo. No importa qué se les pida, responden y lo hacen con gusto. ¿Cómo podría ser de otro modo? El precio se paga con el mayor gusto, como lo refleja la sencilla parábola que dice:
«También el reino de los cielos es semejante a un mercader que busca buenas perlas, que habiendo hallado una perla preciosa, fue y vendió todo lo que tenía, y la compró.» (Mateo 13: 45-46. )
José Smith, refiriéndose a esto, dijo: J «Tal fue y siempre será la situación de los santos de Dios, pues si no tienen un conocimiento cierto de que actúan verdaderamente conforme a la voluntad de Dios, llegarán a hastiarse intelectualmente y finalmente a desmayar, porque tal ha sido y será la contrariedad que reina en el corazón de los incrédulos y de aquellos que no conocen a Dios . . . porque el que un hombre lo sacrifique todo . . . requiere más que una simple creencia o una mera suposición de que es la voluntad de Dios lo que está llevando a cabo, requiere un conocimiento cierto, el darse cuenta cabal de que cuando el sufrimiento llegue a su fin entrará en eterno descanso llegando a ser partícipe de la Gloria de Dios. Bien vale observar al llegar a este punto, que una religión que no requiere el sacrificio de todas las cosas, no tendrá jamás el poder suficiente para producir la fe necesaria para la vida y la salvación» (Lectures on Faith, 6:4, 5, 7).
Desde ciertos ventajosos puntos de vista, algunos tienen el privilegio de ver palpablemente el crecimiento y la vitalidad de la Iglesia viviente, observando claramente que la fe «se aumenta» en la tierra, que el convenio sempiterno de Dios se establece y que se está proclamando la plenitud del evangelio. (D. y C. 1:21.) Esto está en armonía con la revelación dada por medio del profeta José Smith, cuando vivía una de las mayores aflicciones de su vida en la cárcel de Liberty, durante el invierno y la primavera de 1838-39. En esas horas tenebrosas declaró lo siguiente:
«¿Hasta cuándo pueden permanecer impuras las aguas que corren? ¿Qué poder hay que detenga los cielos? Tan inútil le sería al hombre extender su débil brazo para detener el río Missouri en su curso decretado, o devolverlo hacia atrás, como evitar que el Todopoderoso derrame conocimiento del cielo sobre las cabezas de los Santos de los Últimos Días.» (D. y C. 121:33.)
Este conocimiento que el Todopoderoso derrama sobre los Santos de los Últimos Días se refiere a ese conocimiento perdido de la verdadera naturaleza del Padre. y de su Hijo Jesucristo, como asimismo al verdadero propósito y significado de la vida; a la verdadera doctrina del evangelio, que cuando se acepta, engendra la fe en Dios fundamental para la vida eterna. En la oración que Jesús ofreció tanto por sus discípulos como por todos los que en El creyeren, dijo:
«Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado.» (Juan 17: 3.)
El propósito total del plan del evangelio es informar a los hombres que efectivamente pueden conformar sus acciones a los principios del mismo; es ayudar al individuo a encontrarse a sí mismo, a descubrir la forma de solucionar sus problemas. Alguien, refiriéndose a los problemas de la vida, dijo: «Tu mayor problema eres tú mismo, pero también tú mismo eres tu más grande tesoro. Si tan sólo pudieras tomar la firme determinación de averiguar quién eres en verdad y cuál es la razón de tu existencia, y si pudieras descubrir y desarrollar los valiosos rasgos de tu carácter, tu vida emprendería el bello camino del orden . . . He dicho: `si pudieras’, porque este procedimiento requiere sabiduría que te invite a refugiarte en la introspección, en el profundo análisis de ti mismo; quizá te encuentres tan desalentado que hayas llegado aun a darte por vencido ante las contrariedades de la vida. Sin embargo, todo esto no es sino una disposición de ánimo condicionada por las circunstancias que en realidad no constituyen algo definitivo, pues las cosas siempre cambian, y por consiguiente, también el estado de ánimo que las mismas han producido» (Richard Wightman).
El evangelio en su plenitud nos proporciona la ayuda necesaria para que tomemos «la firme determinación de averiguar quiénes somos y por qué existimos».
Un profeta del Libro de Mormón, hablando de las características de Dios, dijo:
«Si el conocimiento de la bondad de Dios . . . ha despertado en vosotros el sentimiento de . . . vuestro estado caído. . . . . éste es el medio por el cual viene la salvación . . .
Creed en Dios; creed que existe, y que creó todas las cosas, tanto en el cielo como en la tierra; creed que él tiene toda sabiduría y todo poder, tanto en el cielo como en la tierra; creed que el hombre no comprende todas las cosas que el Señor puede.
Y además, creed que debéis arrepentiros de vuestros pecados y abandonarlos y humillaros ante Dios, pidiendo con sinceridad de corazón que él os perdone; y si creéis todas estas cosas, procurad hacerlas.» (Mosíah 4: 5, 8-10.)
Si cada persona utilizara esta escritura como base y siguiera el camino que el Salvador señaló como «estrecho y angosto» (véase Mateo 7:14), llegaría a darse cuenta de que en verdad «ella misma es su mayor tesoro». Millones lo han testificado así bajo el poder del Espíritu Santo, al adherirse a la doctrina de la Iglesia verdadera.
Ruego humildemente que Dios nos ayude a comprender esto, y lo hago en el nombre de Jesucristo. Amén.
























