El verdadero maestro

C. G. Octubre 1976logo pdf
El verdadero maestro
Por el élder Vaughn J. Featherstone
del Primer Quórum de los Setenta

Vaughn J. Featherstone«Anduvieron perdidas mis ovejas por todos los montes, y en todo collado alto; y en toda la faz de la tierra fueron esparcidas mis ovejas, y no hubo quien las buscase, ni quien preguntase por ellas. Por tanto, pastores oíd palabra de Jehová . . . » (Ezequiel 34:6-7.)

Al acercarnos al fin de esta maravillosa conferencia, quisiera dirigirme a todos aquellos que enseñan y discutir con ellos el papel del verdadero maestro.

El presidente David O. McKay dijo: «No hay responsabilidad mayor en el mundo que la de la enseñanza del alma humana». Una gran parte de la mayordomía de cada padre y maestro en la Iglesia, es enseñar; y la forma en que llevemos a cabo esta tarea divinamente encomendada,’ puede tener implicaciones eternas.

John Dewey, filósofo estadounidense, ha dicho: «El apremio más profundo en la naturaleza humana es el deseo de sentirse importante; es una necesidad atormentadora e incesante». ¡Qué milagros puede lograr el verdadero maestro demostrando una estima sincera y fortaleciendo la dignidad de la otra persona! El padre o el maestro que con amor satisface esa necesidad, tendrá al niño o a la clase en la palma de su mano.

Hace algunos años el presidente de una estaca pasó por la casa del Maestro Scout de uno de los barrios y lo encontró trabajando con su hijo para arreglar una bicicleta; luego de conversar con ellos por un momento, se fue. Después de unas horas regresó y le sorprendió encontrar a padre e hijo todavía ocupados con la bicicleta, por lo cual, dirigiéndose al Maestro Scout le dijo:

«Creo que si tienes en cuenta las horas que te has pasado arreglando la bicicleta y lo que ganas por hora en tu trabajo, te hubiera salido más barato comprar una nueva». A lo cual su interlocutor le respondió: «Presidente, yo no estoy arreglando una bicicleta; estoy enseñando a un muchacho».

Ese año, veinticuatro muchachos de la tropa de aquel Maestro, alcanzaron el rango de Scout Águila. Los verdaderos maestros no educan las mentes, sino las almas.

Hace poco tiempo, después de una conferencia de estaca en la cual yo había hablado sobre el papel del padre con respecto a su familia, un hombre se me acercó y me dijo que me iba a escribir una carta relacionada con el tema de mi discurso. Al cabo de unos días la recibí y quisiera citar la parte más importante:

«Posiblemente usted no recuerde la breve conversación que tuvimos la semana pasada . . . Yo le dije que tengo un hijo de diecisiete años al cual no le había dicho una palabra de cariño en los últimos nueve años, pero que estaba dispuesto a decirle cuánto lo quiero apenas llegara a casa esa noche.

Este hijo nos ha causado muchas horas de pesar, especialmente durante los dos últimos años. Entre él y yo no ha existido comunicación alguna. ¿No es esto aterrador? Y sin embargo, ahora comprendo que los momentos de desdicha que nos ha causado, son nada comparados a la terrible soledad que él mismo debe de haber sentido en todos estos años. ¡Cuántas noches se habrá ido a la cama sintiéndose rechazado y desdeñado por mí, su padre!»

Me gustaría parafrasear una expresión del presidente Lee: «La enseñanza más importante que podamos dar, es aquella que impartimos entre las paredes de nuestro propio hogar». Tenemos la sagrada obligación de enseñar a nuestros hijos los principios de verdad; pero igualmente importante es amarlos y cuidarlos siguiendo la guía que nos dejó el Maestro.

El verdadero maestro no se forja en un molde en el mundo espiritual para después lanzarlo a la tierra en el momento preciso. Cada uno de nuestros líderes puede ser un verdadero maestro. Quizás su notoriedad no pase más allá de su quórum o clase, pero su influencia puede perdurar por toda una eternidad.

A veces, nos encontramos un poco confundidos en nuestras prioridades. Quisiera citar un artículo muy interesante al respecto, por el cual estoy en deuda con el presidente John Sonnenberg. Su título es «¿Volverá Marcos?»:

Cuando Marcos tenía tres años quiso tener un lugar con arena para jugar. Su padre dijo entonces: «¡Adiós al jardín! Tendremos niños por todo, día y noche, que pisotearán el césped y al fin lo destruirán». Y la madre de Marcos dijo: «El césped volverá».

Cuando Marcos tenía cinco años quiso un juego de columpios para poder volar por los aires, y barras para trepar y estar cerca del cielo. Su padre dijo: «¡Caramba! He visto esos aparatos en algunos jardines. Son horribles. Todo el día se pasarán los chicos pisoteando el césped. ¡Lo matarán!» Pero la madre dijo: «El césped volverá «.

Un tiempo después, mientras inflaba la pequeña piscina de plástico, muy serio el papá de Marcos advirtió: «Ya verás. Lo mojarán todo, tendrán, batallas con agua todos los días y no podrás salir al jardín sin hundirte en el barro hasta el cuello, y el nuestro será el único césped amarillo del barrio.» Mas la madre respondió:

«No te preocupes querido. El césped volverá.»

Cuando Marcos tenía doce años, ofreció su jardín a los muchachos para que acamparan  en él durante la noche. Al verlos clavar  estacas y levantar tiendas, el padre de  Marcos dijo: «Sabes que esas tiendas y esos muchachos pisoteando todo, matarán cada brizna de pasto de nuestro jardín, ¿Verdad? ¡No me respondas ya se lo que vas a decir: ‘El césped volverá'».

Cuando pareció que la nueva semilla empezaría a  arraigar, todo se cubrió de nieve y los rápidos trineos de los niños dejaron sus acanaladas huellas por el jardín. El padre de Marcos sacudió la cabeza y con voz desanimada dijo: «Nunca he pedido mucho en la vida. Sólo quisiera recrear la mirada en una porción de verde y fresco césped.» Y la madre de Marcos dijo una vez más: «No te preocupes. El césped volverá».

Marcos tiene va dieciocho años. El césped está fresco y hermoso, verde y brillante, como suave alfombra, dónde hace un tiempo estuvo pisoteado, donde las bicicletas dejaban su huella y los niños hacían pozos con sus palas, en busca de lombrices. Pero el padre de Marcos no lo nota. Sus ojos escudriñan la distancia más allá del hermoso jardín, y el ansia de su voz se vuelca en una pregunta: «¿ Volverá Marcos? ¿Volverá? . . . «

El verdadero maestro enseña con una actitud de profunda caridad y cada vez que se enfrenta a un problema, se pregunta: «¿Qué haría el Maestro en mi lugar?».

En 1966, el presidente Kimball dio un discurso ante los maestros y directores de seminarios e institutos de la Iglesia titulado, «Lo que espero que enseñéis a mis nietos». Todo maestro en la Iglesia debería leerlo, pues está lleno de profundas verdades, algunas de las cuales quisiera citar:

«Os saludo, educadores e inspiradores de nuestra juventud. Vuestra responsabilidad es tremenda y vuestra oportunidad de ser salvadores, casi ilimitada. No disculpamos a los padres que fracasan como tales, pero debemos poner la mayor parte de esta carga sobre vuestras fuertes espaldas. Vuestra obra tiene que ser brillante y eficaz.

Dependo enteramente de vosotros para que enseñéis a mi descendencia. Tenemos veintiséis nietos; uno de ellos murió siendo pequeñito y está con el Padre ahora; otros dos ya son casados; pero tenemos veintitrés más a quienes vosotros tenéis que enseñar. Ese es uno de los motivos por los cuales me preocupa la clase de personas que empleamos en la enseñanza . . . Quiero que sean personas de valor y fe, de convicciones firmes, y de vida ejemplar. Y esto deseo, no sólo para los míos, sino para todos los miles de jóvenes Santos de los Últimos Días.

Por sobre todas las cosas, deseo que, les inculquéis la fe en el Dios viviente y en su Hijo Unigénito; no una aceptación superficial e intelectual de un Ser Superior, sino un profundo sentimiento espiritual de dependencia e intimidad con el Padre . . . Espero que les enseñéis corrección, pura y absoluta. Espero que si hay hijos de Dios que estén en tinieblas espirituales, vosotros podáis iluminar su camino con vuestra luz; que si los veis en un yermo de desolación espiritual, os acerquéis a ellos tomándolos de la mano y caminéis con ellos, elevándolos, fortaleciéndolos, alentándolos e inspirándolos.»

Sí, debemos enseñar a nuestros jóvenes las verdades del evangelio con esa clase de convicción.

El verdadero maestro tiene que ser puro. Su labor es, en primer lugar, salvar el alma de sus alumnos. Si hacemos todo esfuerzo en otros sentidos, y perdemos el alma de un joven, habremos fracasado en lo más sagrado de nuestra mayordomía. Todo joven que ande extraviado, al oír la voz de un verdadero maestro, volverá al camino.

Que Dios os bendiga, padres, obispos, líderes y maestros de nuestros jóvenes, en todas las organizaciones de la Iglesia. Vosotros habéis sido elegidos en una época especial y con la misión especial de ser verdaderos maestros de una gran generación. En el nombre de Jesucristo. Amén.

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