C. G. Abril 1977
«… Así haced vosotros con ellos”
élder Mark E, Petersen
del Consejo de los Doce
El hermano Monson y yo hemos viajado juntos muchos kilómetros a lo largo de muchos años. Y ahora, con su permiso, quisiera viajar un poco más con él por el «camino a Jericó».
Una vez, Jesús les hizo a los fariseos esta pregunta: «¿Qué pensáis del Cristo?». Aquellos hombres estaban tan errados en sus ideas, que «nadie le podía responder palabra…» (Mat. 22:42,46). Y, sin embargo, aquella pregunta era tan vital para sus propios intereses, como lo es actualmente para nuestro bienestar.
¿Qué pensáis del Cristo?
Los Santos de los Ultimaos Días lo pueden identificar inmediatamente:
Cristo es Jesús de Nazaret, nacido en Belén y cuya madre era María; es nuestro Creador y nuestro Redentor; es el divino Hijo de Dios.
Pero sabiendo quién es El, ¿qué debemos hacer respecto a ese conocimiento? ¿Debemos aceptarlo plenamente, u olvidarlo por completo? ¿Debemos adoptar una actitud indiferente, transigiendo en nuestras creencias de acuerdo con las presiones del momento?
Los errados fariseos se vanagloriaban de sus ceremonias y rituales; pero aun así fueron acusados por el Señor por descuidar los aspectos más importantes de la ley: la justicia, la misericordia y la práctica de una fe absoluta, lo cual da como resultado las buenas obras.
Cuando el Salvador hablaba de estos asuntos se refería a relaciones personales de la gente, y es muy significativo ver que éstas eran una parte vital de su evangelio. Ciertamente, es interesante saber que la forma en que nos comportemos con nuestros semejantes, va a determinar en gran manera nuestra situación en el Reino de los Cielos. En otras palabras, quizás nosotros también seamos como los antiguos fariseos, asistiendo a nuestras ceremonias y rituales, pero olvidando los asuntos más importantes como la bondad fraternal, honestidad, misericordia, virtud e integridad. No debemos olvidar jamás que si omitimos en nuestro carácter alguna de estas cualidades, quizás se nos juzgue indignos de entrar en la presencia del Señor.
Pensemos por un momento en el gran mandamiento de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos (Mat. 22:38-39). ¿Cuántos lo observamos? Recordemos que éste es de igual importancia al primer gran mandamiento que es amar a Dios con todo nuestro corazón y nuestra alma. Consideremos también el mandamiento de hacer por los demás lo mismo que queremos que ellos hagan por nosotros. ¿Cuántos vivimos esa ley? ¿Cuántos recorremos el camino a Jericó?
Volved a leer la Parábola del Buen Samaritano en Lucas, capítulo 10, versículos 30 a 37, y al hacerlo tened en cuenta la última parte del capítulo 25 de Mateo. -,No nos enseñan estas escrituras que si no hacemos el bien a nuestros semejantes, ponemos en serio peligro nuestra salvación? Estas son las palabras del Señor:
«Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; fui forastero, y no me recogisteis… enfermo, y en la cárcel, y no me visitasteis.
De cierto os digo que en cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis.» (Mat. 25:42-43, 45.)
Aquellos a quienes hablaba, que de tal manera habían sido indiferentes, no se contaban entre las ovejas de su rebaño, ni estaban entre sus amados, sino en donde había lloro y crujir de dientes. «E irán éstos al castigo eterno» (Mat. 25:46).
En la primera Epístola de Juan se nos dice que si no somos capaces de amar a nuestro prójimo, a quien hemos visto, no podemos decir que amamos a Dios, a quien no hemos visto nunca. (1 Juan 4:7-20.)
¿Dedicáis de vez en cuando tiempo para leer el Sermón del Monte? Su tema se dedica, en su mayoría, a las relaciones que debemos tener unos con otros. Me gustaría mencionar algunos de sus principios, tal como aparecen en el Libro de Mormón:
«Por tanto, si vienes a mí, o deseas venir a mí, y te acuerdas que tu hermano tiene algo contra ti,
Ve a tu hermano, y reconcíliate primero con él, y entonces ven a mi con firme propósito de corazón, y yo te recibiré.» (3 Ne. 12:23-24.)
¿Podríamos suponer, ni siquiera por un momento, que el Señor nos recibiría igual en otras condiciones?
«Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, vuestro Padre Celestial os perdonará también;
Mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, vuestro Padre tampoco os perdonará vuestras ofensas.» (3 Ne. 13:14-15.)
Observad el gran principio que se pone de manifiesto en estas palabras: si no perdonamos a los demás sus ofensas, tampoco nuestro Padre Celestial perdonará las nuestras. ¿Podremos acaso entrar en su reino con pecados que no nos han sido perdonados?
«No juzguéis, para que no seáis juzgados.
Porque con el juicio que juzgarais seréis juzgados; y con la medida que midiereis, se os medirá de vuelta.» (3 Ne. 14:1-2.)
En Doctrinas y Convenios leemos «que el Señor vendrá para recompensar a cada hombre según sus obras, y a repartirle a cada hombre conforme a la medida con la que él haya repartido a su prójimo» (D. y C. 1: 10).
Esta enseñanza merece nuestra seria consideración, pues en el día del juicio el Señor repartirá a cada uno de acuerdo con la forma en que hayamos actuado con nuestros semejantes. Aunque la idea nos resulte atemorizante, es un factor esencial en el sistema divino de juicio. ¿Comprendemos su verdadero significado? ¿Nos damos cuenta de cómo hemos de cosechar lo que sembremos? Este principio que nos indica la manera en que Dios ha de juzgarnos, nos muestra un nuevo aspecto del mandamiento de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, y debería ser suficiente para persuadirnos a tomarlo en serio. También nos hace comprender mejor el profundo significado de la Regla de Oro: «Así que cuanto queréis que los hombres hagan con vosotros, así haced vosotros con ellos…» Y para dar mayor énfasis al mandamiento, el Señor dijo: «porque ésta es la ley y los profetas» (3 Ne. 14:12).
Esto no es algo que podemos hacer a un lado con indiferencia. Y lo que lo hace aún más imperativo es otra declaración del Señor en el Sermón del Monte, que me infunde respetuoso temor:
«… porque en verdad os digo que si no guardáis mis mandamientos que ahora os he dado, de ningún modo entrareis en el reino de los cielos. » (3 Ne. 12:20. Cursiva agregada.)
Atemorizante, ¿verdad?
Junto con esta escritura debemos recordar otra:
«Y aquel que no perseverara hasta el fin es el que será cortado y echado en el fuego, de donde nunca más puede volver, por motivo de la justicia del Padre.
Y nada impuro puede entrar en su reino; por tanto, nadie entra en su reposo, sino aquel que ha lavado sus vestidos en mi sangre, mediante su fe, el arrepentimiento de todos sus pecados y su fidelidad hasta el fin.» (3 Ne. 27:17, 1 9.)
¿No os inquietan estas palabras? ¿No os convencen de que debemos tomar muy en serio los mandamientos del Señor?
Cuando nos preguntamos qué pensamos del Cristo, también deberíamos preguntarnos si verdaderamente aceptamos las altas normas de vida que El ha establecido como requisito para entrar en su reino. Obedecerlas, significa poner aceite en nuestras lámparas, como enseñó El en la Parábola de las Diez Vírgenes; en otras palabras, estar preparados.
Si esperamos entrar en su reino, no podemos tomar sus mandamientos como si fueran optativos. Si somos despiadados, inicuos, deshonestos o crueles; . si somos hipócritas, aparentando ser piadosos aunque nuestro corazón esté lleno de maldad, echamos nuestra esperanza de salvación a los cuatro vientos; a menos, claro está, que nos arrepintamos.
Cuando habló con los nefitas, el Salvador les preguntó: «¿qué clase de hombres debéis de ser?» y El mismo les dio la respuesta: «En verdad os digo, debéis de ser así como yo soy» (3 Ne. 27:27).
Todos recordamos las conocidas palabras:
«No todo aquel que me dice: Señor, entrará en el reino de los cielos; sino el que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los cielos.»
También tendríamos que meditar estas palabras, puesto que las protestas de fe solamente no nos darán entrada en el reino, aunque digamos:
«Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, y en tu nombre no hemos echado demonios, y no hemos hecho, en tu nombre, muchas maravillas?»
Porque si no hemos obedecido los aspectos más importantes de la ley, y sido justos con nuestros semejantes, con toda seguridad El ha de decirnos:
«Nunca os conocí; apartaos de mí, obradores de iniquidad.» (3 Ne. 14:21-23.)
Esta escritura nos ayuda a comprender mejor las palabras de Pablo:
«Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe.
Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy.
Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve.» (1 Cor. 13:13.)
¿De qué amor está hablando? Del amor puro de Cristo, que nos hace amar tanto a Dios como a nuestros semejantes. En el libro de Alma encontramos más aclarado este concepto:
«Por tanto, si no os acordáis de ser caritativos, sois como la escoria que los refinadores desechan (por no tener valor), y es hollada de los hombres.» (Al. 34:29.)
A pesar de que el Señor trata de enseñarnos que no podemos servir a dos dioses, muchos todavía tratan de hacerlo.
¿Por qué es El tan estricto al requerir absoluta obediencia de nosotros? Es porque espera que lleguemos a ser perfectos como El, lo cual es el único objeto de nuestra existencia como hijos de Dios. Puesto que nada impuro puede entrar en su presencia, debemos tratar de perfeccionarnos aquí en la vida mortal, recordando siempre que no podemos lograr la perfección por medios imperfectos. Ese es el motivo por el cual Dios es tan estricto y no puede contemplar el pecado con el más mínimo grado de tolerancia.
Uno de nuestros grandes problemas es que somos negligentes en trata.- de cumplir los mandamientos. Con respecto a esto, el Señor dijo:
«… no conviene que yo mande en todas las cosas; porque aquel que es compelido en todo, es un siervo flojo y no sabio; por lo tanto, no recibe ningún galardón.
… el que no hace nada hasta que se le manda, y recibe un mandamiento con corazón dudoso, y lo cumple desidiosamente, ya es condenado.» (D. y C. 58:26,29.)
El profeta Abinadí nos hace comprender mejor este principio con las siguientes palabras:
«… el Señor no redime a ninguno de los que se rebelan contra él, y mueren en sus pecados; sí, todos aquellos que han perecido en sus pecados desde el principio del mundo, que voluntariamente se han rebelado contra Dios, y que, sabiendo los mandamientos de Dios, no quisieron observarlos, éstos son los que no tienen parte en la primera resurrección.
Porque ninguno de éstos alcanza la salvación, por cuanto el Señor a ninguno de ellos ha redimido; ni tampoco puede redimirlos…» (Mosíah 15:26-27.)
No obstante, el Señor invita a todas las personas a que vayan a El, a condición de que se arrepientan:
«Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.
Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas;
porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga.» (Mat. 11:28-30.)
Por lo tanto, ¿qué debemos hacer?
Debemos buscar «primeramente el reino de Dios y su justicia» (3 Ne. 13:33). Debemos dar al Evangelio de Jesucristo prioridad en nuestra vida, servir a Dios con to o nuestro corazón, y actuar con los demás como queremos que ellos actúen con nosotros. Debemos viajar por el «camino a Jericó». Que podamos hacerlo, es mi humilde y ferviente oración, en el sagrado nombre del Señor Jesucristo. Amén.
*Se refiere al tema del discurso del élder Monson, que aparece en este mismo número de Liahona
























