Conferencia General Octubre 1977
Jesús el Cristo
por el presidente Spencer W. Kimball
Amados hermanos, hemos llegado al fin de nuestra conferencia, en la cual hemos sido muy bendecidos. Habéis oído a más de treinta discursantes, dar su testimonio de la divinidad de Jesucristo. Fue El, Jesucristo, quien se levantó de la tumba como ser resucitado, y El quien:
. . . aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia;
y habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen.» (Heb. 5:8-9.)
Fue este Jesucristo quien dio revelaciones a sus profetas y les comunicó mediante Juan el Revelador:
«Yo soy el Alfa y la Omega, el primero y el último . . .
El que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos. Amén; y tengo las llaves de la muerte y del Hades.” (Apoc. 1:11, 18.)
Fue El, Jesucristo, en su condición glorificada quien vino a los antepasados de los indios, entre quienes es conocido como el Gran Espíritu Blanco, el Dios Hermoso, y muchos otros nombres.
Fue El, Jesucristo, nuestro Salvador, quien se presentó a la sorprendida multitud en el Jordán (Mat. 3:1317), en el sagrado monte de la transfiguración (Mat. 17:1-9), en el templo de los nefitas (3 Nefi 11-26), y en un bosque de Palmyra, Nueva York (J. Smith 2:17-25); la persona que lo presentó en aquella ocasión era nada menos que su verdadero Padre, el sagrado Elohim, a quien El se parecía, y cuya voluntad cumplía.
Mucha gente ha crecido con la idea de que es al Padre a quien se referían en el Antiguo Testamento, siempre que se le da el título de Dios o Señor.
Es de destacar que el Padre, Dios, Elohim, vino a la tierra en cada ocasión necesaria, para presentar al Hijo a cada nueva dispensación, a cada nuevo pueblo, después de lo cual Jesucristo, el Hijo, llevó a cabo su obra.
Esto volvió a suceder en nuestra propia dispensación, cuando ambos seres, el Padre y el Hijo, volvieron a la tierra en persona y aparecieron a un hombre. Este sagrado acontecimiento es descrito por el devoto y preparado jovencito que recibió la visión.
Muchos hay que tienen diferentes conceptos del Creador. Muchos profesan creer en Dios pero no saben como es. O tal vez ni siquiera esperen poder ver a su Creador. Quizás tampoco lo reconozcan cuando venga, puesto que no saben qué esperar de El.
La montaña, el río, el volcán, han llegado a ser dioses para muchos; pero el hombre en su vana búsqueda se ha creado un dios que no tiene forma, poder, ni sustancia.
Jesucristo es el Dios de este mundo, y así lo ha manifestado claramente en las muchas veces que se ha presentado al hombre. A Abraham le dijo: «Mi nombre es Jehová . . .’ (Ab. 2:8). Y Abraham declaró: «Así fue que yo, Abraham, hablé con el Señor cara a cara, como un hombre habla con otro; y me habló de las cosas que sus manos habían hecho.» (Ab. 3:11.)
Y en el libro de Moisés dice lo siguiente con respecto al Hacedor:
«Y vio a Dios cara a cara y habló con El; y la gloria de Dios cubrió a Moisés; por tanto, éste pudo aguantar su presencia.
Y Dios le habló a Moisés diciendo: He aquí, soy Dios el Señor Omnipotente, y Sin Fin es mi nombre . . .» (Moisés 1:23.)
En el primer siglo que había pasado en esta tierra, aquellos del pueblo que habían leído las Escrituras y comprendido que las mismas habrían de cumplirse, se reunieron en una gran multitud alrededor del templo, en la tierra de abundancia; y allí se maravillaban y conversaban acerca de este Jesucristo, de cuya muerte había sido dada la señal.
«Y acaeció que mientras así conversaban, unos con otros, oyeron una voz como si viniera del cielo . . . sí, los penetró hasta el alma, e hizo arder sus corazones.
Y he aquí, la tercera vez entendieron la voz que oyeron; y les dijo:
He aquí a mi Hijo Amado, en quien me complazco, en quien he glorificado mi nombre: a El oíd.
Y aconteció que según entendían, dirigieron la vista hacia el cielo otra vez; y he aquí, vieron a un Hombre que descendía del cielo; y llevaba puesta una túnica blanca; y descendió y se puso en medio de ellos. Y los ojos de toda la multitud estaban en El, y nadie se atrevía a abrir la boca., ni siquiera el uno al otro, para preguntar lo que significaba, porque suponían que era un ángel que se les había aparecido.
Y aconteció que extendió su mano, y dirigiéndose al pueblo, dijo:
«He aquí, soy Jesucristo, de quien los profetas testificaron que vendría mundo.
Y he aquí, soy la luz y la vida del mundo; y he bebido de la amarga copa que el Padre me ha dado, y he glorificado al Padre, tomando sobre mí los pecados del mundo, con lo cual he cumplido la voluntad del Padre en todas las cosas desde el principio.» (3 Nefi 11:3, 6-11.)
Después de una larga disertación en la que les explicó la doctrina del cristianismo, dijo el Señor:
Mas he aquí, vosotros habéis oído mi voz y también me habéis visto; y sois mis ovejas, y nombrados sois entre los que mi Padre me ha dado.» (3 Nefi 14:24.)
«Viniendo Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos diciendo: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo de Hombre?
Ellos dijeron: Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros Jeremías, o alguno de los profetas.
El les dijo: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.
Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos.
Y yo también te digo que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi Iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella.
Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos.
Entonces mandó a sus discípulos que a nadie dijesen que El era Jesús el Cristo.» (Mat. 16:13-20.)
Allí estaban las sagradas llaves del reino de los cielos, para poder atar en los cielos todo aquello que, mediante la autoridad debida, fuera atado en la tierra.
La sólida y firme roca de la revelación fue el medio por el cual los apóstoles supieron que El era el Cristo, el Hijo del Dios viviente, es esa misma revelación sobre la cual se edificaría la Iglesia de Dios, y contra la cual no prevalecerían las puertas del infierno.
«El siguiente día vio Juan a Jesús que venía a él, y dijo: He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.
Y yo le vi, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios.
Y mirando a Jesús que andaba por allí, dijo: He aquí el Cordero de Dios.» (Juan 1:29, 34, 36.)
Tenemos también el testimonio de Pedro:
«Pues tengo por justo, en tanto que estoy en este cuerpo, el despertaros con amonestación: sabiendo que en breve debo abandonar el cuerpo, como nuestro Señor Jesucristo me ha declarado.
También yo procuraré con diligencia que después de mi partida vosotros podáis en todo momento tener memoria de estas cosas.
Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad.
Pues cuando El recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía Este mi Hijo Amado, en el cual tengo complacencia.
Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con El en monte santo.» (2 Pe. 1:13-18.)
Ciertamente todos éstos son grandes testimonios de nuestro Salvador Jesucristo.
Esta ha sido una hermosa conferencia, y al pronunciarse cada uno de esos maravillosos sermones, he escuchado con profunda atención y he decidido que después de esto, seré un hombre mejor. He escuchado las instrucciones y sugerencias, y espero que cada persona que las haya oído o las lea, tome la misma determinación. Todas las cosas que hemos oído están en armonía con las enseñanzas de Jesucristo, y han sido hermosamente presentadas por hombres que están dedicados al servicio del Señor. Os exhorto a que, al regresar a vuestro hogar, meditéis en todo lo que habéis oído. Y si os encontráis en alguna de las situaciones mencionadas aquí, ved que podáis hacer uso de estos consejos en forma de que os ayuden a retomar el camino hacia esa perfección que el Señor espera de nosotros.
Mis amados hermanos, ha sido glorioso poder estar con vosotros. Que la paz os acompañe. Que podáis regresar a vuestro hogar y encontrar bien a los que dejasteis. Os dejamos esta conferencia con gran amor, y esperamos que ella sea un elevado peldaño de éxito en vuestra vida. Y una vez más quiero deciros: Dios vive. Jesús es el Cristo. Y todos los testimonios que se os han ofrecido, por medio de la palabra, el canto y la oración, quedan con vosotros en el nombre de Jesucristo. Amén.
























