Y contemplamos su gloria

C. G. Abril 1977logo pdf
Y contemplamos su gloria
Por el élder David B. Haight
del Consejo de los Doce

David B. HaightEl presidente Spencer W. Kimball es el Profeta de Dios para todo el mundo. No solamente los cielos no están sellados, como muchas personas suponen, sino que hay aquí un Profeta viviente cuyas advertencias y consejos se hallan disponibles para todos quienes quieran escuchar. El es el ungido del Señor para toda la humanidad.

La pascua está próxima. Durante algunas horas, muchos en el mundo, creyentes y no creyentes recordarán por medio de grabados, historias y mensajes de los medios de comunicación o desde los púlpitos de las iglesias, los acontecimientos que culminaron en la muerte y resurrección de nuestro Señor.

Las fragmentarias narraciones del breve ministerio del Salvador son suficientes para que podamos, al menos, sentir su gran amor. El desea ayudarnos y nos dará a cada uno de nosotros tanto de su propio Espíritu como seamos capaces de aceptar. Su obra y su gloria es salvar a toda la humanidad.

A medida que leo y medito en las enseñanzas de Cristo, que hemos recibido para que nos ayuden a comprender sus propósitos, y a medida que asisto a los milagrosos acontecimientos que hoy día tienen lugar en la propagación de su obra, siento una gran emoción que embarga mi pecho, un testimonio de sus eternas verdades.

Poco antes de la traición de que fue víctima nuestro Salvador y de los acontecimientos subsiguientes, tuvo lugar el evento que hoy conocemos con el nombre de la Transfiguración, y que estoy seguro es tan significativo para iluminar espiritualmente a los tres testigos personales que la contemplaron, como a nosotros mismos.

Los autores del Antiguo Testamento nos dicen que el Salvador llevó consigo a sus tres más queridos e ilustres discípulos, a la cumbre de una elevada montaña —Lucas dice simplemente «una montaña» (Lucas 9:29), con el fin de encontrar un lugar apartado donde poder arrodillarse para orar y prepararse para lo que acontecería muy pronto.

Debió ser al atardecer, cuando el Señor subió a la montaña con esos tres testigos especiales: Santiago y Juan, conocidos como «los hijos del trueno», y Pedro, «el hombre de piedra». Quizás no solamente experimentara Jesús el sentimiento de paz celestial que debió proporcionarle aquella oportunidad de comunión con su Padre, sino aún más, el de que en la hora venidera sería asistido por ministraciones que no eran de esta tierra. Iba a ser iluminado con una luz que no necesitaba del resplandor del sol, la luna ni las estrellas. El había ido allí a prepararse para su próxima muerte; había llevado consigo a sus tres Apóstoles en la confianza de que ellos, tras haber visto su gloria —la gloria del Unigénito del Padre—, pudieran ser fortalecidos, para que su fe pudiera reforzarse con el fin de prepararlos para los insultos y humillantes acontecimientos que a continuación tendrían lugar.

Por lo que se ha escrito, sabemos que el Salvador, habiendo encontrado un lugar apartado, se arrodilló y oró. Mientras oraba a su Padre, fue elevado por encima de los temores y debilidades del mundo que le había rechazado. Mientras oraba, se transfiguró; su semblante resplandecía como el sol, sus vestiduras se volvieron de un blanco como el de la nieve de los campos, y una irradiación luminosa lo circundó. Su figura entera reflejaba tan divino resplandor, que los evangelistas solamente pueden comparar la celestial escena con la luz del sol o el blanco de la nieve. Dos figuras aparecieron y permanecieron de pie a su lado: Moisés y Elías. Cuando la oración terminó, y sin duda aceptada la prueba rigurosa, cayó sobre El la plenitud de la gloria del cielo, un testimonio más de su divino parentesco y poder.

La narración de Lucas indica que los tres apóstoles no fueron testigos del comienzo de la maravillosa transfiguración, sino que, al igual que más tarde en Getsemaní, «estaban rendidos de sueño»; pero repentinamente se encontraron despabilados, y entonces vieron y oyeron. En la oscuridad de la noche, los apóstoles vieron una intensa luz y a su Señor en glorificada apariencia; junto a El, en esa misma luz gloriosa, había dos personas que según ellos supieron, eran Moisés y Elías. Sin duda, éstos hablaron con Jesús de su próxima muerte en Jerusalén.

La narración dice que cuando la visión comenzó a desvanecerse, lo primero que se le ocurrió a Pedro, aparentemente ansioso por detener la partida de los visitantes celestiales, fue:

«Maestro, bueno es para nosotros que estemos aquí; y hagamos tres enramadas, una para ti, una para Moisés y una para Elías.» (Lu. 9:33.)

Quizá ellos se sorprendieran por la inadecuada propuesta del vehemente Pedro, a quien todavía le faltaba comprender el significado de los acontecimientos de esa noche. Pero aún mientras él hablaba, una nube de brillante luz cubrió a Jesús y a sus visitantes celestiales, Moisés y Elías, así como a los tres apóstoles, y se oyó una voz que dijo: «Este es mi Hijo amado; a él oíd» (Lu. 9:35).

Los tres apóstoles cayeron postrados y escondieron sus rostros. La narración no explica claramente cuánto tiempo transcurrió hasta que Jesús llegó hasta ellos y los tocó, pero cuando alzaron los ojos, todo había pasado; la nube luminosa se había disipado; los rayos de luz, las figuras resplandecientes, habían desaparecido, y estaban solos con Jesús. La única luz que se veía era la que las estrellas reflejaban en las faldas de la montaña.

Tras semejante experiencia, parece que los apóstoles vacilaban en levantarse, pero Jesús, con la misma apariencia que le habían visto antes de que se arrodillara para orar, los tocó diciendo: «Levantaos, y no temáis» (Mateo 17:7).

Seguramente, estaría amaneciendo el día cuando descendieron de la montaña. Jesús les instruyó de que no dijeran nada a nadie hasta que El hubiera resucitado de la muerte. La visión había sido para ellos, para que la meditaran profundamente en su corazón, y no debían contarla a los demás apóstoles. Ellos siguieron las instrucciones de Cristo, pero no podían entender el completo significado de sus palabras. Solamente podían hablar de esas cosas entre ellos o preguntarse en silencio qué podría significar «resurrección de la muerte». Pero lo que plenamente supieron entonces, es que su Señor era verdaderamente el Cristo, el Hijo de Dios.

Aunque nos resulte difícil comprenderlo, Jesús mismo tuvo que ser asistido y fortalecido por Moisés y Elías con el fin de prepararlo para el sufrimiento y la agonía con que tendría que enfrentarse, al llevar a cabo la redención eterna de toda la humanidad. A los pocos días, en el Jardín de Getsemaní, un ángel lo confortó nuevamente, cuando sudaba gotas de sangre.

Los tres apóstoles escogidos fueron instruidos sobre su próxima muerte, así como su resurrección, lo cual fortaleció a cada uno de ellos durante los memorables días venideros, Más tarde, Juan testificó sobre esto, diciendo: «…y vimos su gloria, (gloria como del unigénito del Padre)…» (Juan 1: 14); y Pedro, hablando de su experiencia personal, escribió:

«Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad.

Pues cuando él recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi Hijo amado en el cual tengo complacencia.

Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo.» (2 Pedro 1:16-18.) Solamente ellos, Pedro, Santiago y Juan, vieron la gloria y majestad de Jesús transfigurado, e indudablemente recibieron las llaves del reino. También estuvieron presentes en el Jardín de Getsemaní donde presenciaron su sufrimiento, cuando tomó sobre sí los pecados del mundo para poder redimirnos a todos de la caída y para demostrarnos, por medio de su resurrección, que es el Unigénito del Padre en la carne y el Redentor del mundo.

Esos tres mismos testigos que estuvieron en el monte, Pedro, el más antiguo de los Apóstoles de Cristo, y Santiago y Juan, aparecieron en 1829 a Joseph Smith y Oliverio Cowdery, para conferir sobre ellos el Sacerdocio de Melquisedec y darles las llaves del reino y el apostolado. El mismo Jesucristo, y después Moisés, Elías y Elías el Profeta, aparecieron a José y Oliverio en el Templo de Kirtland, para darles autoridad y encomendarles otras llaves esenciales de esta dispensación. El Profeta registró el hecho con las siguientes palabras:

«En la tarde ayudé a los otros presidentes a repartir la Santa Cena del Señor a la Iglesia, recibiéndola de los Doce, a quienes tocó el privilegio de oficiar en la mesa sagrada ese día. Después de haber cumplido este servicio a mis hermanos, me retiré al púlpito, estando los velos tendidos, y me hinqué con Oliverio Cowdery en solemne y silenciosa oración. Al levantarnos, después de orar, se nos reveló a los dos la siguiente visión.

El velo desapareció de nuestras mentes, y los ojos de nuestro entendimiento fueron abiertos.

Vimos al Señor sobre el barandal del púlpito, delante de nosotros; y debajo de sus pies había una obra pavimentada de oro puro del color del ámbar.

Soy el principio y el fin; soy el que vive, el que fue muerto; soy vuestro abogado con el Padre.

Después de cerrarse esta visión, los cielos de nuevo se abrieron ante nosotros. Se nos manifestó Moisés, y nos entregó las llaves de la congregación de Israel…

Después de esto, apareció Elías y entregó la dispensación del evangelio de Abrahán, diciendo que en nosotros y en nuestra simiente todas las generaciones después de nosotros serían bendecidas.

Terminada ésta, otra visión grande y gloriosa se desplegó ante nosotros; porque Elías el profeta, el que fue llevado al cielo sin gustar de la muerte, se puso delante de nosotros, y dijo:

He aquí, ha llegado el tiempo precioso anunciado por boca de Malaquías…

Por tanto, se entregan en vuestras manos las llaves de esta dispensación; y por esto podréis saber que el día grande y terrible del Señor está cerca, aun a las puertas.» (D. y C. 110: Encabezamiento 1-2, 4, 11-14, 16.)

Mensajeros celestiales entregaron a José Smith las llaves divinas, el poder y la autoridad para esta dispensación de la plenitud de los tiempos. Esas llaves —las mismas que se entregaron a Pedro, Santiago y Juan en el monte—, nos autorizan a llevar el evangelio a todas las naciones y declarar el poder, la gloria y majestad de nuestro Señor Jesucristo, y que el día de su venida está cercano. El actual Profeta de Dios, posee hoy día esas llaves y autoridad. Invitamos a la gente en todo lugar a que investigue el divino mensaje que tenemos para ofrecer a toda la humanidad.

Os testifico con toda sinceridad de la verdad de estas cosas, en el nombre de Aquel a quien honramos, adoramos y amamos como nuestro Salvador y Redentor, Jesús el Cristo. Amén.

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