Conferencia General Octubre 1978
Guardianas del reino
Hermana Ruth H. Funk
Ex Presidenta de la Mesa General de Mujeres Jóvenes
Grande será nuestro gozo si podemos, aunque sea ínfimamente, ser instrumentos para servir al Señor. Las hijas de Dios ha quienes hemos oído cantar, representan a los cientos de miles de mujeres en todo el mundo, nuestras valientes hermanas de quienes mucho depende, firmes guardianas del reino de Dios. Aunque los kilómetros nos separan, el Espíritu nos une. Hemos venido a recibir el consejo del Profeta de Dios. De acuerdo con las palabras de un conocido editor estadounidense, «si existe una respuesta para la decadencia moral del mundo actual, tendremos que recibirla por medio de la Iglesia Mormona, que declara tener revelación continua». De esto, os doy mi ferviente testimonio.
Esta noche, nuestro Profeta nos habla a las mujeres miembros de la Iglesia del Señor, pero su mensaje es para toda mujer que tenga oídos para oír, y corazón para comprender.
Aquel cuyo Nombre lleva esta Iglesia, siente el mismo amor incondicional por todos Sus hijos, tanto por los que le conocen como por los que no saben de El. Cualquiera que sea vuestra situación, mis hermanas, El quiere que os Le acerquéis; y lo mismo desea Su vocero en la tierra. Escuchemos la voz del Profeta.
Hoy he venido a hablaros, no por la voz de un llamamiento ni como portadora oficial de una organización, sino como mujer, como esposa, como madre; como sierva del Señor y, aun mas importante, como hija de Dios y miembro de su Iglesia, condición que comparto con la mayoría de aquellas hasta quienes llegan mis palabras. He suplicado a mi Padre Celestial que me guiara al prepararme para esta tremenda responsabilidad. Que Su amor nos unifique, aunque estemos esparcidas por todo el globo terrestre.
Me he sentido inspirada a compartir con vosotras una sagrada experiencia personal, que demuestra tan claramente la realidad, la cercanía y el infinito amor de Jesucristo, que en varias oportunidades he pensado relatarla públicamente; en cada una de esas ocasiones, sentí que no debía hacerlo; pero hoy el Espíritu me susurra que ha llegado el momento. Ojalá que mi relato pueda ayudaros a comprender mejor el interés personal que tiene el Salvador en cada uno de nosotros. Su proximidad es real, El nos ama, y ese amor es mucho mas grande que lo que la mente humana puede comprender.
Nuestras dos primeras hijas, eran niñas sanas y hermosas. Pero durante mi tercer embarazo, se presentó un serio problema que, según la opinión de los médicos, amenazaba mi vida. Estos nos hicieron saber que teníamos dos alternativas: por un lado, probablemente mi muerte; y por el otro, la posibilidad de un aborto terapéutico. En esa ocasión el Espíritu Santo me testificó que yo no tenía alternativa, sino que debía llevar a termino mi embarazo. Otras mujeres, en situaciones similares, pueden muy bien recibir de El una inspiración diferente. Pero aquella era una revelación personal para mi, y la aceptamos. Los meses siguientes fueron angustiosos, meses de suplicar constantemente al Señor que los que me rodeaban pudieran obtener la misma convicción que yo tenia; meses de recurrir al poder del Sacerdocio, mediante las ministraciones de mi esposo. Finalmente, llegamos al termino de nuestra prueba, con el nacimiento de un niño saludable, nuestro primero y único hijo.
Esta es la introducción al incidente que me he sentido inspirada a relataros, y que ocurrió poco antes de que nuestro amado hijito cumpliera los tres años. Un día, súbita e inesperadamente, dejó de respirar y cayó al suelo, aparentemente sin vida. Como mi marido no estaba en casa, llame a mi hija de diez años para que fuera en busca de auxilio, y yo lo lleve al dormitorio; allí, mientras trataba de revivirlo, clame a voces al Señor rogándole que salvara nuestro único varón, y le prometí que si lo hacia, yo me dedicaría por entero a prepararlo a fin de que fuera un instrumento en Sus manos. Pronto llegó la policía, con su equipo de emergencia. Mientras ellos se esforzaban en su tarea salvadora, yo continuaba suplicando fervientemente al Señor que devolviera la vida a nuestro hijo. En el preciso momento en que, como ultimo recurso, iban a inyectarle un estimulante en el corazón, el soltó el llanto. Mis oraciones habían sido contestadas; pero aun recibiría un testimonio mas del hecho, en la forma mas inesperada.
A la mañana siguiente, el pequeño estaba sentado en las rodillas de su padre, cuando le dijo: «Ayer estuve sentado en las rodillas de Jesús. Lo mire a los ojos y me sentí muy feliz. Yo quería quedarme allá con El, pero El me dijo que debía volver a casa, con ustedes».
Aun ahora, veinticuatro años después del acontecimiento, el recuerda vívidamente el intenso amor que experimentó durante su breve paso fuera de este mundo. Mi hijo es un hombre sano y justo, y trata continuamente de servir al Señor.
En la misma forma que aquel niño, durante breves instantes, conoció al Salvador y sintió de cerca Su amor, que también nosotras podamos, como mujeres, como hijas de Dios, como esposas y madres, como miembros útiles de una sociedad a cuyos problemas nos enfrentamos constantemente, tratar de conocerlo lo suficiente como para amarlo, lo suficiente como para servirlo. Buscadlo, devolvedle Su amor, haciendo que irradie hacia los demás.
Jesucristo es nuestro Salvador, nuestro Hermano, nuestro Amigo. El esta tan cerca de nosotras como se lo permitamos. Nuestro gozo y felicidad finales, dependen de nuestra relación con El. La única paz que conoceremos, a pesar de las desilusiones, la aflicción y las pruebas, la recibiremos acercándonos a El. Si sentimos por nuestro Redentor un amor así, enfrentaremos toda experiencia difícil con valor, resignación, y hasta con gratitud. El amor que El nos da, es un don que no tiene precio; y ¿que nos pide a cambio?
«Que os améis unos a otros, como yo os he amado. . .» (Juan 13:34.)
Os dejo mi solemne testimonio de estas verdades, porque se que Dios y su amado Hijo Jesucristo, nuestro Salvador, viven, y que de la boca de Su vocero escogido, el presidente Spencer W. Kimball, saldrá la palabra del Señor. Que prestemos oído a la voz del Profeta, lo ruego en el nombre de Jesucristo. Amén.
























