Conferencia General Octubre 1978
Mirad a vuestros hijos
Elder Gordon B. Hinckley
del Consejo de los Doce
Mis hermanos, pido la guía del Espíritu Santo en esta gran responsabilidad que he asumido hoy.
Hace unos días llevamos una noche a algunos de nuestros nietos al circo. Me interesé más en observarlos a ellos y a otros niños, que al artista que estaba en el trapecio. Observé maravillado cómo, alternativamente, se reían y miraban asombrados los actos emocionantes que se presentaban, y reflexioné sobre ese milagro que son los niños, que llegan a ser para el mundo una renovación constante de vida y propósito. Observándolos en la intensidad de su interés, aun en el ambiente de un circo, mis pensamientos tornaron a esa escena tan bella y tierna registrada en el libro de Tercer Nefi, cuando el Cristo resucitado tomó a los niños pequeñitos en sus brazos y lloró mientras les bendecía, y dijo a la multitud: »Mirad a vuestros niños» (3 Nefi 17:23).
Es sumamente obvio que el gran bien y el gran mal del mundo de hoy, son los frutos dulces o amargos de la crianza de los niños de ayer. Según enseñemos a una nueva generación, así será el mundo unos pocos años después. Si os preocupáis por el futuro, mirad hoy por la crianza de vuestros hijos. El autor del libro de Proverbios sabiamente declaró:
«Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él». (Prov. 22:6.)
Cuando yo era niño vivíamos en una granja que tenia arboles frutales; cosechábamos enormes cantidades de duraznos (melocotones). Nuestro padre nos llevó a ver las demostraciones presentadas por el Instituto de Agricultura sobre la poda de los árboles, y cada sábado durante los meses de enero y febrero, íbamos a la huerta a podar. Aprendimos que si acertábamos en el lugar exacto donde se debían cortar las ramas, aun cuando hubiera nieve en el suelo y aunque el árbol pareciera seco, podíamos darle forma, de tal manera que toda la fruta que naciera y creciera en la primavera y el verano, quedaría expuesta al sol. También aprendimos que ya en febrero podíamos determinar la calidad de la fruta que cosecharíamos en septiembre. Alguien escribió:
»Cuando Dios quiere hacer una obra grande o remediar un gran mal en el mundo, lo hace en una manera muy curiosa; no provoca grandes terremotos, ni envía rayos. En lugar de ello, hace que nazca un niño desvalido, quizás en un hogar humilde, de una madre insignificante. Y luego Dios infiltra una idea en el corazón de la madre, y ella La infiltra en la mente del niño; entonces El espera. Los terremotos y los rayos no son las fuerzas mayores en el mundo. Las fuerzas más poderosas del mundo son los niños.» (The Treasure Chest, por E. T., Sullivan, pág. 53.)
Y, quisiera agregar que estos niños llegarán a ser fuerzas del bien o del mal, debido, en gran parte, a la forma en que se hayan criado. Sin vacilar el Señor ha declarado:
«Pero yo os he mandado criar a vuestros hijos conforme a la ley y la verdad.» (D. y C. 93:40.) Perdonadme si sugiero lo obvio, pero lo hago solamente porque en muchas ocasiones lo obvio no se percibe. Lo obvio incluye cuatro verbos en imperativo en cuanto a los niños: Amadlos, enseñadles, respetadlos, orad con ellos y por ellos.
Hay un rótulo que se ve mucho en los parachoques de los autos, en el que se lee la pregunta: »¿Ha abrazado hoy a su hijo?» ¡Que afortunado, que bendecido es el niño que siente el cariño de sus padres! Esa ternura, ese amor, darán un dulce fruto en los años venideros. Mucha de la crueldad que tanto caracteriza a nuestra sociedad, proviene de la crueldad con que se trató a los niños de muchos años atrás.
Hace unos días me encontré con uno de mis compañeros de la infancia, y me vino a la memoria una serie de recuerdos del barrio donde crecimos. Era un pequeño mundo en sí mismo, con muchas clases de gente; formábamos un grupo íntimo, y creo que nos conocíamos todos; también creo recordar que nos queríamos todos; es decir, todos con excepción de un hombre. Debo confesar algo yo odiaba a aquel hombre. Hace muchos años ya que me libré de ese sentimiento, pero al recordarlo puedo sentir otra vez la intensidad de aquella emoción; sus hijos eran nuestros amigos, pero él era mi enemigo. ¿Por qué esa antipatía tan fuerte? Porque él les pegaba a sus hijos con una correa, un palo, o lo que tuviera a mano cuando estallaba en sus ataques de furia ante la más mínima provocación.
Tal vez fuera por el hogar en que yo vivía, donde había un padre que podía disciplinarnos a sus hijos sin usar una vara ni un palo, ni cualquier otro medio de castigo físico, aunque bien lo mereciéramos. He visto cómo los frutos de la cólera de aquel vecino cobraban vida en la existencia llena de problemas de sus hijos. Con el tiempo comprendí que él formaba parte de ese grupo bastante numeroso de padres, que no parecen capaces de otra cosa que de ser crueles con aquellos que han traído al mundo, y por quienes son responsables. También me he dado cuenta de que este hombre que permanece en los recuerdos de mi niñez, es sólo un ejemplo de las decenas de miles que hay en este país, e incontables millares en todo el mundo, de personas que maltratan niños; cada visitador social, cada empleado de la sala de emergencia de un hospital, cada policía y juez en las ciudades grandes, os pueden hablar de ellos. En la trágica escena hay palizas, puntapiés, golpes, y hasta violación sexual de niños pequeños; dentro de la misma categoría están aquellos hombres y mujeres viciosos que explotan a los niños con fines pornográficos.
No tengo ganas de referirme mucho a este cuadro tan desagradable. Sólo quiero decir que ninguna persona que profese ser discípulo de Cristo, ninguna que profese ser miembro de esta Iglesia puede ocuparse en tales prácticas, pues estas ofenden a Dios y repudian las enseñanzas de su Hijo. Fue Jesús mismo quien, al poner delante de nosotros el ejemplo de la pureza e inocencia de los niños, declaró:
«Y cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños . . . mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar.» (Mat. 18:6.)
¿Podría haber una denuncia mas fuerte de los que maltratan niños que estas palabras dichas por el Salvador del mundo? ¿Queréis que se extienda por el mundo un espíritu de amor? Entonces, empezad dentro de las paredes de vuestro hogar. Mirad a vuestros hijos, y descubrid en ellos las maravillas de Dios de cuya presencia hace tan poco han venido. Brigham Young dijo una vez:
«Un niño ama la sonrisa de su madre, pero detesta su gesto de desaprobación. Mi consejo a los padres es que, aunque jamás deben permitir a sus hijos entregarse a la iniquidad, al mismo tiempo deben siempre tratarlos con dulzura.
Criad a vuestros hijos conforme al amor y el temor del Señor; examinad su disposición y su carácter y obrad de acuerdo con ellos; no os permitáis jamás corregirlos con enojo, y enseñadles a quereros y no a temeros.» (Discourses of Brigham Young, págs. 320-323. Des. Book Co., 1926.)
Claro que existe la necesidad de disciplinar a los niños. Pero la disciplina con severidad, la disciplina con crueldad, nunca lleva a la corrección, sino al resentimiento y a la amargura; no cura nada, sino que sólo aumenta el problema y destruye en vez de edificar. El Señor, al dar a conocer el espíritu con que se debe gobernar su Iglesia, también ha dado a conocer el espíritu con que se debe gobernar el hogar, con estas maravillosas palabras de revelación: »Ningún poder o influencia se puede ni se debe mantener. . . sino por persuasión, longanimidad, benignidad y mansedumbre, y por amor sincero;
«Reprendiendo a veces con severidad, cuando lo induzca el Espíritu Santo, y entonces demostrando amor crecido hacia aquel que has reprendido, no sea que te estime como su enemigo;
«Y para que sepa que tu fidelidad es mas fuerte que el vínculo de la muerte.» (D. y C. 121:41, 34-44.)
Mirad a vuestros hijos, y enseñadles. No hace falta que os recuerde que vuestro ejemplo será más eficaz que cualquier otra cosa para imprimir en su ser un modelo de vida. Es muy interesante conocer a los hijos de viejos amigos, y descubrir que en ellos se refleja la manera de ser de sus padres.
Se cuenta que en la Roma antigua había un grupo de mujeres que, con vanidad, estaban mostrándose las joyas unas a las otras. Entre ellas estaba Cornelia, madre de dos hijos. Una de las mujeres le preguntó: ‘Y ¿dónde están tus joyas? »A lo cual respondió Cornelia, señalando a sus hijos: »Estas son mis joyas». Bajo la dirección de ella e imitando las virtudes de su vida, Gayo y Tiberio llegaron a ser conocidos como los Gracos, dos de los oradores más persuasivos y reformadores más eficaces en la historia romana. Mientras se les recuerde y se hable de ellos, también se recordara y se hablara de la madre que les dio la existencia y que los crió según el ejemplo de su propia vida.
Ahora quisiera volver a las palabras de Brigham Young:
«Vigilada constantemente que vuestros hijos, que Dios tan bondadosamente os ha dado, aprendan en su juventud la importancia de los oráculos de Dios, y la belleza de los principios de nuestra santa religión, para que cuando lleguen a la edad adulta siempre los respeten, y nunca abandonen la verdad.» (Discourses of Brigham Young, pág. 320.)
Reconozco que hay padres que, a pesar de haberles dado un amor incondicional, y de haber hecho un esfuerzo diligente y fiel para enseñarles, ven a sus hijos crecer en una manera contraria a sus deseos y lloran al verlos descarriados, en un curso que les acarreara consecuencias trágicas. Siento gran compasión hacia esas personas, y deseo citarles las palabras de Ezequiel:
» . . .el hijo no llevará el pecado del padre, ni el padre llevará el pecado del hijo . . . » (Ez. l8:20.)
Pero esta es mas una excepción que la regla; y esa excepción no nos libra de hacer todos los esfuerzos posibles por enseñar con amor, ejemplo y preceptos al criar a nuestros niños, de cuyo bienestar Dios nos ha hecho responsables.
No olvidemos nunca la necesidad de respetar a estos, nuestros pequeñitos. Ellos son hijos de Dios, igual que nosotros, y merecen el respeto que emana del conocimiento de ese principio eterno. De hecho, el Señor nos ha dicho claramente que si no desarrollamos en nuestra vida esa pureza, esa ausencia total de falsedad, esa inocencia frente al mal, no podremos entrar en Su presencia:
»Si no os volvéis, y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.’ (Mat. 18:3.) Channing Pollock escribió una vez estas interesantes y profundas palabras: «Contemplando la adolescencia en la cual menospreciábamos el mal sin darle la debida importancia, algunos de nosotros desearíamos nacer ya viejos y al crecer, volvernos mas jóvenes y más limpios, y cada vez más sencillos e inocentes hasta que, al fin, con las almas blancas de niños pequeños, nos entregáramos al descanso eterno.» (Reader’s Digest, junio de 1960, pág. 77.) Mirad a vuestros hijos. Orad con ellos y por ellos, y bendecidlos. El mundo al cual vienen es muy complejo y difícil, navegaran en grandes mares de adversidad, y necesitaran toda la fuerza y toda la fe que podáis darles mientras todavía estén con vosotros. Y también necesitaran una fuerza mayor que viene de un poder mas alto. Tienen que hacer algo mas que conformarse con lo que encuentran, tienen que edificar el mundo, y la única palanca que tendrán para hacerlo será el ejemplo que pongan con su propia vida, y los poderes de persuasión que emanen de su testimonio y del conocimiento que tengan de las cosas de Dios. Necesitaran la ayuda del Señor. Mientras son pequeños, orad con ellos para que puedan llegar a conocer esa fuente de fortaleza que estará entonces siempre a su alcance, en toda hora de necesidad. Me gusta oír orar a los niños, y me complace oír a los padres orar por sus hijos. Me siento conmovido ante un padre que, con la autoridad del Sagrado Sacerdocio, pone las manos sobre la cabeza de un hijo en momentos de decisiones senas, y en el nombre del Señor y bajo la guía del Espíritu Santo, le da una bendición de padre. Cuanto más hermoso seria este mundo y la sociedad en que vivimos, si cada padre considerara a sus hijos como la más preciosa de sus posesiones; si los guiara bajo el poder de su ejemplo con bondad y amor, y si en momentos difíciles los bendijera con la autoridad del Santo Sacerdocio; y si toda madre considerara a sus hijos como las joyas de su vida, como dones de nuestro Padre Celestial, que es su Padre Eterno, y los criará con verdadero afecto en la sabiduría y enseñanzas del Señor. Isaías, el Profeta de la antigüedad dijo: »Y todos tus hijos serán enseñados por Jehová; y se multiplicara la paz de sus hijos» (Is. 54:13). A lo cual agrego yo: »Y se multiplicara la paz de sus padres». Ruego humildemente que recibáis esa paz, al testificar de la veracidad de estas cosas, en el nombre de Jesucristo. Amen.
























