Conferencia General Abril 1980
Uno de los poderes más grandes del mundo
por el élder David B. Haight
del Consejo de los Doce
Es mi oración que esta mañana pueda recibir la guía divina y la fuerza de vuestra fe y oraciones mientras os expreso las convicciones de mi alma.
Todos nos hallamos muy contentos de poder gozar de la presencia de nuestro querido presidente Kimball y de recibir bendiciones mediante sus consejos inspirados. El mundo respeta y ama a nuestro Profeta, pero los santos lo aman mucho más.
Esta es una época gloriosa del año; la renovación de la primavera, una oportunidad para que revaloremos nuestro conocimiento y cometido espiritual, una época para regocijarnos por la resurrección de nuestro Señor y sentir su amor vehemente por toda la humanidad.
Probablemente, Jesús no encontrara ningún lugar más apropiado para descansar y pasar sus mejores horas que Betania, en una casa tranquila que, de acuerdo con Juan, pertenecía a la familia que “El amaba”. Esta pequeña aldea donde vivía esta familia tan especial, se hallaba ubicada en las afuera de Jerusalén, en la ladera oriental del Monte de los Olivos. La familia probablemente se componía de Marta, María y el hermano de ambas, Lázaro. La tranquila aldea, aunque a sólo 3 kilómetros de Jerusalén, estaba encendida del bullicio de la gente y tiene que haber llenado de amor y paz el alma de Jesús. El debe de haberse sentido bien acogido a causa de la hospitalidad de la familia, ya que no solamente lo hacían sentirse cómodo, sino que también escuchaban Sus palabras con profunda humildad.
Mientras se hallaba Jesús en su ministerio, recibió el penoso mensaje de que aquel a quien amaba se hallaba enfermo (Jn. 11:3); fuera de los apóstoles, Lázaro era uno de los amigos íntimos de Jesús.
Las Escrituras nos dicen que el Maestro no se dirigió inmediata-mente al lugar, sino que como estaba ocupado con su importante trabajo, envió noticias de que llegaría más tarde.
Unos días después, cuando Jesús llegó a Betania, se quedó en las afueras de la pequeña aldea en vista de que se hallaban congregadas muchas personas, entre ellas algunos prominentes judíos que se habían reunido para consolar a María y Marta y llorar con ellas. Sin duda las hermanas estaban desilusionadas porque el Salvador se había demorado cuatro días en llegar.
«Señor”, le dijo Marta, » si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto.»
Indudablemente, las palabras del Salvador la consolaron y repercuten proclamando esperanza a todo el mundo:
«Tu hermano resucitará.»
Posiblemente ella no pensara en la posibilidad que había de que su hermano se levantara del sueño de la muerte, y contestó: «Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día postrero». Luego Jesús le dijo:
«Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.
Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?»
La profunda fe de Marta le dio la respuesta:
«Sí, Señor: yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo.»
Después que Marta hubo expresado tan poderoso testimonio fue en busca de María, la cual se dirigió a Jesús angustiada lo mismo como lo había estado su hermana y le dijo: «Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano». El las consideraba Sus amigas y deben de haberle inspirado tierna compasión. Todos aquellos que presenciaron esto deben haber sentido emoción y admiración.
Después Jesús dijo:
«¿Dónde lo pusisteis? Le dijeron: Señor, ven y ve.»
Se encontraban también allí algunos de sus enemigos, quienes se preguntaban como era que El, el que había abierto los osos de los ciegos, no había podido preservar la vida de su amigo. Jesús ciertamente conocía sus pensamientos y debe haber podido oír sus comentarios al contemplar a la multitud con sus lloronas profesionales.
El sepulcro típico de la época es probable que fuera una abertura en la roca sólida, con una piedra que cubría la entrada. Jesús pidió que se moviera la piedra, se paró en la entrada y exclamó: «¡Lázaro, ven fuera! Y el que había muerto salió». (Jn. 11:20-44.)
Hubo muchos testigos que creyeron en este milagro, pero hubo otros tantos que se encargaron de llevar la noticia del acontecimiento al Sanedrín en Jerusalén.
Al aumentar la fama de Jesús, también aumentó la oposición de los principales sacerdotes, quienes temían que El arruinara el orden establecido. Cuando iban en camino dirigiéndose a Jerusalén, Jesús llevó aparte a los Doce Apóstoles y les dijo:
«He aquí, subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los principales sacerdotes y a los escribas, y le condenarán a muerte, y le entregarán a los gentiles;
y le escarnecerán, le azotarán, y escupirán en él, y le matarán; mas al tercer día resucitará» (Mr. 10:33-34).
En un aposento alto, Jesús y sus discípulos se reunieron por última vez y El les dijo: «De cierto os digo, que uno de vosotros me va a entregar». Mientras comían, Jesús tomó pan, lo bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: «Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí». Después de esto en la misma forma tomó la copa, diciendo: «…esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados». De esta manera el Señor estableció el modelo de la Santa Cena como ordenanza sagrada de su Iglesia. (Mt. 26:21, 28; Le. 22:19.)
En Getsemaní, Jesús se arrodilló para orar y se dirigió a su Padre con toda su alma, diciendo: «Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú». Y estando en agonía oraba más ardientemente y su sudor era como grandes gotas de sangre que caían al suelo. (Mt. 26:39; Le. 22:44.)
Después de su arresto, «venida la mañana, todos los principales sacerdotes» y Sus enemigos «entraron en consejo contra Jesús, para entregarle a muerte. Y le llevaron atado y le entregaron a Poncio Pilato, el gobernador… y habiendo azotado a Jesús, le entregó para ser crucificado». (Mt. 27:1, 2, 26.)
Luego fue llevado al Gólgota y a la hora tercera crucificaron a Jesús, y con El a dos ladrones.
«. . . y hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena.
Y el sol se oscureció y el velo del templo se rasgó por la mitad.» (Le. 23:44-45.)
Tres días después, el primer día de la semana, temprano por la mañana, fueron las mujeres al sepulcro, llevando las especias aromáticas para ungir el cuerpo del Señor. En cambio hallaron un joven con una vestidura blanca quien les comunicó: «No está aquí, sino que ha resucitado». Jesús se apareció primero a María Magdalena y luego a los apóstoles.
Por cuarenta días después de su resurrección, el Salvador permaneció con sus discípulos, les dio más instrucciones en cuanto al evangelio y les dijo:
«Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» (Mr. 16:15).
«Y los sacó fuera hasta Betania, y alzando sus manos, los bendijo.
Y aconteció que bendiciéndolos, se separó de ellos, y fue llevado arriba al cielo.» (Le. 24:50-51.)
«Y estando ellos con los ojos puestos en el cielo, entre tanto que él se iba, he aquí se pusieron junto a ellos dos varones con vestiduras blancas, los cuales también les dijeron: Varones galileos, ¿qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo.» (Hch. 1:10-11.)
Testificamos a todo el mundo en la misma forma que lo hicieron los apóstoles de la antigüedad, que este mismo Jesús que fue llevado al cielo mientras los hombres miraban, volverá; y lo hará con todo Su poder y gran gloria, acompañado de las huestes celestiales. En ese día «se manifestará la gloria de Jehová, y toda carne juntamente la verá. . .» (Is. 40:5). Pero antes de Su venida como fue anunciado por los profetas, debe haber una restauración de todas las cosas en los últimos días, y la plenitud del evangelio con todos sus poderes salvadores debe volver a la tierra.
Nosotros proclamamos con todo conocimiento y autoridad como testigos de estos acontecimientos celestiales que la gran restauración final ya ha tenido lugar, que de los cielos han sido enviados mensajeros, que la voz de Dios se ha oído declarando la verdad, que el don del Espíritu Santo y los poderes del sacerdocio, juntamente con sus bendiciones y promesas, han sido otorgados al hombre nuevamente.
Mañana, el día escogido para celebrar la resurrección de nuestro Salvador, es una ocasión de gozo y agradecimiento sincero. La organización de la Iglesia de Jesucristo no solamente fue reinstituida en ese día hace 150 años, sino que el Señor la ha protegido, resguardado y la ha hecho progresar a través de todos estos años de prueba. Dios ha tenido su Iglesia en la palma de la mano.
El relato del profeta José Smith sobre la primera reunión que se llevó a cabo el día de la organización de la Iglesia es una lectura muy inspiradora y que incita a la reflexión: la casa de los Whitmer, la oración de apertura, la aprobación para organizar la Iglesia como se les había mandado, José Smith y Oliverio Cowdery ordenados élderes, el sacramento de la Santa Cena y luego todos los miembros presentes bendecidos con el don del Espíritu Santo; hubo profecías y gozo. Los acontecimientos de aquel 6 de abril, hace 150 años, tuvieron lugar de acuerdo con lo que fue revelado por Dios; los miembros hicieron uso de su libre albedrío para aprobar la organización, y el Espíritu Santo testificó a sus almas que lo que se había hecho era aceptado por Dios.
Luego se produjo una de las peores persecuciones de nuestro tiempo: Kirtland, el Campo de Sión, el Molino de Hauns, la cárcel de Liberty, Nauvoo la hermosa, la tragedia en Carthage, Winter Quarters, las brigadas de carretas de mano y el ejército de Johnson; las pruebas por las que pasó la gente, los testimonios de fe, y siempre la fuerte creencia en nuestro Salvador y en Su promesa:
“… si lo sobrellevas debidamente, Dios te ensalzará; triunfarás sobre todos tus enemigos.» (D. y C. 121:8.)
En la actualidad en este hermoso valle, en este histórico Tabernáculo, podemos observar los frutos del amor de Dios y la promesa que le hizo a su pueblo. Todavía entonamos emocionados «Oh, está todo bien».
La fuerza motivadora que se halla detrás del crecimiento constante y vigoroso de la Iglesia es que ésta es verdadera; es el plan de Dios. El evangelio proporciona la única manera de lograr una vida mortal de felicidad y un gozo sempiterno.
León Tolstoi, famoso autor y estadista ruso, conversando con Andrew D. White, un embajador de los Estados Unidos en Rusia en 1892, le dijo: «Desearía que me hablara usted en cuanto a su religión americana». «En los Estados Unidos no tenemos una religión del estado», contestó el Sr. White. «Ya lo sé, ¿pero me podría decir, en cuanto a su religión americana?
El Sr. White le explicó que en los Estados Unidos las personas tienen libertad religiosa, o sea, que pueden pertenecer a la iglesia que más les interese. Tolstoi insistió impacientemente: «Ya lo sé, pero me gustaría saber de la religión americana. El catolicismo se originó en Roma; la Iglesia Episcopal en Inglaterra, la Iglesia Luterana en Alemania; pero la Iglesia a la que me refiero se originó en Estados Uni¬dos, y es comúnmente conocida como la Iglesia Mormona. ¿Qué me puede decir de las enseñanzas de los mormones?» El Sr. White respondió: «Sé muy poco de ellos».
Entonces el conde León Tolstoi, en forma decidida y honesta, pero a la vez afectuosa, reprendió al embajador, diciéndole: «Sr. White, estoy muy sorprendido y a la vez desilusionado de que un hombre tan educado y en la posición en que usted está, ignore este tema tan importante. Ellos tienen principios que enseñan a la gente no sólo sobre las cosas celestiales y sus glorias presentes, sino la forma básica de comportarse social y económicamente con los demás. Si las personas siguen las enseñanzas de esa Iglesia, nada podrá impedir su progreso ya que éste no tendrá límites. Ha habido grandes movimientos que se iniciaron en el pasado, pero que han desaparecido o han sido modificados antes que llegaran a la madurez. Si el mormonismo es capaz de permanecer inalterado hasta alcanzar la tercera y cuarta generaciones, está destinado a llegar a ser el poder más grande del mundo».(Improvement Era, feb. de 1939, vol. 42, pág. 94.)
Y yo os digo que no es que esté destinado a llegar a ser el poder más grande del mundo, sino que ya lo es. Agradezco a Dios por las revelaciones que les ha dado a sus profetas, tanto antiguos como contemporáneos, y por no abandonarnos. Os declaro a todos vosotros, mis amigos, que Dios vive, que nos creó a su imagen y que envió a su Hijo, nuestro Salvador, para que nos enseñara el camino. Sé que mi Redentor vive y ruego que los hombres dondequiera que se encuentren puedan obtener Su paz y bendiciones. En el nombre de Jesucristo, nuestro Señor y Salvador. Amén.
























