Conferencia General Abril 1980
Vosotros podéis ser como esa voz
por eL élder M. Russell Ballard
del Primer Quórum de los Setenta
Mis hermanos, es para mí un gran honor dirigiros la palabra, y confío en que el Espíritu del Señor me guíe de manera que lo que os diga implante en el corazón de cada uno de nosotros el deseo de llegar a ser mejores miembros de la Iglesia así como de servir con mayor diligencia en el sacerdocio. Hace varios años viví una experiencia verdaderamente aterradora en un vuelo que hice con un amigo, en su avión bimotor, desde la ciudad de Reno, Estado de Nevada, a San Rafael, California (en los Estados Unidos). Cuando despegamos de Reno, había nublados parciales, y mi amigo expresó cierta preocupación al respecto; por lo tanto aterrizamos en el aeropuerto del lago Tahoe para averiguar una vez más en cuanto a las condiciones del tiempo. Allí nos enteramos de que no había señales de mal tiempo, así que proseguimos nuestro vuelo a San Rafael.
Nuestro destino era un aeropuerto situado en la parte norte de la bahía de San Francisco. A1 ir acercándonos a ese punto, nos encontramos con nubes cada vez más densas y más bajas. Tratamos de mantenernos debajo de ellas a fin de poder ver las aguas y, de ese modo, mantener el rumbo por lo que podíamos ver, pero repentinamente nos envolvieron nubes tan sumamente densas que no nos permitieron ver absolutamente nada.
Cuando se vuela entre tales nubarrones, se pierde totalmente la orientación y no se sabe ya más si uno va volando en línea recta, o de costado o boca arriba; se pierde la sensación de que se avanza, y el piloto tarda unos minutos en orientarse al tener que valerse solamente de los instrumentos indicadores. Cuando se vuela a 290 km. por hora, se recorre una distancia considerable en pocos minutos, por lo cual es fácil encontrarse de pronto en serias dificultades.
Infortunadamente, mi amigo, el piloto, no había volado guiándose por los instrumentos desde hacía dos años, y se esforzó tan desesperadamente por recordar todo lo que había aprendido sobre la materia, que un pánico total estuvo a punto de apoderarse de él. Dado que mis conocimientos en cuanto a leer las indicaciones de los instrumentos aeronáuticos eran mínimos, ninguna ayuda podía prestarle. Todo lo que pude hacer fue tocarle el hombro con la mano y decirle que respirara profundamente y se dominara. El único instrumento que yo sabía leer era el altímetro y, fijándome en éste, dije a mi compañero: «Estamos a 165 metros de altura. No hagas ningún movimiento precipitado. Serénate y verás que todo te saldrá bien».
Nos pareció que pasó una eternidad hasta que por fin él pudo ponerse en contacto por radio con la Base Hamilton de la Fuerza Aérea, y les dijo: «Me encuentro en un apuro; por favor, ¡ayúdenme!». Los operadores de la torre de control del tráfico aéreo nos habían localizado en su pantalla de radar, y de inmediato procedieron a darle indicaciones a mi amigo en cuanto a la manera de controlar el avión. Nos hicieron saber dónde nos encontrábamos y comenzaron a darnos instrucciones guiándonos de manera que llegásemos sanos y salvos a nuestro destino.
AI oír mi amigo la voz de la torre de control, recobró la confianza, y eso le posibilitó recuperar el autodominio. Sin embargo, él sabía que al momento no había forma de controlar el avión y que nuestras probabilidades de salir bien de aquel trance eran poquísimas, ya que era muy fácil tomar un rumbo equivocado, y las colinas, los edificios, las torres y los puentes se encontraban a corta distancia. En un momento dado, descendimos a una altura de sólo 65 metros, y debemos haber volado boca arriba porque los mapas y otras cosas que llevamos en la parte superior del parabrisas cayeron en mis rodillas.
Cuando la crisis llegó a su punto culminante, toda mi vida paso por mi mente como un relámpago, y pensé en mi esposa, en mis siete hijos, en mis padres, en mis compañeros de trabajo, en los treinta y siete presbíteros a los cuales yo asesoraba, y en muchas otras cosas. Durante esos momentos oré constante y fervientemente, e hice la promesa más rigurosa y más sincera de todas las que había hecho antes en mi vida. Comencé diciendo: «Padre Celestial: Guíanos para que salgamos de esta espesa y densa nube, y haz que mi amigo recuerde todo lo que sabe sobre los instrumentos aeronáuticos». Luego, dije: «En el nombre de Jesucristo y por el poder del Santo Sacerdocio, bendice a mi amigo para que él pueda controlar de nuevo el avión». Y continué mi oración, prometiendo a nuestro Padre Celestial que si E1 nos ayudaba, yo pondría mi vida en sus manos; le prometí que sería lo que E1 quería que yo fuese.
Por fin divisamos las luces de la pista de aterrizaje, y creo que nunca nadie se había alegrado tanto de ver la línea blanca que dividía por el medio aquella pista.
Todos los poseedores del sacerdocio que esta noche oís mi voz, tenéis una gran obra que llevar a cabo. Todos nosotros contamos con la posibilidad de demostrar a nuestro Padre Celestial que en verdad lo amamos y que deseamos servirle de todo corazón.
Permitidme mostraros cómo cada uno de nosotros puede hacer un convenio sincero y significativo ante nuestro Padre Celestial. Os ruego tomar un pedacito de papel y lápiz -pedidlos prestados a vuestro compañero de asiento si es preciso-, y ahora, hermanos, escribid en ese papel el nombre de un hombre o de un muchacho que esté inactivo en la Iglesia o que no sea miembro de ella, y que viva en vuestro barrio. Debéis hacer en estos momentos un convenio de que haréis todo lo que podáis, con la ayuda del Señor, por sacar a esa persona de la obscuridad y guiarle hacia la plenitud de la luz del evangelio. Os digo que cada uno de vosotros puede ser para él como lo que fue para mi amigo y para mí, la voz de la torre de control aéreo que he mencionado, y podréis guiarle hasta que llegue sano y salvo al hermanamiento total en la Iglesia de Jesucristo.
Pocos meses después de la ocasión aquella en que prometí al Señor de todo corazón que dedicaría mi vida a su servicio si así El lo deseaba, me encontraba presidiendo la Misión de Canadá Toronto. Durante el transcurso de esa misión, el presidente Kimball me llamó para que dedicara el resto de mi vida al servicio del Señor como miembro del Primer Quórum de los Setenta.
Ninguna obra es más importante que la de llevar el evangelio a nuestros hermanos. Tanto vosotros como yo no contamos con una forma mejor de demostrar nuestro amor al Señor que la de dedicarnos personalmente a guiar a alguien al terreno seguro de estar totalmente activo en la Iglesia.
Hermanos, deseo ayudaros a cumplir el convenio que acabáis de hacer: os invito a que cuando consideréis llegado el momento de pedir ayuda adicional, me escribáis. Enviadme el nombre y la dirección del hombre o del muchacho al cual procuráis rescatar, y yo le escribiré una carta de aliento. Estoy seguro de que si recibo más cartas de las que pueda contestar, mis hermanos de las Autoridades Generales me ayudarán, porque ellos están enteramente dedicados a la tarea de ayudaros a vosotros y a mí en nuestros justos empeños.
El Señor ha dicho:
«Recordad que el valor de las almas es grande en la vista de Dios; Porque, he aquí, el Señor vuestro Redentor padeció la muerte en la carne; por tanto, sufrió las penas de todos los hombres a fin de que todos los hombres se arrepintiesen y viniesen a él.
Y se ha levantado de nuevo de los muertos, a fin de traer a todos los hombres a él, con la condición de que se arrepientan.
¡Y cuán grande es su gozo por el alma que se arrepiente!
Y si fuere que trabajareis todos vuestros días proclamando el arrepentimiento a este pueblo, y me trajereis, aun cuando fuere una sola alma, ¡cuán grande no será vuestro gozo con ella en el reino de mi Padre!» (D. y C. 18:10-13, 15.)
Hermanos míos, la luz del Señor es verdadera. E1 sacará a todas las almas de las nubes de obscuridad y de la niebla de la duda y de la incertidumbre con una señal perfecta y eterna que garantizará seguridad, paz y confianza, porque El ha dicho: «Ven, sígueme» (Marcos 10:21), y, además ha dicho: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Juan 8:12).
El curso del vuelo de la vida puede cambiarse. Los instrumentos que empleamos para salvar las almas son el amor y la comunicación de nuestro testimonio de la misión divina de nuestro Salvador y Redentor Jesucristo. Los miles de nuestros hermanos que se han perdido, hombres así como muchachos, pueden ser guiados a una pista de aterrizaje sanos y salvos si tan sólo cumplimos con el convenio que esta noche hemos hecho. El poder del sacerdocio que yace en cada uno de nosotros constituye un poder mucho más grande que el de cualquier radar, radio y sistema de comunicación. Nada es más importante para el Señor que el salvar almas.
Que el Señor nos bendiga para que podamos cumplir con nuestro cometido individual de hermanar de un modo completo a una de las preciosas almas de los hijos de Dios, lo ruego en el nombre de Jesucristo. Amén.
























