Conferencia General Octubre 1980
Perdónalos, te lo ruego
Elder Vaughn J. Featherstone
del Primer Quórum de los Setenta
Mis amados hermanos y hermanas, he tenido el privilegio a lo largo de los años, como presidente de estaca, presidente de misión y Autoridad General, de servir como juez común en el «Israel» contemporáneo. Estas experiencias me impulsan a utilizar el tiempo que hoy se me ha concedido para analizar dos principios: el arrepentimiento y el perdón.
No hace mucho una mujer joven hablo en el funeral de su esposo y dijo: «Llegamos a comprender que las cosas sin importancia son realmente intranscendentes. Cuando el espíritu esta enfermo no puede haber cura, no importa cuan fuerte sea el cuerpo. Si el espíritu esta en buenas condiciones entonces no hay perjuicio físico, no importa cuales sean los efectos de una debilitante enfermedad.»
El Señor nos ha proporcionado la forma mediante la cual nuestras enfermedades espirituales pueden ser sanadas. En el primer capitulo de Isaías leemos:
«Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos: si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana.» (Is. 1:18.)
En Doctrina y Convenios leemos:
«No obstante, el que se arrepienta y cumpla los mandamientos del Señor será perdonado.» (D. y C. 1:32.)
«He aquí, quien se ha arrepentido de sus pecados es perdonado; y, yo, el Señor, no los recuerdo mas.» (D. y C. 58:42.)
Para perdonar a alguien de un pecado, el Señor requiere que «venga a El», se entristezca a causa de su falta, la abandone, sea dócil para recibir enseñanzas, perdone a otros, y confiese. Una vez mas, en la sección 58 de Doctrina y Convenios leemos:
«Por esto podréis saber si un hombre se arrepiente de sus pecados: He aquí, los confesara y los abandonara.» (D. y C. 58:43.)
Siempre debemos ser totalmente sinceros.
En el libro Huckleberry Finn del autor Mark Twain, el personaje central dice:
«Me vinieron escalofríos y me decidí a orar para ver si podía dejar de ser la clase de muchacho que era y convertirme en uno mejor. Así que me arrodille; pero las palabras no me salían. ¿Por que seria? No tenía sentido que tratara de ocultárselo a Dios… yo sabia muy bien por que no encontraba las palabras. Era porque mi corazón no era sincero; era porque no estaba siendo honesto: la verdad era que estaba jugando sucio. Quería aparentar que había decidido a abandonar el pecado, pero muy dentro de mi me aferraba al mayor de ellos. Estaba tratando de que mis labios dijeran que haría lo bueno y lo justo, mas muy adentro sabia que era una mentira, y que El lo sabia. UNO NO PUEDE ORAR UNA MENTIRA… de eso me di cuenta.»
Huck Finn tenia razón: Uno no puede orar una mentira, y a pesar de lo que pueda decidir un juez común, el verdadero perdón nunca llegara a menos que sea precedido por un arrepentimiento sincero. El juez común actúa como representante del Señor. Se puede engañar a un obispo, pero no al Espíritu Santo. Cuando se hace una confesión, debe hacerse desde lo mas profundo del corazón y del alma. Cuan inmensa es la tragedia cuando alguien finalmente reúne el valor necesario para hablar con el obispo y mas tarde sale de su oficina habiendo confesado solo a medias. ¡Ah, amados hermanos y hermanas!, «el pastor nunca debe rechazar a las ovejas enfermas.» (Victor Hugo, Los miserables, Nueva York: Random House, pág. 32.) Los obispos en este reino han sido investidos con sabiduría, juicio y misericordia divinos, y pueden aliviar el peso del arrepentido que sufre.
Hace algunos años un hombre golpeo a la puerta de mi oficina, ya entrada la noche. A1 recibirlo me dijo: «Presidente, ¿puedo hablar con usted? ¿Podemos hacerlo en privado?» Le asegure que estabamos a solas. Nos sentamos a ambos lados de una de las esquinas del escritorio y me dijo:
«He venido cuatro veces a su oficina para hablarle; vi las luces prendidas, y las cuatro veces regrese a mi casa sin haber entrado. Pero, anoche estaba leyendo El Milagro del Perdón una vez mas y comprendí que toda transgresión grave debe ser confesada. He venido a confesar una transgresión. En dos ocasiones he sido miembro del sumo consejo y he servido como obispo dos veces y creo que dichos llamamientos provinieron del Señor.»
Con esto estuve totalmente de acuerdo. El hombre continuo diciendo:
«Hace cuarenta y dos años, antes de que mi esposa y yo nos casáramos, cometimos fornicación una sola vez; fue la semana antes de entrar al templo. Nuestro obispo era mi suegro y no tuvimos necesidad de mentirle, pues el simplemente nos hablo y firmo nuestras correspondientes recomendaciones. Luego fuimos a hablar con el presidente de la estaca y el también se limito a firmarlas; así entramos al templo siendo indignos. Durante nuestra luna de miel; decidimos saldar nuestra deuda con el Señor. Determinamos pagar mas de lo correspondiente en cuanto al diezmo, contribuir mas de lo que se esperaba al fondo de construcción; también nos comprometimos a aceptar toda asignación que se nos hiciera para trabajar en la granja del programa de bienestar, y hacer todo aquello que se nos pidiera. Comprendimos que no éramos dignos de entrar al templo y nos abstuvimos de ello durante un año. Han transcurrido cuarenta y dos años desde aquella transgresión y hemos vivido lo mas cristianamente posible. Creo que ya fuimos perdonados, pero se que la confesión es necesaria.»
Entonces el hermano citó el pasaje de Escritura que dice:
«He aquí, la vía para el hombre es angosta, mas se halla en línea recta ante el; y el guardián de la puerta es el Santo de Israel; y allí el no emplea ningún sirviente, y no hay otra entrada sino por la puerta; porque el no puede ser engañado, pues su nombre es el Señor Dios.» (2 Nefi 9:41.)
Luego agrego: «Prefiero confesar ante usted ahora. Ya no soy joven y no me quedan muchos años de vida. Quiero presentarme ante mi Salvador con la conciencia limpia».
Escuche su confesión. Lloramos los dos, y cuando hubo finalizado le dije, en nombre de la Iglesia, que estaba perdonado, que ya no necesitaba hablar mas del asunto ni recordarlo, ni preocuparse mas. Le pedí que jamás me lo volviera a mencionar, pues no lo recordaría, ni tenia el deseo de hacerlo.
Juntos caminamos hasta la puerta. Entonces le pregunte:
-¿Dónde esta su esposa?
A lo cual me respondió:
-Esta en el automóvil.
Volví a preguntarle:
-¿Va a venir ella también?
-No. -me contestó-; ni siquiera puede pensar en todo esto sin sentirse destruida.
Entonces le dije:
-Haga saber a su esposa que desearía conversar con ella ahora.
Dígale que quiero quitar ese peso de su corazón y cerrar totalmente el caso; que ya se de que se trata y que habré de cerrarlo para ya no recordarlo mas. Hágale saber que procurare hacérselo lo mas llevadero posible.
El hombre me respondió:
-Así se lo diré, pero no creo que venga.
Entonces insistí:
-Dígale que si es necesario permaneceré en mi oficina toda la noche, que no me iré hasta que haya hablado con ella. No puedo ni siquiera pensar en que su esposa guarde esto para si un solo día mas; cuarenta y dos años es mas que suficiente.
El me dijo:
-Bueno, así se lo diré; pero no creo que venga.
Transcurrieron quince minutos, media hora, cuarenta y cinco minutos; estaba tentado a ir hasta el estacionamiento y ver si se habían ido a su casa. Me contuve, y poco después escuche un tímido llamado a la puerta; abrí y allí estaba parada esta dulce hermana. Tenia aun lágrimas en los ojos. Es posible que le haya dicho a su esposo que no podía ir a hablarme; el tal vez insistiera, diciéndole que yo no me iría a mi casa sin hablar con ella. Finalmente, tras cuarenta y cinco minutos de espera había decidido hablarme. La tome de ambas manos, la ayude a sentarse junto a mi escritorio y le dije:
Su esposo confeso una transgresión que tuvo lugar hace cuarenta y dos años, de la cual ambos fueron responsables. Deseo hacer esto llevadero para usted. Conozco la naturaleza de la transgresión. Toda falta grave debe ser confesada. Proceda usted a confesármela, y le apartare ese peso de su corazón.
El extraer esa confesión demandó el mismo esfuerzo que se requiere para enlazar un potro salvaje. Por ultimo, después de haber transcurrido unos quince minutos, me lo dijo todo. Ambos lloramos. Le dije que el asunto estaba terminado, que jamás lo recordaría y que ella debía darlo por terminado también. Entonces me puse de pie, la tome del brazo y la acompañé hasta el estacionamiento. Casi al llegar a la puerta le pregunte:
-¿Cómo se siente?
Ella se detuvo, me miro con ojos llorosos y me respondió:
-Presidente, por primera vez en cuarenta y dos años me siento limpia.
En un folleto publicado por la Iglesia, se declara: «Cuando uno ha lavado sus ropas en la sangre del Cordero, queda libre de mancha.»
En una oportunidad una mujer vino a mi oficina particular. Se sentó al otro lado de mi escritorio y me dijo:
-Presidente, he llevado en mi corazón una transgresión durante treinta y cuatro años y no puedo seguir llevándola ni un solo minuto mas. Se cuan sensible es usted y no quisiera agregar ni una sola partícula de pesar a su alma.
Le respondí:
-Mi querida hermana, antes de continuar, permítame que le explique un principio del evangelio. Cuando usted se deshace de un peso que lleva en el alma, ese peso también se retira del alma del líder del sacerdocio.
Ella agregó:
-Sé que pagaré las consecuencias, que seré excomulgada; pero ¿será acaso para siempre? Hace treinta y cuatro años, antes de casarme con mi primer esposo, me sometí a un aborto. Desde entonces, me he sentido como una asesina. Fue idea de él y no ofrecí resistencia. Luego nos casamos y durante los dos primeros años de matrimonio me fue infiel constantemente. Por ultimo me divorcie y mas adelante me case con un hombre maravilloso, un converso a la Iglesia. El sabe de esto y aun así quiere sellarse a mi. Presidente, ¿considera usted que ya sea en esta vida o en la venidera podremos sellarnos el uno al otro? Se que tendré que pagar las consecuencias, pero ¿será para siempre?
Las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas. Conocía muy bien a esta hermana y la consideraba una de las personas mas cristianas que había conocido. Siempre estaba haciendo algo para ayudar a sus vecinos. Cuando había una fiesta en el barrio y las hermanas de la Sociedad de Socorro estaban encargadas de limpiar, ella se encargaba de fregar el piso. (Me dijo que no se sentía digna de estar junto a las otras hermanas lavando la loza después de lo que había hecho; solo se sentía digna de fregar el piso sobre el cual ellas caminaban.) Me aseguro que nunca se había visto envuelta en chismes contra nadie.
-Como hubiera podido -me dijo-, después de lo que había hecho.
Escuche su confesión, conmovido hasta las lágrimas, y le dije:
-Nunca tuve que tratar antes un caso de aborto. Tendré que escribir al Presidente Kimball, Presidente del Consejo de los Doce, en procura de su consejo.
Le escribí al presidente Kimball proporcionándole todos los detalles del asunto. Le dije en la carta que se trataba de una de las hermanas mas cristianas que yo había conocido y que estaba dispuesta a aceptar cualquier decisión que se adoptara en cuanto al caso.
Dos semanas después recibí la respuesta del presidente Kimball; llame inmediatamente a la hermana y le pedí que se reuniera conmigo en la oficina de la estaca lo antes posible. Cuando llegue al centro de estaca ella estaba esperándome. Sus ojos estaban irritados por las lágrimas y su rostro pálido. No me cabe duda de que se había arrodillado varias veces después de haber recibido mi llamado, clamando misericordia.
Una vez mas nos sentamos frente a frente y le dije:
-No quiero hacerla esperar ni un solo minuto mas. Ni siquiera ofreceremos una oración. Permítame leerle la carta del presidente Kimball:
«Estimado presidente Featherstone:
Usted pidió información en cuanto al caso de una hermana que se sometió a un aborto hace treinta y cuatro años. Por la manera en que usted lo describe nos da la impresión de que hace mucho tiempo que se arrepintió. Puede usted decirle, en representación de la Iglesia, que esta perdonada.
Tras una minuciosa entrevista, puede usted otorgar a esa buena hermana una recomendación para el templo, para que pueda sellarse a su actual esposo.»
Ni aunque el Salvador mismo hubiera estado sentado en el lugar de aquella hermana me hubiera sentido mas cerca de El de lo que me sentí. Considero que eso es exactamente lo que El hubiera hecho. Fue como si un peso de una tonelada se hubiera quitado de los hombros de aquella buena mujer, que derramo abundantes lágrimas de alivio y gozo. Ya no tengo presente de quien se trataba.
El presidente J. Reuben Clark manifestó:
«Pienso que el Salvador dará el castigo mínimo que exija nuestra transgresión… Considero que en lo tocante a otorgar recompensas por nuestra buena conducta nos otorgara la máxima posible.»
Yo también creo esto con todo mi ser.
El capitulo 32 de Exodo relata de cuando Moisés subió al monte. Los hijos de Israel habían fabricado un becerro de oro. El pueblo ofreció sacrificio, se sentó a comer y a beber y se entrego a la diversión. Grande era la maldad que imperaba cuando Moisés descendió del monte, arrojo las tablas y estas se partieron; después quemo el becerro, y los idolatras fueron castigados.
Entonces, cuando el pueblo se hubo arrepentido (y esta es la clave del asunto), Moisés se presento una vez mas ante el Señor y oro, diciendo:
«Te ruego… que perdones ahora su pecado, y si no, ráeme ahora de tu libro que has escrito.» (Exodo 32:31-32.)
Tal vez he escuchado unas mil confesiones de transgresiones graves, y cada vez que un arrepentido transgresor ha salido de mi oficina, me he inclinado ante el Señor en oración diciendo: «Señor, perdónale, te lo ruego. De no ser posible, quita también mi nombre de tu libro. No deseo estar en un lugar donde esta persona no este, porque es una de las mas cristianas que he conocido.»
Aun cuando sus pecados fueren como la grana, pueden llegar a ser emblanquecidos como la nieve y el Señor ha prometido que no los tendrá mas presentes.
Mis amados, el Señor ha proveído a todo ser un líder eclesiástico cristiano investido de poderes y llaves divinos para ser su agente en el ejercicio del perdón, en representación de la Iglesia. Os ruego que, si tenéis transgresiones graves en vuestro corazón que no hayan sido confesadas, vayáis a vuestro obispo. Pleno de amor y caridad, bendecirá y quitara el peso del pecado del corazón y del alma arrepentida de este «Israel» contemporáneo.
Se que El nos ama y que es nuestro Redentor, nuestro Expiador, y nuestro Salvador. En el nombre de Jesucristo. Amen.

























Excelente discurso, muestra el amor del Salvador y el efecto en la vida de quien se qrrepiente verdaderamente.
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