El valor de una persona

Conferencia General Abril 1980logo pdf
El valor de una persona
por el élder James E. Faust
del Consejo de los Doce

James E. FaustDesearía decir algo con la esperanza de que sirviera de ayuda como tema de reflexión – a nuestros jóvenes.  Hasta ahora, nunca había sentido con tanta fuerza la necesidad de recibir el Espíritu divino y de que aquellos que escuchen logren comprender mi mensaje.

Me gustaría comenzar relatando una visión maravillosa que el profeta José Smith tuvo concerniente a los Doce Apóstoles de esa época, la cual para mí tiene un significado muy especial.  Heber C. Kimball escribió:

«La siguiente visión le fue manifestada a él (José Smith), y según recuerdo sucedió así:

El vio a los Doce Apóstoles predicando, y parecía que se encontraban en una tierra muy lejana. Después de algún tiempo, se reunieron en forma inesperada; aparentemente habían sufrido gran tribulación, pues vestían andrajos y tenían lastimadas las rodillas y los pies.  Al juntarse formaron un círculo y todos fijaron los ojos en el suelo.  Fue entonces cuando en medio de ellos se apareció el Salvador, los miró y lloró; El quería que lo vieran, pero ellos no lo percibieron.» (Orson F. Whitney, Life of Heber C. Kimball, Salt Lake City: Bookcraft, pág. 94; History of the Church, 2:381.)

El mensaje que podemos deducir de esta visión es que debido a que los Doce Apóstoles habían sufrido tanto, sobrellevado tantas tribulaciones y agotado sus fuerzas en la lucha por la justicia, su agotamiento no les permitió ver la luz divina.  Si hubiesen podido percibir esa luz, hubiesen visto al Señor Jesús, que quería que le vieran,  llorando junto con ellos, sufriendo con ellos y en medio de ellos.

No hace muchos meses, estuvimos en una de las ciudades más antiguas de la tierra, donde se encuentran algunas de las grandes maravillas del mundo, al igual que el crimen, la pobreza y la suciedad.  Mientras pasábamos por un lugar atestado de gente, de suciedad, de olores repugnantes, nuestro anfitrión nos dijo que todo en esa ciudad era hermoso si sólo levantábamos la vista y mirábamos lo que estuviera a treinta centímetros o más del suelo.

Recientemente, el precio del petróleo, del oro y de otros minerales preciosos ha aumentado en forma considerable.  Estos tesoros se obtienen mirando hacia abajo, y aunque son útiles y necesarios, son riquezas tangibles. ¿Qué podemos decir de los tesoros que sólo se encuentran cuando levantamos la vista, las riquezas intangibles que se obtienen sólo cuando buscamos las cosas santas?  Esteban alzó la vista y «lleno del Espíritu Santo… vio la gloria de Dios, y a Jesús que estaba a la diestra de Dios». (Hechos 7:55.)

Al pensar en nuestros jóvenes, me doy cuenta de lo que están pasando, pues tienen que salir adelante a pesar de la obscuridad y de la niebla moral que es más densa de lo que nosotros podamos recordar.  Vivimos en un mundo donde el éxito parece medirse por las posesiones terrenales, sin importar en qué forma éstas se adquieren.  La honestidad, la decencia, la castidad y la santidad se degradan con frecuencia a un valor mucho menor que el de las posesiones materiales. ¿Están nuestros jóvenes tentados a mirar hacia arriba o hacia abajo?

El deseo de obtener riquezas y popularidad en el mundo hace ver de la forma más atractiva todos los males de la raza humana; aquellos que buscan en forma seductiva comerciar con lo corruptible del comportamiento humano instigan entre nuestros inexpertos las prácticas más perversas y repugnantes.  La conciencia parece cauterizarse y todo lo que inspira espiritualidad parece desaparecer; se fomenta la vida sin ideales y sin propósito, y parece que no se enseña, se instiga ni se valoriza suficientemente la nobleza de pensamiento.

La norma del ladrón común, «¿De qué podemos apoderarnos?» se ha convertido en un modelo para muchas personas, en lugar de seguir lo que su propia integridad les dicte. ¿Qué les ha sucedido al respeto y a la integridad personal?  Quienes las posean no concebirían siquiera la idea de hacer cosas deshonestas o degradantes.  Podría citar como ejemplo la forma en que respondemos al crédito financiero, método utilizado por el mundo comercial; con frecuencia olvidamos que aquellos que nos lo dan nos están dando en esa forma su confianza, de manera que nuestra propia integridad está comprometida. Recuerdo haber oído a mi padre hablar con mucho respeto de un hombre a quien él, como abogado, le había ayudado cuando fracasó en sus negocios.  A pesar de que legalmente no tenía que pagar ninguna de sus cuentas, pues se había declarado en bancarrota, con el tiempo pagó a todos los acreedores que le habían ofrecido su confianza. Nuestra propia integridad es una parte muy importante de nuestro valor individual.

¿En qué forma la creencia y la moralidad cristianas pueden verse más completamente en nuestras acciones? ¿Acaso nuestros compromisos no son sagrados?  El incrédulo Tomás quería creer, pero sólo creyó un poco.  Creo firmemente que para aumentar nuestro valor personal hasta el punto de dejar a un lado todo lo malo, debemos consagrarnos totalmente a las ordenanzas y los principios salvadores del evangelio, bajo la autoridad divina del sacerdocio.  Debe ser una consagración a los principios básicos de la cristiandad, los cuales incluyen la honestidad hacia uno mismo y hacia los demás, la abnegación, y la integridad de pensamiento y acción.

Los principios del evangelio restaurado son tan sencillos, tan claros, tan misericordiosos, y están investidos de tanta belleza y amor verdadero, porque llevan impreso el sello indiscutible del Salvador mismo.

Debemos saber bien cómo confrontar y solucionar las dificultades de la vida, especialmente aquellas que vienen acompañadas de la tentación. En lugar de enfrentarse en forma honesta a esos problemas, muchas personas esquivan las dificultades, desviándose de los caminos de las grandes verdades que traen felicidad, y justificando el quebrantamiento de promesas y convenios sagrados con razonamientos que parecen lógicos pero que no son aceptables.

No puedo menos que preguntarme si estaremos siguiendo normas demasiado bajas. ¿Estamos acaso midiendo nuestras acciones con unidades de medida indignas de aquellos que anhelan obtener la santidad? ¿O acaso estamos conformes pensando que ya hemos cumplido con los requisitos por nuestra asistencia a las reuniones o por un mínimo de actividades destinadas a acallar la conciencia? ¿Nos estamos guiando por pautas que nos invitan a mirar hacia arriba en lugar de mirar hacia abajo?

A mi regreso después de haber vivido en Sudamérica, quedé sorprendido al notar la falta de autoestima que muchas personas evidenciaban por su forma de vestir; para atraer la atención o aduciendo sentirse más cómodas, muchas no solamente han caído en la inmodestia, sino también en el descuido; y aun en contra de lo que sería beneficioso para ellas, presentan el peor de los aspectos.

Al olvidar el gran principio de la modestia, la sociedad ha pagado un gran precio por la violación de otro aún mayor: el de la castidad.  Los que promueven las relaciones sexuales ilícitas, que degradan y embrutecen a los que participan en ellas, han destruido completamente el propósito de estos dones divinos.

La castidad antes del matrimonio y la fidelidad después de éste son ingredientes primordiales para que entre los esposos florezca el amor sagrado.  Esta virtud nutre y vivifica los sentimientos de dignidad personal y sirve como escudo contra la destrucción de nuestra propia imagen.

Uno de los problemas sociales más arraigados en la sociedad actual se relaciona con la falta de autoestima. Una imagen personal pobre no se puede fortalecer dejando que otros establezcan siempre las normas que vamos a seguir ni cediendo a las demandas de quienes nos rodean. Con demasiada frecuencia, los jóvenes dependen de la imagen de otra persona en lugar de la suya propia, imitando actitudes que no los benefician en absoluto.

La inseguridad y la falta de autoestima son sinónimos de la falta de autorrespeto. ¿Podemos acaso respetarnos a nosotros mismos cuando hacemos cosas que censuramos y hasta condenamos en otras personas?  Sin embargo, el arrepentirnos de nuestras transgresiones y abandonarlas es como un bálsamo que fortalece nuestra valía y la dignidad humanas.

En vista de que la virtud y la fe no son elementos que se pueden adquirir en cualquier lugar, quizás muchos piensen que pueden vivir siguiendo las normas que bien les plazca. En una sociedad donde los valores, la moral y las normas no cuentan, muchas personas carecen de sentimientos de valor, respeto y dignidad personales.  Hay jóvenes, y también personas maduras, que no se dan cuenta de que la virtud es una cualidad humana que continúa aun después de la muerte.

Al analizar desde el punto de vista intelectual la dignidad humana, el valor de la fe en Dios y del comportamiento virtuoso no se puede probar ni medir; de manera que con frecuencia la gente lo rechaza como si no tuviera ninguna importancia.  Este camino nos lleva al fracaso, puesto que en él no se toma en cuenta la magnitud de aquello que conocemos en forma subjetiva, pero que no podemos medir.  Por ejemplo, yo quiero a mi esposa y a mi familia, y siento que ellos me quieren; esos sentimientos de amor que sentirnos los unos por los otros no se pueden medir, y sin embargo, para nosotros, son muy reales.  En la misma forma, el dolor es difícil de medir, pero también es real.  Lo mismo ocurre con la fe en Dios; sabemos que El existe sin poder «medir» su existencia.  Pablo dijo:

«El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios.» (Romanos 8:16.)

¿Qué limitaciones tienen aquellos que buscan la santidad?  Afortunadamente, esto es algo que cada uno tiene que decidir.  Sin embargo, alcanzamos la perfección en mucho de lo que hacemos y podemos perfeccionarnos en la determinación que tengamos de hacer todo lo bueno.

Según mi opinión, la intención del gran Creador no fue que la humanidad viviera en el egoísmo y satisfaciendo todas sus pasiones, puesto que «a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó» (Génesis 1:27).  El salmista dijo:

“¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria . . .

Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra.

Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies.» (Salmos 8:46.)

¿Cuál es la norma de la santidad?  La respuesta está en la Biblia, cuando Moisés le canta alabanzas a Jehová diciéndole que no hay ninguno como El: «¿Quién como tú, oh Jehová… magnífico en santidad». (Véase Éxodo 15:11.)

Al igual que a Esteban, quienes buscan la santidad ven la gloria de Dios. (Véase Hechos 7:55.) El Señor mismo describió en parte las bendiciones que se reciben cuando se busca la santidad:

«De cierto, así dice el Señor: Acontecerá que toda alma que deseche sus pecados y venga a mí, invoque mi nombre, obedezca mi voz y guarde mis mandamientos, verá mi faz y sabrá que yo soy.» (D. y C 93:1.)

Al comienzo de mi discurso me referí a la visión del profeta José Smith concerniente a los Doce Apóstoles.  No debemos suponer que porque los Doce no vieron al Salvador, pues tenían los ojos fijos en el suelo, habían fracasado en sus labores; por el contrario, el grupo continuó laborando con firmeza y constancia en su ministerio.  Su desaliento era sólo temporal; sus obras fueron heroicas y llenas de valor.  Al profeta José Smith le fue concedido ver el final de la visión y tuvo el privilegio de contemplar la consumación de la obra de los Doce.  Heber C. Kimball dice:

«. . . vio hasta que ellos habían completado su obra y llegado a la entrada de la ciudad celestial, donde Adán les abrió las puertas, y a medida que entraban, él los abrazaba uno por uno y los besaba.  Después, Adán los condujo hasta el trono de Dios y allí el Salvador abrazó a cada uno y los besó y coronó en la presencia de Dios… La impresión que esta visión dejó en la mente del hermano José fue tan fuerte que cuando hablaba de ella no podía contener las lágrimas.» (Life of Heber C. Kimball, págs. 93-94.)

La dignidad personal aumenta grandemente cuando elevamos nuestra mirada procurando alcanzar la santidad. Al igual que los árboles gigantes, debemos abrirnos camino hacia arriba en busca de la luz.  Podemos llegar a conocer la fuente más importante de luz por medio del don del Espíritu Santo, el cual es la fuente de la fortaleza y la paz interior.

He visto la dignidad y la valía humanas expresadas elocuentemente en la vida del más humilde de los humildes, en la vida de los pobres, y también en la de los ricos y los muy educados.  Los frutos de su esfuerzo por lograr la pureza se pueden ver expresados por medio de su dignidad, así como de sus sentimientos de autorrespeto y valor personal.  Shakespeare, hablando por medio de Polonio, dijo:

«Y, sobre todo, esto: sé sincero contigo mismo, y de ello se seguirá, como la noche al día, que no puedes ser falso con nadie.» (Hamlet, Acto I, Escena 3.)

Gran parte de nuestro autorrespeto se basa en nuestro trabajo, en nuestra frugalidad y en la capacidad que tengamos para valernos por nosotros mismos.

Que todos tengamos un sentimiento de valía y dignidad personal debido al conocimiento de que somos hijos de Dios y que recibimos fortaleza al fijar la vista en miras elevadas mientras tratamos de lograr la santidad.  Y que al así hacerlo, seamos dignos de recibir la inspiración que fluye constantemente de Dios, y que es sagrada, real, y con frecuencia muy privada.

Estoy seguro de estas cosas por la inspiración que mi alma recibe.  Sé que Jesús vive y que está a la cabeza de esta Iglesia, y este testimonio os dejo en el nombre del Salvador Jesucristo.  Amén.

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