Conferencia General Abril 1981
Los principios básicos de los servicios de bienestar
por el presidente Marion G. Romney
de la Primera Presidencia
Hermanos y hermanas, con mucho interés he estado escuchando lo que se ha dicho esta mañana. Cada seis meses, por un período de cuarenta años, he estado asistiendo a este edificio para recibir instrucción con respecto a lo que hoy día conocemos como los Servicios de Bienestar de la Iglesia. Originalmente este programa se conocía con el nombre de Plan de Seguridad de la Iglesia. En el título que se le daba en esa época hay un significado que necesitamos comprender actualmente; ante todo, que la seguridad, la verdadera seguridad, se consigue solamente viviendo los principios del evangelio. La seguridad es el fruto de una vida justa.
El Libro de Mormón contiene la historia de pueblos en los que a través del curso de mil años se observaban los frutos de la rectitud y de la iniquidad. Cuando guardaron los mandamientos del Señor, prosperaron; y, en cambio, cuando fueron desobedientes cayeron en la iniquidad, tuvieron guerras, hambre y esclavitud. Una y otra vez leemos acerca de familias, tribus y naciones completas que al guardar los mandamientos del Señor y hacer convenios con El, recibieron la bendición de su Espíritu. Por motivo de su rectitud prosperaron tanto en forma espiritual como temporal; pero cuando no guardaron los mandamientos, decayeron en ambos sentidos.
El Libro de Mormón contiene principios que pueden brindarnos verdadera seguridad en un mundo minado por la iniquidad y acosado por el temor y los problemas económicos. Pienso que nuestro pueblo quiere lograr esa seguridad; pero la mayoría no estarnos siguiendo el curso que nos guía a ella. Actualmente, los pueblos y los gobiernos piensan que podemos lograr un estado económico próspero, a pesar de no actuar de acuerdo con su estado económico; gastan, hipotecan, acumulan deudas y obligaciones y a la larga pierden estabilidad, seguridad e independencia. Permitidme recalcar un punto que muy fácilmente olvidamos: que el Señor está interesado en todo lo que se relaciona con nuestra vida; nuestras familias, nuestro trabajo, y nuestro desarrollo personal. El nos ha dado verdades eternas para guiarnos en estos aspectos; aún más, nos ha dado su Espíritu para ayudarnos a aplicar estos principios, pero solamente si lo seguimos podremos tener seguridad.
Recientemente he vuelto a leer algunos de los discursos dados por las Autoridades Generales cuando por primera vez anunciaron el llamado Plan de Seguridad de la Iglesia. Me sentí conmovido por el poder y solemnidad de los pensamientos expresados por los hermanos. A continuación cito una declaración hecha por el presidente J. Reuben Clark en la conferencia de octubre de 1936, el día en que el presidente Heber J. Grant leyó una carta de la Primera Presidencia, en la cual se comunicaba el establecimiento del Plan de Seguridad de la Iglesia. Notad cómo recalca que este Plan de Seguridad es simplemente una expresión verdadera de los principios básicos del cristianismo contenidos en el evangelio:
«Hemos proclamado al mundo, y declarado que sabemos que tenemos el plan del evangelio, el cual no sólo abarca las espirituales sino también nuestras necesidades temporales… Nos enseña cómo vivir en grupo y bajo una organización y principios que, si somos dignos, nos permitirán vivir juntos como hermanos, iguales en todas las cosas.
Este plan que se nos ha dado es una responsabilidad, ya que mediante él las reglas cristianas pueden llegar y llegarán a todas las naciones de la tierra.»
El 4 de abril de 1943, desde este púlpito declaré que el Plan de Seguridad de la Iglesia o sistema de bienestar consistía de tres elementos básicos:
«Primero, cada persona debe dar valor a su independencia y trabajar con todas sus fuerzas, para conservarla siempre y ser autosuficiente. Este fue el mandamiento que nos dio el Señor cuando echó a nuestros primeros padres del Jardín de Edén bajo el firme mandamiento: ‘Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra’ (Génesis 3:19).
Segundo, la responsabilidad de sustentar a una persona descansa sobre la familia: los padres a sus hijos, los hijos a sus padres. Es un hijo desagradecido aquel que pudiendo, no ayuda a sus padres para que no tengan preocupaciones.
Después que la persona haya hecho todo lo que esté de su parte para mantenerse a sí misma, y los miembros de la familia hayan hecho lo posible por ayudarle, la Iglesia, a través del Plan de Bienestar, cuidará de que sus miembros -aquellos que acepten el plan y trabajen en él hasta el máximo de su capacidad — sean atendidos ‘según su familia, conforme a sus circunstancias, carencias y necesidades’ (D. y C. 51:3).» (Conference Report, págs. 27-28.)
Estoy seguro de que muchos de vosotros que pertenecéis a mi generación habéis escuchado esta doctrina repetidas veces de boca de las Autoridades Generales; sin embargo, me pregunto si parte de nuestra juventud o nuestros jóvenes obispos y presidentes de estaca se habrán tomado el tiempo para pensar en lo que esto significa. Más importante aún, me pregunto si nosotros como pueblo, como nación, y como comunidad mundial, comprendemos realmente el principio básico sobre el cual descansa todo esto: la autosuficiencia.
El principio de autosuficiencia nace de una doctrina fundamental de la Iglesia, el albedrío. Elohím, cuando creó al hombre y lo puso sobre esta tierra, le dio su albedrío para que actuara por sí mismo, y dijo:
«Porque conviene que yo, el Señor, haga a todo hombre responsable, como mayordomo de las bendiciones terrenales que he dispuesto y preparado para mis criaturas…
Porque la tierra está llena, y hay suficiente y de sobra; sí, yo preparé todas las cosas, y he concedido a los hijos de los hombres que sean sus propios agentes.» (D. y
- 104:13, 17; cursiva agregada.) De la misma manera en que cada persona es responsable por sus elecciones y acciones en los asuntos espirituales, también es responsable por los asuntos temporales. Es por medio de nuestros propios esfuerzos y decisiones que nos abrimos camino en esta vida. Aunque el Señor nos ayude, ya sea en maneras imperceptibles o espectaculares, sólo lo hace cuando nosotros mismos hacemos un esfuerzo de nuestra parte.
Por último, nuestras propias acciones determinarán las bendiciones que recibamos, lo cual es una consecuencia directa del uso que hagamos del albedrío y de la responsabilidad.
El principio de autosuficiencia también puede aplicarse a la unidad básica de la Iglesia, que es la familia, y no tan sólo al individuo. En la Iglesia, el concepto de proveer para la propia familia y confiar en ella para el desarrollo, la ayuda y el cuidado mutuos son igualmente fundamentales para lograr la autosuficiencia. La familia es la organización básica de la Iglesia; ninguna agencia ni institución puede ni debe reemplazarla. La unidad familiar eterna se fundó por convenio sagrado y el gobierno eterno del sacerdocio; el mismo convenio que obliga a los padres a cuidar de sus hijos obliga a los hijos a cuidar de sus padres en tiempos de necesidad. El mandamiento «Honra a tu padre y a tu madre» (Éxodo 20:12) se aplica también al Israel actual y es un requisito para todos los miembros fieles de la Iglesia.
Como consecuencia del principio de autosuficiencia familiar, debemos darnos cuenta de que, generalmente, no tenemos ningún derecho de acudir a los recursos de la Iglesia para resolver nuestros propios problemas y necesidades temporales, hasta que nuestra familia haya hecho todo lo que esté a su alcance por ayudarnos. Esta es la doctrina que el Señor estableció cuando dijo:
«Y después de eso, pueden pedirlo a la Iglesia, o en otras palabras, al depósito del Señor, si sus padres no tienen los medios para darles . . .» (D. y C. 83:5.)
Finalmente, supongo que podemos pensar en la autosuficiencia de la Iglesia; es decir, después de haber hecho todo, a nivel personal y familiar, entonces el Señor nos ha dado instrucciones de cómo debemos ayudarnos los unos a los otros como familia eclesiástica. La proporción de este cuidado y las bases sobre las cuales se da tienen sus raíces en un principio fundamental. Permitidme compartir con vosotros un pensamiento muy especial expresado por el presidente Joseph F. Smith en la Conferencia General de abril de 1898 (por supuesto, fue antes de establecerse el plan de bienestar):
«La gente no debería estar tan dispuesta a recibir caridad, a menos que se viera obligada a hacerlo ara no sufrir. Todas las personas deberían poseer un espíritu de independencia y de autosuficiencia que les indicara cuando se encuentran en verdadera necesidad: Estoy dispuesto a trabajar a cambio de lo que se me quiera dar. Ninguna persona debe estar satisfecha de recibir, y no hacer nada para compensar por lo que recibe.» (Conference Report, pág. 48.)
Si todas las personas que buscan la ayuda de su obispo lo hicieran con el deseo de seguir esta regla de la caridad, sobreabundan las bendiciones tanto sobre el que da como sobre el que recibe. Cualquiera se sentiría satisfecho de contribuir al plan de bienestar de la Iglesia cuando el necesitado está impulsado por este espíritu. Motivada de esta manera, la gente necesitada desea volver a ser autosuficiente y contribuir con todo lo que pueda al programa, luego de recuperarse de sus problemas y necesidades.
Mi deseo hoy día, mis hermanos, es que volvamos a poner nuestra atención en los principios básicos de los Servicios de Bienestar. Vuelvo a repetir que estos servicios no son tan sólo un programa; son el evangelio en acción; sus principios son los principios del evangelio; son la norma cristiana en los asuntos temporales.
Es ni¡ deseo que podamos aprender de las Escrituras y de los consejos que nos dan los Profetas, y que hagamos lo que esté de nuestra parte para mantenernos a nosotros mismos, velar por nuestras familias, y contribuir generosa y humildemente con nuestra porción para ayudar a aquellos menos afortunados que nosotros. Permitidme citar, para concluir, algo que dijo el rey Benjamín, quien al término de su ministerio tuvo este sabio consejo para los miembros de la Iglesia que habían vivido bajo su inspirado liderazgo por muchos años:
«Y he aquí, os digo que si hacéis esto ‘ siempre os regocijaréis, y seréis llenos del amor de Dios y siempre retendréis la remisión de vuestros pecados. . .
Y ahora por el bien de estas cosas que os he hablado, es decir, por el bien de retener la remisión de vuestros pecados de día en día, a fin de que andéis sin culpa ante Dios, quisiera que de vuestros bienes dieseis al pobre, cada cual según lo que tuviere, tal como alimentar al hambriento, vestir al desnudo, visitar al enfermo, y ministrar para su alivio, tanto espiritual como temporalmente, según sus necesidades.
Y mirad que se hagan todas estas cosas con prudencia y orden . . . (Mosíah 4:12, 26 -27.)
Que podamos tener disciplina y sabiduría y vivir para implantar estos grandes principios, es mi ruego en el nombre de Jesucristo, nuestro Redentor. Amén.
























