Conferencia General Abril 1981
Los valores morales y sus recompensas
por el élder Royden G. Derrick
de la Presidencia del Primer Quórum de los Setenta
La historia del pueblo de la antigua América, tal como se relata en el Libro de Mormón, nos enseña que las civilizaciones están edificadas sobre fundamentos morales. Cuando los pueblos son moralmente fuertes, prosperan; de lo contrario, sufren. Nos enseña también que sin moralidad no puede existir libertad y que ésta no puede darse gratuitamente a las personas, sino que éstas deben ganarla.
Nos enseña que la gente cambia una y otra vez, pero que los mandatos de Dios nunca cambian, sino que permanecen constantes porque los principios fundamentales del buen comportamiento son eternos e incambiables. Por medio de las Escrituras el Señor nos indica la forma en que debemos actuar para enriquecer nuestra vida, para traer paz a nuestra alma, para fortalecer a nuestra familia y para hacernos más dignos.
El Señor dijo:
«Por tanto, escuchad mi voz y seguidme, y seréis un pueblo libre . . .» (D. y C. 38:22.)
Durante su ministerio El dijo:
“Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.» (Juan 8:32.)
El Salmista escribió:
«Bienaventurada la nación cuyo Dios es Jehová.» (Salmos 33:12.)
En Eclesiastés leemos:
«Teme a Dios, y guarda sus mandamientos; porque esto es el todo del hombre.» (Eclesiastés 12:13.)
El Salvador también dijo:
«Porque lo que sembréis, eso mismo cosecharéis. (D. y C. 6:33.)
En la revelación moderna aprendemos que «hay una ley, irrevocablemente decretada en el cielo antes de la fundación de este mundo, sobre la cual todas las bendiciones se basan; y cuando recibimos una bendición de Dios, es porque se obedece aquella ley sobre la cual se basa» (D. y C. 130:20-21).
La familia es la unidad básica de la sociedad, y nuestros valores morales se establecen en nuestras relaciones familiares. La responsabilidad de enseñar principios morales recae sobre el hogar y es allí en donde se deben aprender. Sin embargo, no en todos los hogares se brinda el amor y la guía de una paternidad responsable. En una sociedad ideal, el hogar debe aceptar la responsabilidad de enseñar los verdaderos valores morales.
El Señor dijo:
«Pero yo os he mandado criar a vuestros hijos en la luz y la verdad.» (D. y C. 93:40.) Y vuelvo a repetir:
«Y también enseñarán a sus hijos a orar y a andar rectamente delante del Señor.» (D. y C. 68:28.)
Los maestros, tanto en la Iglesia como en las escuelas, deben aliarse con los padres para enseñar a los niños buenos principios que los guíen a través de la vida. El hogar debe ser un laboratorio donde se inculcan estos principios y otros aún más delicados por medio de las experiencias diarias.
Desgraciadamente, la sociedad actual no le da suficiente importancia al hogar y a la familia. Recientemente, en una revista de los Estados Unidos, se publicó un artículo con estadísticas que mostraban la decadencia alarmante que existe entre las familias de América. Los problemas que causan tan seria situación se originan en faltas morales y en el egoísmo. La fortaleza de la unidad familiar se logra con servicio mutuo, pero cuando concentramos todos nuestros esfuerzos en obtener nuestra propia comodidad y en satisfacer nuestros deseos, los que sufren son la familia y la sociedad.
Dedicamos tiempo a muchas cosas: algunas afectan sólo nuestra vida mortal y otras, también la eternidad. Lograr la unidad familiar es un objetivo eterno, y sus beneficios se extienden más allá de nuestra existencia mortal.
Hace algunas semanas, mientras viajaba hacia Monterrey, México, me senté junto a un hombre, natural de ese país. Durante nuestra conversación me enteré de que tenía ocho hijos y me di cuenta de que se sentía orgulloso de ellos. Lo animé para que me hablara más sobre su familia y luego le pregunté:
—¿Cuánto tiempo piensa tenerlos cerca?
—Toda la vida -me contestó. —¿Y después, qué? —le pregunté de nuevo.
—Moriré y me convertiré en polvo.
De la Biblia leímos las palabras del Salvador a sus Apóstoles poco antes de su crucifixión:
«En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros.
Y si me fuere y os preparara lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis.» (Juan 14:2-3.)
Luego le pregunté qué quiso decir Jesús con eso. Meditó un momento y se mostró dispuesto a escuchar, pues no lo sabía. Le expliqué sobre el mundo de los espíritus y la resurrección, y luego le pregunté:
—¿Quiere mucho a sus hijos? Me aseguró que sí.
—¿Le gustaría estar con su esposa y sus hijos en la otra vida?
—No hay nada que anhelaría más —me contestó.
A continuación, le expliqué que ese anhelo podría realizarse. Hablamos sobre el Libro de Mormón y le dije que era la historia de sus progenitores, que contenía el relato de la visita de Jesucristo a América, y que podría ayudarle a tener una familia eterna; le pedí que escribiera su nombre y dirección en una tarjeta y le prometí que le enviaría a la casa un Libro de Mormón en español.
Cuando llegué a Monterrey entregué la referencia a los misioneros. La semana pasada recibí una carta de éstos en la que me informaban sobre la visita. Dice así:
«El domingo siguiente a la conferencia fuimos a la casa del señor B… Su esposa vino a la puerta y, viendo que éramos predicadores religiosos, nos dijo que no nos sería posible ver a su esposo porque estaba muy ocupado. Sin embargo, no nos dimos por vencidos y mientras hablábamos le mostramos la tarjeta que usted nos dio; él inmediatamente salió a saludarnos con los brazos abiertos. Entramos a su casa, nos arrodillamos y oramos con toda la familia (tiene ocho hermosos hijos). El Espíritu del Señor estaba presente.
Con gratitud aceptó que regresáramos para enseñarles el plan de salvación. Recibió el Libro de Mormón y nos prometió que lo leería.»
No sé cómo es posible que una persona inteligente, que ama a su familia, no desea un don tan precioso como el de estar con su esposa y sus hijos en esta vida y en la venidera, y además incluir a sus padres, a otros antepasados y a su posteridad en una relación familiar eterna.
Las Escrituras dicen:
«Todos los convenios, contratos, vínculos, compromisos, juramentos, votos, efectuaciones, uniones, asociaciones o aspiraciones que no son hechos, ni concertados, ni sellados por el Santo Espíritu de la promesa… por revelación y mandamiento, por conducto de mi ungido, a quien he designado sobre la tierra para tener este poder… ninguna eficacia, virtud o fuerza tienen en la resurrección de los muertos, ni después; porque todo contrato que no se hace con este fin termina cuando mueren los hombres.» (D. y C. 132:7.)
Testifico que la autoridad de Dios para sellar por el Santo Espíritu de la promesa, por esta vida y toda la eternidad, está investido en nuestro Profeta, Spencer W. Kimball. El ha delegado esa autoridad debidamente para que esta sagrada obra de sellar familias por toda la eternidad se efectúe diariamente en los santos templos de Dios.
¡Cómo desearía que mis amigos que no son miembros de la Iglesia escucharan este mensaje tan importante! Podemos estar con nuestra familia para siempre. Todo lo que tenemos que hacer para recibir esa bendición es guardar los mandamientos del Señor.
En las Escrituras leemos:
«Y el espíritu y el cuerpo son el alma del hombre» (D. y C. 88:15).
Cuando un hombre muere, su cuerpo va a la tumba, y su espíritu va a un lugar de espera llamado paraíso.
El presidente Joseph F. Smith tuvo el privilegio de ver el mundo de los espíritus en forma retrospectiva hasta el tiempo en que el Salvador fue a ese lugar para visitarlo. Este profeta escribió:
«Y vi las huestes de los muertos, pequeños así como grandes.
Y se hallaba reunida en un lugar una compañía innumerable de los espíritus de los justos que habían sido fieles’ en el testimonio de Jesús mientras vivieron en la carne…
Todos éstos habían partido de la vida terrenal, firmes en la esperanza de una gloriosa resurrección mediante la gracia de Dios el Padre y de su Hijo Unigénito, Jesucristo…
Mientras esta innumerable multitud esperaba y conversaba, regocijándose en la hora de su liberación de las cadenas de la muerte, apareció el Hijo de Dios y declaró libertad a los cautivos que habían sido fieles . . .
Mas a los inicuos no fue, ni se oyó su voz entre los impíos y los impenitentes que se habían profanado mientras estuvieron en la carne…
Mas he aquí, organizó sus fuerzas y nombró mensajeros de entre los justos, investidos con poder y autoridad, y los comisionó para que fueran y llevaran la luz del evangelio a los que se hallaban en tinieblas, es decir, a todos los espíritus de los hombres; y así se predicó el evangelio a los muertos;
y los mensajeros escogidos salieron a declarar el día aceptable del Señor, y a proclamar la libertad a los cautivos que se hallaban encarcelados; sí, a todos los que estaban dispuestos a arrepentirse de sus pecados y recibir el evangelio.
Así se predicó el evangelio a los que habían muerto en sus pecados, sin el conocimiento de la verdad, o en transgresión por haber rechazado a los profetas.» (D. y C. 138:1112, 14, 18, 20, 30-32.)
Hoy día también hay espíritus de los justos que esperan el día de su rescate y resurrección.
«Los fieles élderes de esta dispensación, cuando salen de la vida terrenal, continúan sus obras en la predicación del evangelio de arrepentimiento y redención, mediante el sacrificio del Unigénito Hijo de Dios, entre aquellos que están en tinieblas y bajo la servidumbre del pecado en el gran mundo de los espíritus de los muertos.
Los muertos que se arrepientan serán redimidos, mediante su obediencia a las ordenanzas de la casa de Dios, y después que hayan pagado el castigo de sus transgresiones, y sean purificados, recibirán una recompensa según sus obras, porque son herederos de salvación.» (D. y C. 138:57-59.)
Uno de los principales objetivos de la Iglesia es el de identificar a estas personas que han muerto y realizar por ellos las ordenanzas salvadores del evangelio, ya que ellos no pueden hacerlo por sí mismas. Una vez que estas ordenanzas hayan sido efectuadas, si la persona acepta el evangelio en el gran mundo de los espíritus, esta obra adquiere validez.
Una de las ordenanzas que se efectúan en los templos del Señor es el sellamiento de esposos entre sí y de hijos a padres, tanto personales como por los muertos, uniendo de esa forma a las familias por las eternidades según su deseo de vivir de acuerdo con los principios del evangelio.
Por lo tanto, cuando los miembros de una sociedad sirven al Señor de acuerdo con los mandamientos que El les ha dado y los valores morales, reciben recompensas muy especiales, tanto en esta vida como en la venidera. Este plan no es del hombre sino de Dios; es un mensaje de salvación que tiene el poder de exaltar y de dar libertad total a todos aquellos que escuchen su voz y lo sigan. De esto doy testimonio en el santo nombre del Señor Jesucristo, el cual dio su vida para que estas cosas fueran posibles. Amén.
























