Creeis o no?

Conferencia General Octubre 1981
¿Creeréis o no?
por el élder Bruce R. McConkie
del Consejo de los Doce

Quisiera que considerarais conmigo estas preguntas:

Si hubierais vivido en Jerusalén, en los días de Jesús, ¿lo habríais aceptado como el Hijo de Dios en la misma forma en que lo aceptaron Pedro y los demás Apóstoles? ¿O habríais dicho que estaba poseído por un demonio y hacía milagros por el poder de Belcebú, como Anás y Caifás afirmaron?

Si hubierais vivido en Nazaret, Canaán o Capernaum, ¿habríais creído en la nueva religión que predicaba el pequeño grupo de pescadores? ¿O habríais seguido en las tradiciones de vuestros antepasados, en las cuales no encontraríais la salvación?

Si hubierais vivido en Corinto, Efeso o Roma, ¿habríais creído en el extraño evangelio que predicaba Pablo? ¿O habríais puesto vuestra confianza en las extravagancias, tradiciones y forma de adoración que prevalecían en ese entonces?

Si vivís actualmente en Nueva York, Londres o Madrid; si vivís en Buenos Aires, Lima o Caracas, o en cualquier otra parte del mundo, ¿aceptaréis esta nueva, pero antigua religión, este nuevo pero antiguo evangelio, este nuevo pero antiguo modo de vida que Dios ha vuelto a revelar en nuestros días? ¿O apoyaréis y favoreceréis iglesias que ya no guardan ninguna semejanza con aquella que se estableció entre los primeros santos?

Si escucháis una voz profética, si se expresa en vuestra presencia un testimonio apostólico, si los siervo del Señor os dan un mensaje de su Maestro, ¿cuál será vuestra reacción? ¿Creeréis o no?

Si se os dice con solemnes palabras que José Smith fue un elegido de Dios, que por medio de él se ha restaurado la plenitud del evangelio eterno y que el Señor ha establecido una vez más su Iglesia entre los hombres, ¿creeréis el mensaje enviado desde los cielos? ¿O, al igual que Anás y Caifás, os mantendréis entre la mayoría entregando vuestra salvación eterna a las diversas religiones que abundan por doquier y que han sido creadas por los hombres?

Con el antecedente de todas estas preguntas, quisiera ahora tomarme la libertad de hacer esta solemne declaración: Somos los siervos del Señor, y El nos ha dado un mensaje para llevar a todas partes y a todo ser humano.

Somos débiles, sencillos, e indoctos.  Solos, nada podemos hacer; pero con la fortaleza que nos da el Señor, no podemos fracasar.  Es Su poder lo que nos sostiene y nos guía.

Sabemos lo que el futuro nos depara; sabemos de las guerras, plagas y desolación que muy pronto asolarán la tierra como un fuego devorador. Esta es una época tenebrosa de pesar y aflicciones. Los cielos se oscurecen; los hombres desfallecen a causa del temor (Lucas 21:26); reina la confusión en las naciones, que no saben en dónde procurar paz y seguridad.

Esta es una época en la que hombres dementes que tienen gran poder, súbitamente, en un instante, pueden desatar armas tan terribles que millones de personas morirían asesinadas entre la salida y la puesta del sol.

No ha habido época más aterradora que la nuestra.  La iniquidad abunda; todas las perversiones y la maldad de Sodoma encuentran sus fieles seguidores, y la palabra de revelación nos asegura que hasta la venida del Hijo del Hombre las condiciones han de empeorar, y no mejorar.

A causa de la corrupción y las maldades que cubren la tierra; a causa de que el hombre se ha apartado de las ordenanzas del Señor y roto su convenio eterno; a causa de que muchos siguen los malos hábitos del mundo y son carnales, sensuales y diabólicos; a causa de todo esto, el Señor nos ha dado un mensaje para nuestros semejantes:

«Por tanto, yo, el Señor, sabiendo las calamidades que sobrevendrían a los habitantes de la tierra», dijo, «llamé a mi siervo José Smith, hijo, y le hablé desde los cielos y le di mandamientos.» (D. y C. 1: 17.)

Entonces, ¿cuál es nuestro mensaje?  Es el mensaje de la Restauración.  Es la buena nueva de que Dios misericordioso ha restaurado la plenitud de su evangelio sempiterno. Es la palabra santificada de que todos los seres humanos pueden salvarse obedeciendo las leyes y ordenanzas del evangelio.

El mensaje de la Restauración incluye tres grandes verdades, verdades que deben ser aceptadas por toda persona que quiera salvarse, y que son las siguientes: Primero, la ascendencia divina de Cristo; segundo, la divina misión del profeta José Smith; y tercero, la veracidad y divinidad de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Ultimos Días.

Y así es que el Señor nos ha mandado a declarar las buenas nuevas, a predicar su evangelio, a elevar una voz de advertencia, a decir lo que El diría si estuviera otra vez ministrando entre los hombres, como ya lo hizo.

Nuestro cargo, nuestra posición, nuestra divina comisión, no son diferentes de los de los profetas y Apóstoles de antaño.  También nosotros somos los agentes del Señor, sus embajadores; al igual que ellos, somos administradores legales con el poder de sellar en la tierra y que lo mismo quedara sellado eternamente en los cielos.

Es común oír a algunas personas afirmar que los mormones no somos cristianos, y poner en duda que creemos en el Señor Jesucristo y que estamos aliados con El en su causa.

Si el ser cristiano significa creer en Cristo y aceptarlo como el Hijo de Dios en el pleno sentido de la expresión; si significa poseer el verdadero evangelio en su plenitud eterna; si significa creer lo que Pedro y Pablo creyeron, y procurar la hermandad en la misma Iglesia de la cual ellos eran miembros; si significa alimentar al hambriento, vestir al desnudo, amar al prójimo y mantenerse «sin mancha del mundo» (D. y C. 59:9), ¿en dónde encontraremos mejores cristianos que entre los Santos de los Últimos Días?

Permitidme deciros con toda la solemnidad y claridad que el idioma lo permita, que nosotros creemos en Cristo y luchamos con todo nuestro poder por obedecer sus mandamientos. El es nuestro Señor, nuestro Dios y nuestro Rey, y es su evangelio el que hemos recibido.

Nosotros hablamos de Cristo, nos regocijamos en Cristo, predicamos a Cristo, profetizamos en su nombre (2 Nefi 25:26); y sabemos que el suyo es el único nombre bajo el cielo en el que el hombre puede ser salvo. (Hechos 4:12.)

Nosotros enseñamos y testificamos que El es el Primogénito del Padre, el que es semejante a Dios; que El mismo es el Señor Omnipotente, el gran Jehová, el Creador de esta tierra y de toda forma de vida que hay en ella.

Nosotros sabemos que El es el Dios de Israel, el prometido Mesías, el Unigénito del Padre.

Nosotros sabemos que el Señor Jesús hizo de la carne su morada (véase D. y C. 93:4), que María fue su madre y Dios fue su Padre, y que de su madre heredó la condición de ser mortal y de su Padre el poder de la inmortalidad.  Esta naturaleza dual, esta ascendencia mortal y también divina, fue lo que le permitió llevar a cabo la infinita y eterna expiación y rescatar al hombre de la muerte espiritual y de la temporal que trajo al mundo la caída de Adán.

También es común oír la afirmación de algunas personas de que nosotros, los mormones, estimamos tan altamente al profeta José Smith que aun el Señor Jesucristo queda en segundo lugar.

Es cierto que José Smith es uno de los varios profetas que se han destacado entre todos los hombres por su grandeza y su estatura espiritual.  Es cierto que el lugar que ocupó en la jerarquía celestial hace de él un Profeta de profetas y un Vidente de videntes, a la altura de Enoc, Abraham y Moisés.  Pero la salvación está en Cristo, no en Abraham, ni en Moisés, ni en José Smith.

Todos los profetas son siervos del Señor.  Ellos tienen el ministerio de enseñar Su palabra y hacer Su voluntad; ellos predican Su evangelio y efectúan Sus ordenanzas.  Su misión es llevar almas a Cristo.  Y ésa, exactamente, fue la misión de José Smith.  El vio a Dios; los ángeles le enseñaron, y ante sus ojos se abrieron visiones de la eternidad.  Por medio de él fue restaurado el evangelio y a él el Señor le entregó las llaves del reino.

Para este día, esta época, esta dispensación, José Smith es el revelador de Cristo, el que dio el conocimiento que permite lograr la salvación.  Bajo la dirección del Señor, organizó «la única Iglesia verdadera y viviente» sobre la faz de la tierra. (D. y C. 1:30.)

La Iglesia es un grupo organizado de creyentes; es la congregación de aquellos que han aceptado el santo evangelio, y el evangelio es el plan de salvación.  El Sacerdocio

Mayor lo administra; la Iglesia es el medio por el que se manejan los asuntos del Señor en la tierra y a través del cual se hace posible la salvación para todos los que crean y obedezcan.

Así es que nosotros, como siervos del Señor, obedientes a su mandato, llevamos su mensaje al mundo. Damos testimonio de Cristo, tal como José Smith nos lo dio a conocer, e invitamos a todas las personas a creer en Su evangelio, a unirse a Su Iglesia y a hacerse herederos del reino donde moran El y su Padre.

Así como les pasaba a los profetas de antaño en sus ministerios, lo mismo nos sucede a nosotros.  Como ellos, también decimos: «Arrepentíos» y creed en el evangelio, «porque el reino de los cielos se ha acercado» (Mateo 3:2).  Abandonad la Babilonia del pecado y huid hacia Sión; buscad refugio en una de sus estacas.  Estaos «en lugares santos» (D. y C. 45:32) y preparaos para la segunda venida del Hijo del Hombre.

La salvación es para aquellos que acepten el verdadero evangelio y obedezcan sus leyes, para aquellos que busquen al Señor en poderosa oración hasta que El derrame su Espíritu sobre ellos.

El apóstol Pablo dijo:

«¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique?

¿Y cómo predicarán si no fueren enviados?» (Romanos 10:14-15.)

Verdaderamente, «la fe es por el oír» la palabra de Dios enseñada por un administrador legal, que ha sido llamado por Dios. (Romanos 10:17.) Así como en la antigüedad, también hoy le place «a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación» (1 Corintios 1:21.)*

Nuestro mensaje es de gozo, y regocijo, y gloria, de honor y de triunfo.  Los verdaderos creyentes se regocijan siempre en Cristo y en su evangelio.

No queremos decir con esto que todo el que acepte el evangelio restaurado escapará a las guerras, plagas y desolaciones de los últimos días.  Pero afirmamos que todos sus pesares y sufrimientos serán sobrepasados por el gozo que el evangelio le proporcionará.

En los días que nos esperan, algunos de los firmes y fieles perecerán, junto con los inicuos y malvados.  Pero ¿qué importa si vivimos o morimos una vez que encontramos a Cristo y El puede sellarnos como suyos? (Mosíah 5:15.)

Si arriesgamos nuestra vida en la causa de la verdad y la justicia, o en defensa de nuestra religión, nuestra familia, y nuestra libertad, ¿por qué hemos de temer?

No nos aferramos a la vida codiciosamente, ni tenemos temor del futuro.  Una vez que aceptamos el evangelio y nos hemos reconciliado con Dios por la mediación de Cristo (Romanos 5:10 y Jacob 4:11), ¿qué importa si nos llama a los reinos de paz para esperar allí nuestro legado cuando ocurra la resurrección de los justos?

Al tener nuestra esperanza en Cristo, sabemos que nos levantaremos en gloriosa inmortalidad para estar con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de Dios, para ya no salir nunca de él.

Isaías expresó lo siguiente:

«¿Quién ha creído a nuestro anuncio? ¿y sobre quién se ha manifestado el brazo de Jehová?» (Isaías 53:1.)

¿Quién creerá en nuestras palabras y quién escuchará nuestro mensaje? ¿Quién honrará el nombre de José Smith y aceptará el evangelio que fue restaurado por medio de él?

A esto respondemos: Las mismas personas que hubieran creído en las palabras de Jesús y de los Apóstoles y profetas de antaño, si hubieran vivido en esa época.

Si creéis en las palabras de José Smith, también habríais creído en lo que Jesús y los Apóstoles dijeron.

Si rechazáis a José Smith y su mensaje, también habríais rechazado a Pedro y Pablo con el suyo.

Si aceptáis a los profetas que el Señor os envía en vuestra época, en esa forma también aceptáis al Señor que los envió.

Si rechazáis el evangelio restaurado y le encontráis defectos al plan de salvación enseñado por aquellos a quienes Dios ha enviado en estos últimos días, habríais rechazado esas mismas enseñanzas vertidas por los labios de los profetas y Apóstoles de la antigüedad.

He hablado claramente de la obligación que tenemos, como siervos del Señor, de proclamar al mundo el mensaje de la restauración.  Y lo estamos haciendo en la medida que nuestro tiempo, talentos y medios lo permiten.

Pero, ¿qué pasa con aquellos a quienes se envía el mensaje? ¿Qué pasa con esos otros hijos de nuestro Padre que todavía no han aceptado a Cristo y su Evangelio, tal como José Smith los dio a conocer? ¿No tiene toda persona en la tierra la obligación individual de buscar la verdad, de creer en la verdad, de vivir la verdad?

Invitamos a todas las personas, de toda secta, partido y denominación, a meditar en las siguientes preguntas:

¿Siento hambre y sed de justicia, como los santos de la antigüedad?

¿Tengo amplitud de criterio y deseo de examinarlo todo y retener, aquello que es bueno? (1 Tesalonicenses 5:21.)

¿Tengo el deseo de recibir nueva luz y verdad desde los cielos, la luz y verdad que provienen de un Dios misericordioso, ante cuya vista un alma es tan preciosa ahora como lo era en el pasado?

¿Tengo valor moral para averiguar si José Smith fue en verdad llamado por Dios? ¿de saber si él sus sucesores tuvieron las mismas llaves del reino de Dios que tenían antaño Pedro, Santiago y Juan?

¿Estoy deseoso de pagar el precio de la investigación y obtener revelación personal que me indique lo que debo hacer para lograr la paz en este mundo y ser heredero de la vida eterna en el mundo venidero?

Testificamos que Dios nos ha dado su evangelio sempiterno, e invitamos a todas las personas a venir y participar con nosotros de sus bendiciones.

En el nombre de Jesucristo el Señor.  Amén.

*Nota de la editora.  Para aclarar mejor este concepto citamos la explicación dada por el élder McConkie de este pasaje de 1 Corintios: «A Dios se le conoce sólo por revelación.  Toda la sabiduría del mundo combinada no puede darlo a conocer. 0 nos es revelado, o permanecerá desconocido para siempre.  La religión es algo del espíritu y sólo se da a conocer por revelación; de ahí, que sea ‘locura’ o necedad para la mente carnal. Y, por lo tanto, los únicos ministros que pueden salvar por medio de su prédica son aquellos a quienes Dios se ha revelado y que predican por la influencia del Espíritu. (Bruce R. McConkie, Doctrinal New Testament Commentary -Comentario doctrinal sobre el Nuevo Testamento tomo 2, Salt Lake City: Bookcraft, 1970, pág. 315.)

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