La certeza . . . ¿enemiga de la religión?

Conferencia General Octubre 1981logo pdf
La certeza . . . ¿enemiga de la religión?
por el presidente Gordon B. Hinckley
Consejero en la Primera Presidencia

Gordon B. HinckleyNo creo que haya habido jamas una demostración de amor tan grande como la brindada al presidente Spencer W. Kimball, nuestro Profeta, en el correr de su estadía en el hospital. Como pueblo, unidos en un solo corazón y con voz unánime, damos gracias al Señor por Sus bendiciones y rogamos por la recuperación continua de nuestro Profeta.

Mis hermanos y hermanas, os estamos muy agradecidos por vuestro fiel servicio a la causa de nuestro Padre dondequiera que viváis. Os agradecemos por el esfuerzo que habéis hecho a fin de estar aquí presentes y confiamos en que cuando llegue el momento de partir, sentiréis que habéis sido alimentados con el pan de vida. Idénticos deseos hago llegar a aquellos que escuchan esta conferencia en sus hogares.

Considero propicio expresar en nombre de todos vosotros unas palabras de agradecimiento a aquellos que ponen a nuestro servicio las instalaciones de estaciones de radio y televisión, proveyendo así una colaboración enormemente apreciada por cientos de miles de personas.

Recientemente hemos anunciado el milagro de la transmisión vía satélite, lo cual nos permite llegar a una vasta cantidad de miembros de la Iglesia en los Estados Unidos. Tras la inauguración de una estación de enlace, ubicada al norte de Salt Lake City, en la cima de una de las montañas que bordean el valle, el sonido y las imágenes de esta conferencia son emitidos a una unidad satélite que se encuentra a 35.900 kms de altura sobre el ecuador. Allí son amplificadas y retransmitidas a antenas receptoras instaladas en centros de estaca en varias partes de los Estados Unidos. Por el momento, los centros que cuentan con estas instalaciones son pocos, pero en el correr de los próximos meses incrementaremos la disponibilidad de estas instalaciones hasta lograr un total de cuatrocientas o quinientas, haciendo posible que la mayoría de los miembros de la Iglesia en los Estados Unidos puedan participar de estas conferencias generales en forma directa, ya sea en sus respectivas casas mediante receptores de radio y televisión, o en los centros de estaca en donde se reúnan con ese propósito.

Teniendo en cuenta el ritmo al que esta creciendo la Iglesia, nunca podríamos construir un edificio lo suficientemente amplio como para dar cabida a todos los que desearan congregarse en un solo lugar, lo cual tampoco seria posible si tenemos presente el constante incremento en el costo de tarifas del transporte. La ciencia nos provee una forma mejor y mucho mas conveniente. Tenemos confianza de que a medida que la obra del Señor crezca, El inspirara a los hombres a fin de que desarrollen adelantos mediante los cuales los miembros de la Iglesia, dondequiera que se encuentren, puedan recibir palabras de consejo de parte de su Profeta. La comunicación constituye el nervio motor que une a la Iglesia como a una gran familia. Entre los adelantos de que disponemos y aquellos que el futuro nos depara, estaremos en condiciones de mantener un contacto estrecho y directo según las necesidades y las circunstancias del momento.

Quisiera ahora que me disculparais puesto que deseo compartir con vosotros algo totalmente personal. Fue hace veinte años, en una conferencia general de octubre, que fui sostenido como miembro del Consejo de los Doce Apóstoles. Previamente había servido durante dos años y medio como Ayudante de los Doce. Al mirar hacia atrás puedo asegurar que estos han sido años trascendentales, durante los cuales he visto presidir sobre la Iglesia a cuatro inspirados hombres: David 0. McKay, Joseph Fielding Smith, Harold B. Lee y Spencer W. Kimball. Han sido años en los cuales la Iglesia se ha desplegado de una forma extraordinaria por todo el mundo, y se han unido a ella millones de personas. Han sido también años en los que se han levantado contra nosotros voces enérgicas y acusadoras que nos han criticado; sin embargo, tales criticas no han frenado el progreso de la obra. De hecho, han sido un factor preponderante para que muchos levantaran su voz en nuestra defensa. En muchos casos, esto ha contribuido a ganar nuevos adeptos a nuestra fe.

En lo que a mi concierne, estos han sido años de lucha, plenos de pesadas cargas, pero al mismo tiempo llenos de halagadoras experiencias. En el transcurso de estos años, he tenido la oportunidad de reunirme con los santos en muchas partes del mundo, de visitar sus hogares, y no me queda otra cosa que manifestar mi agradecimiento por la bondad y hospitalidad que me habéis dispensado. He participado de vuestras reuniones y escuchado vuestras declaraciones de fe y testimonio. He derramado lágrimas al percibir el dolor de muchos de vosotros y me he alegrado al ser participe de vuestros logros. Mi fe ha crecido, mi conocimiento se ha ampliado y mi amor hacia los hijos de nuestro Padre se ha fortalecido como resultado de lo que he visto.

Recientemente tuve la oportunidad de visitar la República Popular de China, así como otras naciones de Europa Oriental, incluyendo la Unión Soviética. Mi corazón se ha enternecido ante la calidez de la gente que conocí doquiera que fui. Todos son hijos de nuestro Padre Celestial. Aun cuando reconocemos los abismos que nos separan en lo político y en lo ideológico, no podemos menos que aceptar que en esencia todos somos iguales. Todos ellos son hijos de Dios y anidan en su corazón básicamente los mismos anhelos. Los esposos aman a sus esposas y las esposas a sus maridos; los padres aman a sus hijos y estos a sus padres. Su intelecto responde a la verdad si tan solo tienen la oportunidad de escucharla. Hablando en términos generales, ellos desean la paz y no la guerra. Anhelan la hermandad en vez de la confrontación. Quieren la verdad y no la propaganda.

Nosotros tenemos la responsabilidad de enseñar el evangelio sempiterno a todos los pueblos de la tierra. Hay muchas puertas que permanecen cerradas ante nosotros, pero estoy seguro de que el Señor, en su debido momento, habrá de abrirlas en la medida en que hagamos lo que esta de nuestra parte preparándonos para sacar el mayor provecho. Desconozco el plazo que el Señor ha dispuesto para dar cumplimiento a su obra; lo que sí se, es que debemos estar «anhelosamente empeñados» en ella. (D. y C. 58:27.)

Durante estas dos décadas en que he servido como Autoridad General, he sido testigo personal de la forma milagrosa en que la obra se ha iniciado y fortalecido en las grandes naciones asiáticas. Contamos en la actualidad con mas de cien mil miembros en barrios v estacas bien fundados, en tierras donde hace veinticinco años era virtualmente imposible tan siquiera sonar con entrar. El Señor, trabajando en su forma misteriosa, ha «roto el cerrojo» de esas puertas llegando al corazón de la gente. El mismo proceso se esta poniendo de manifiesto en estos momentos en otras tierras, de ello no me cabe ninguna duda, aun cuando el progreso sea casi imperceptible.

Al echar una mirada retrospectiva a estos veinte años, me siento agradecido por el tremendo progreso de la obra del Señor.

Ahora descansa sobre mí una nueva asignación. Agradezco la confianza del presidente Kimball, del presidente Tanner y del presidente Romney, así como la de mis hermanos del Consejo de los Doce, del Primer Quórum de los Setenta y del Obispado Presidente. Mi único deseo es servir con lealtad, dondequiera que sea llamado. Agradezco a las muchas personas que de una forma u otra me han hecho participe de sus buenos deseos. Este sagrado llamamiento me ha hecho darme cuenta de mis limitaciones, y si en algún momento he sido causante de ofensa alguna, me disculpo y espero que sepan perdonarme. Mas allá del tiempo que se prolongue este llamamiento, os aseguro mis mejores esfuerzos, los que prestare con amor y fe.

Ruego que prevalezca entre nosotros la comprensión, el espíritu de tolerancia y el perdón. Cada uno de nosotros tiene demasiado que hacer como para perder el tiempo y las energías criticando, Juzgando, o abusando de sus semejantes. El Señor nos ha instruido diciendo:

«Fortalece a tus hermanos en toda tu conducta, en todas tus oraciones, en todas tus exhortaciones y en todos tus hechos.»

Tal es el inconfundible mandamiento, al que sigue una maravillosa promesa:

«Y he aquí, estoy contigo para bendecirte y librarte para siempre.» (D. y C. 108:7-8.)

Y ahora, mediante la guía del Espíritu, quisiera referirme a otro tema. No hace mucho tiempo visitó Salt Lake City un destacado periodista; y aun cuando no tuve la oportunidad de escuchar una disertación que dio, leí el resumen que se publicó en los periódicos. El periodista parece haber declarado que «La certeza es enemiga de la religión.» Tales palabras me han llevado a reflexionar profundamente. La certeza, la cual defino como una seguridad absoluta, no es enemiga de la religión, sino que constituye su esencia misma.

Certeza es seguridad; es convicción; es el poder de la fe que conduce al conocimiento; si, que se transforma en conocimiento. La certeza genera entusiasmo, y nada se compara con el entusiasmo en la lucha contra la oposición, los prejuicios y la indiferencia.

Los grandes edificios jamas se construyeron sobre cimientos inciertos; las grandes causas nunca alcanzaron el éxito en manos de lideres vacilantes; el evangelio jamas podría convencer a nadie si nosotros mismos no tuviéramos la certeza de que es verdadero. La fe, esencia misma de la convicción personal, ha sido y siempre será la raíz de la practica de la religión y de nuestro esfuerzo por vivir de acuerdo con ella.

No había incertidumbre en el razonamiento de Pedro cuando el Señor le preguntó:

¿Quien decís que soy yo?

Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tu eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.» (Mateo 16:15-16.)

Tampoco tuvo el Apóstol duda alguna cuando el Señor enseñó a la multitud en Capernaum, declarándose a si mismo como el pan de vida. Muchos de sus discípulos que se resistieron a aceptar su enseñanza «. . . volvieron atrás, y ya no andaban con el.

Dijo entonces Jesús a los doce: ¿Queréis acaso iros también vosotros? Le respondió Simón Pedro: Señor, la quien iremos? Tu tienes palabras de vida eterna.

Y nosotros hemos creído y conocemos que tu eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.» (Juan 6:66-69.)

Tras la muerte del Salvador, ,hubieran acaso sus Apóstoles tomado sobre si la causa, enseñado su doctrina, aun dado su propia vida en las circunstancias mas dolorosas, si no hubieran tenido certeza en cuanto a El, a quien ellos representaban y cuya doctrina predicaban? No había el mas mínimo indicio de duda en Pablo, después de haber visto una luz y escuchado una voz en camino a Damasco para perseguir a los cristianos. Por mas de tres décadas después de esa experiencia, dedicó todo su tiempo, sus fuerzas y su vida a predicar el Evangelio del Señor resucitado. Sin prestar demasiada atención a su comodidad y seguridad personal, viajó a lo largo y a lo ancho del mundo conocido por el en aquella época, declarando:

«Ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente ni lo por venir,

ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro.» (Romanos 8:38-39.)

Ejecutado en Roma, su muerte sello el testimonio de su convicción de que Jesucristo era sin dudas el Hijo de Dios.

Del mismo modo aconteció con los primeros cristianos; miles y miles de ellos sufrieron encarcelamiento, torturas y hasta muerte antes que retractarse de su creencia en la vida y resurrección del Hijo de Dios.

¿Hubiera habido jamas una reforma religiosa sin la certeza que respaldó el arrojo de gigantes tales como Lutero, Calvino y otros de su tipo?

Al igual que en el pasado, sucedió en tiempos mas recientes. Sin certeza de parte de los creyentes, una causa religiosa se vuelve blanda, sin músculos, sin esa fuerza motriz capaz de ampliar su influencia y conquistar el corazón y el afecto de hombres y mujeres. La teología puede ser discutida, pero el testimonio personal, acompañado por obras, no puede ser refutado. Esta dispensación del evangelio, de la cual somos beneficiarios, fue inaugurada con una gloriosa visión en la que el Padre y el Hijo aparecieron a José Smith. Tras una experiencia de tal magnitud, el muchacho la confió a uno de los predicadores de la comunidad. El hombre consideró el relato «con mucho desprecio, diciendo que todo aquello era del diablo; que no había tales cosas como visiones o revelaciones en estos días» (José Smith- Historia 21).

A partir de ese momento, otros mas levantaron causa contra José, hasta transformarlo en objeto de severa persecución. Sin embargo el declaró:

«Yo efectivamente había visto una luz, y en medio de la luz vi a dos Personajes, los cuales en realidad me hablaron; y aunque se me odiaba y perseguía por decir que había visto una visión, no obstante, era cierto; y mientras me perseguían, y me censuraban, y decían falsamente toda clase de mal en contra de mí por afirmarlo, yo pensaba en mi corazón: ¿Por que me persiguen por decir la verdad? En realidad he visto una visión, y ,quien soy yo para oponerme a Dios? ,o por que piensa el mundo hacerme negar lo que realmente he visto? Porque había visto una visión; yo lo sabia, y comprendía que Dios lo sabia; y no podía negarlo, ni osaría hacerlo . . .» (José Smith- Historia 25. )

Por cierto que no hay carencia de certeza en esta declaración. Para José Smith se trató de una experiencia tan real como los rayos del sol del mediodía. Jamas vacilo ni titubeó en su convicción. Escuchad su testimonio sobre el Señor resucitado:

«Y ahora, después de los muchos testimonios que se han dado de el, este es el testimonio, el ultimo de todos, que nosotros damos de el: ¡Que vive!

Porque lo vimos, si, a la diestra de Dios; y oímos la voz testificar que el es el Unigénito del Padre;

que por el, por medio de el y de el los mundos son y fueron creados, y sus habitantes son engendrados hijos e hijas para Dios.» (D. y C. 76:22-24. )

Tan seguro estaba el de la causa a la que dio impulso, tanta era su certeza de su llamamiento divinamente conferido, que puso a ambos por encima del valor de su propia vida. Con un conocimiento seguro de su inminente muerte se entregó a aquellos que lo dejarían indefenso en manos de la chusma. José Smith selló su testimonio con su sangre.

Lo mismo aconteció con sus seguidores. Uno no puede encontrar evidencia alguna, ni siquiera rastros de ella, de que la certeza haya sido la enemiga de la religión en su vida o en sus acciones. Vez tras vez dejaron la comodidad y el amparo de sus hogares primero en Nueva York, mas tarde en Ohio y Misuri, después en Illinois; y aun después de llegar al Valle del Gran Lago Salado, muchos de ellos partieron nuevamente para establecer colonias en la vasta zona del Oeste. ¿Por que? Por la certeza de su fe en la causa de la que eran parte integral.

Muchos de ellos murieron en esos largos y penosos viajes, víctimas de enfermedades, por haber estado expuestos a los elementos y como resultado de los despiadados ataques de sus enemigos. Unos 6.000 de ellos están sepultados entre el río Misuri y el Valle del Gran Lago Salado. Su amor por la verdad significaba para ellos mucho mas que la vida misma.

Siempre ha sido así. Las siguientes son algunas palabras que escribí de un discurso que dio el presidente David 0. McKay a un pequeño grupo, hace unos años:

«Tan absoluta como la certeza que hay en vuestro corazón de que esta noche será seguida por un amanecer, es mi seguridad de que Jesucristo es el Salvador de la humanidad, la luz que disipara la obscuridad del mundo, mediante el evangelio restaurado por revelación directa al profeta José Smith. «

Nuestro amado presidente Spencer W. Kimball declaró:

«Se que Jesucristo es el Hijo del Dios viviente, y que fue crucificado por los pecados del mundo. El es mi amigo, mi Salvador, mi Señor y mi Dios.» (Liahona, feb. de 1979, pág. 110.)

Esta es la clase de certeza que ha hecho avanzar a la Iglesia en medio de la persecución, del ridículo, del sacrificio de fortuna, y del alejamiento de los seres queridos para viajar a tierras distantes como portadores del mensaje del evangelio. Esa convicción nos motiva hoy de la misma forma que lo ha hecho desde los comienzos de esta obra. La fe que millones de personas tienen en su corazón de que esta causa es verdadera, de que Dios es nuestro Padre Eterno, de que Jesús es el Cristo, el Hijo viviente del Dios viviente, debe constituir siempre la gran fuerza motivadora en nuestra vida.

Contamos en la actualidad con aproximadamente 30.000 misioneros, a un costo astronómico para sus respectivas familias. ¿Por que razón lo hacen? Por su convicción de la veracidad de esta obra. El total de miembros de la Iglesia se acerca a los cinco millones. ¿Cual es la razón de tan magnifico crecimiento? La certeza que penetra en el corazón de cientos de miles cada año, personas conmovidas por el poder del Espíritu Santo. Contamos con un eficaz programa de bienestar; aquellos que lo analizan se maravillan de el y funciona únicamente en virtud de la fe de quienes participan.

Como resultado del crecimiento de la Iglesia debemos edificar nuevas casas de adoración, muchos cientos de ellas. Tales edificios cuestan mucho dinero, pero los miembros dan de sí, no s610 con este propósito, sino en el fiel y constante pago de sus diezmos, y todo ello a causa de su certeza en cuanto a la veracidad de esta obra.

Lo mas maravilloso de todo es que cualquier persona que tenga el deseo de conocer la verdad puede recibir tal convicción. El Señor mismo dio la fórmula cuando dijo:

«El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta.» (Juan 7:17.)

Se requiere estudiar la palabra de Dios; se requiere oración y una búsqueda constante de la fuente de toda verdad. Se requiere vivir el evangelio y hacerlo conforme a sus enseñanzas. Siendo que lo se por experiencia personal, no vacilo en prometer que de todo esto, por medio del poder del Espíritu Santo, emergerá una convicción, un testimonio y un conocimiento cierto.

La gente del mundo parece no estar en condiciones de creerlo. Lo que no llegan a comprender es que las cosas de Dios pueden ser entendidas únicamente por el Espíritu de Dios. Tiene que haber un esfuerzo; debe haber humildad; debe haber oración; pero el resultado es cierto y el testimonio es seguro.

Si nuestra gente, en forma individual, llega a perder esa certeza, la Iglesia, como aconteció con muchas otras, se consumirá. Pero esto no es algo que me preocupa. Tengo la confianza de que nuestros miembros siempre buscarán y encontrarán esa convicción personal a la que nosotros llamamos testimonio, que viene por medio del Espíritu Santo y que puede hacer frente a toda tormenta y adversidad.

A aquellos que vacilan, que se equivocan, que no pueden dar por seguro lo que creen estar afirmando cuando hablan de las cosas de Dios, pueden serles de utilidad estas palabras que se encuentran en Apocalipsis:

«Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente!

Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitare de mi boca.» (Apocalipsis 3:15-16.)

Mis hermanos y hermanas, al dar comienzo a esta gran conferencia, no sólo ruego por las bendiciones del Señor sobre vosotros, sino que además con certeza os doy mi testimonio de la verdad. Se que Dios, nuestro Padre Eterno, vive. Lo se de todo corazón. Se que Jesús es el Cristo, el Salvador y Redentor de la humanidad, el Autor de nuestra salvación. Se que esta obra, de la que somos parte, es la obra de Dios y que esta es la Iglesia de Jesucristo. Es maravillosa la oportunidad que tenemos de servir; y firme es la certeza de la fe que nos lleva a hacerlo. En el nombre de Jesucristo. Amén.

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