La esperanza de la resurrección

Conferencia General Octubre 1981logo pdf
La esperanza resurrección
por el élder Thomas S. Monson
del Consejo de los Doce

Thomas S. MonsonNo hace mucho un visitante me preguntó: «¿Que puntos de interés puedo visitar mientras este en Salt Lake?» Sin pensarlo mucho, le sugerí una visita a la Manzana del Templo, un recorrido por las montañas cercanas, un paseo a la mina de cobre* y quizá ir a nadar en el Gran Lago Salado. El miedo de que me fuera a interpretar mal me contuvo de añadir «¿Ha considerado la idea de pasar una hora o dos en uno de nuestros cementerios?» No le dije que cada vez que viajo, trato de visitar el cementerio local. Es un tiempo de meditación, de reflexión sobre el significado de la vida y de lo inevitable que es la muerte.

Recuerdo que en el pequeño cementerio del diminuto pueblo de Santa Clara, en Utah, predominan los apellidos suizos que adornan las ruinosas lapidas. Muchas de estas personas dejaron su hogar y su familia en la verde Suiza, como respuesta al llamado, «Venid a Sión», para establecer las comunidades donde ahora «descansan en paz». Sobrevivieron a las inundaciones de la primavera, las sequías del verano, las escasas cosechas y las arduas tareas del campo, y nos dejaron un legado de sacrificio.

Los cementerios más grandes, y en muchos aspectos los que evocan las emociones más tiernas, son aquellos donde descansan los restos de los hombres que murieron en la caldera de conflictos conocida como guerra, mientras vestían el uniforme de su patria. Uno piensa en los sueños destrozados, las esperanzas que nunca se cumplieron, los corazones llenos de dolor y las vidas prematuramente truncadas por la filosa guadaña de la guerra.

Hectáreas de blancas e iguales cruces en Francia y Bélgica acentúan el terrible número de los que cayeron en la Primera Guerra Mundial. La ciudad de Verdun, en Francia, es en realidad un gigantesco cementerio. Cada primavera, cuando los agricultores aran la tierra, descubren un casco aquí, cañones de fusiles mas allá, tétricos recordatorios de los millones de hombres que literalmente empaparon el suelo con su sangre.

Una visita a Gettysburg, Pennsylvania, y a otros campos de batalla de la Guerra Civil de los Estados Unidos marcan ese conflicto donde lucharon hermano contra hermano. Algunas familias perdieron sus granjas y otras posesiones. Una familia lo perdió todo. Permitidme compartir con vosotros la memorable carta que el presidente Abraham Lincoln escribió a la señora Lydia Bixby fechada el 21 de noviembre de 1864:

«Estimada señora:

Se me ha mostrado en los archivos del Departamento de Guerra una declaración del General Adjunto de Massachusetts de que usted es la madre de cinco jóvenes que perdieron la vida gloriosamente en el campo de batalla.

Lamento lo débiles e inútiles que serán mis palabras para tratar de disipar el dolor de tan abrumadora pérdida.  Pero no puedo contener el deseo de extenderle el consuelo que se puede encontrar en el agradecimiento que hacia ellos tiene la república por la cual murieron.

Oro para que nuestro Padre Celestial mitigue la angustia de su aflicción y le deje el querido recuerdo de los amados hijos que ha perdido, y el justo orgullo que debe tener de haber ofrecido un sacrificio tan costoso sobre el altar de la libertad.

Atenta y respetuosamente,

Abraham Lincoln»

Una caminata por un cementerio en Honolulú, o en Manila, nos recuerda que no todos los que murieron durante la Segunda Guerra Mundial fueron sepultados en verdes y silenciosos campos.  Muchos se perdieron bajo las olas de los océanos en los cuales navegaron y perecieron.

Entre los miles de soldados que cayeron en el ataque a Pearl Harbor había uno que se llamaba William Ball, de Fredericksburg, Iowa.  Lo que lo distingue de los muchos otros que murieron ese día de 1941 no fue ningún acto especial de heroísmo, sino la trágica cadena de acontecimientos que su muerte ocasionó en su ciudad natal.

Cuando los amigos de la infancia más queridos de William, los cinco hermanos Sullivan, del pueblo cercano de Waterloo, supieron de su muerte, marcharon juntos y se alistaron en la marina.  Los Sullivan, que deseaban vengar la muerte de su amigo, insistieron en permanecer juntos, y se les concedió su deseo.  El 14 de noviembre de 1942, el barco en el cual servían estos hermanos se hundió durante una batalla frente a las costas de Guadalcanal en el Pacífico Sur.

Pasaron casi dos meses antes de que la señora de Sullivan recibiera la noticia; ésta no llegó por medio de un telegrama como es lo acostumbrado, sino que se envió a un mensajero especial para comunicarle que se consideraba a sus cinco hijos perdidos en acción en el Pacífico Sur y se presumía que habían muerto.  Los cuerpos nunca se encontraron. Una sola frase que pronunció una sola persona, les da el epitafio más apropiado:

«Nadie tiene mayor amor que éste, que uno ponga su vida por sus amigos.» (Juan 15:13.)

Con frecuencia no se habla, y es poco lo que se conoce de la influencia tan profunda que una vida tiene en la vida de otras personas.  Tal fue el caso de una maestra de un grupo de jovencitas de doce años en la clase de las Abejitas.  No tuvo hijos propios, aunque ése era el mayor anhelo de ella y su esposo, pero demostró su amor por medio de la gran devoción con que a esas jovencitas enseñó las verdades eternas y las lecciones de la vida.  Cuando sólo tenía veintisiete años, la atacó una enfermedad fatal v falleció.

Cada año, el día de los muertos, las alumnas iban a visitar la tumba de su querida maestra.  Al principio eran siete, después cuatro, luego dos, y ahora sólo una continúa las visitas anuales y coloca allí un ramo de lirios como símbolo de su corazón agradecido.  Este año hará la vigésima quinta visita al lugar donde descansan los restos de su maestra.  Hoy día, ella también es una maestra de jovencitas, y no me maravilla el porqué de su éxito, ya que es la imagen de la maestra en quien se inspiró.  La vida de aquella maestra, las lecciones que enseñó, no están enterradas en la tumba ‘ sino que viven en los caracteres que ayudó a esculpir y en las vidas que sin egoísmo enriqueció.  Nos hace recordar a otro gran Maestro, sí, el Señor, que en una ocasión escribió con el dedo un mensaje en la arena.  Los vientos borraron para siempre lo escrito, pero no la vida cuyo ejemplo Él nos dejó.

«Todo lo que sabemos acerca de aquellos a quienes hemos amado y perdido», escribió Thornton Wilder, «es que ellos desearían que recordásemos intensamente la realidad de su existencia. . . El mayor tributo que podemos dar a los muertos no es el luto sino la gratitud.»

Hace dos años, en el hermoso Valle de Heber, al este de la ciudad de Salt Lake, una pareja de buenos padres regresaron al refugio de su hogar y encontraron a sus tres hijos mayores muertos.  La noche estaba demasiado fría y el viento feroz había remolinado la nieve que caía y que cubrió la chimenea, haciendo que los gases del venenoso monóxido de carbono invadieran toda la casa.

El funeral de los tres niños de Keller fue una de las experiencias más conmovedoras de mi vida.  Los habitantes de la comunidad dejaron a un lado sus tareas cotidianas, los niños no asistieron a la escuela, y todos se reunieron en el centro de reuniones para expresar a la familia un sincero y sentido pésame.  Hasta el último día en que tenga uso de razón recordaré la escena, con los tres brillantes féretros seguidos por los agobiados padres y abuelos que caminaron hasta el frente del edificio.

El primer orador fue el entrenador de lucha libre de la escuela secundaria local, quien rindió tributo a Louis, el mayor de los chicos.  Con voz llena de emoción y tratando de contener las lágrimas, dijo que el muchacho no era el luchador de más talento en el equipo. «Pero», añadió, «ningún otro se esforzaba más que él. Las deficiencias en habilidades atléticas se compensaban con su determinación».

Después, uno de los líderes de los jóvenes habló de Travis, comentando la manera en que se había distinguido en el programa de escultismo, en su trabajo en el Sacerdocio Aarónico y el gran ejemplo que había dado a sus amigos.

Luego, una distinguida y competente maestra de la escuela primaria habló de Jason, el más pequeño de los tres. Lo describió como un niño calmo y a veces tímido.  Después, dijo que Jason, con una escritura despareja, como la de todo niño, le había escrito una de las cartas de bienvenida más hermosas que jamás había recibido.  El mensaje era breve; consistía de sólo tres palabras: «La quiero mucho».  Apenas pudo terminar su discurso por lo profundamente emocionada que estaba.

A través de las lágrimas y el sufrimiento de ese día tan especial, observé lecciones eternas que nos habían dejado esos niños cuyas vidas estábamos honrando, y cuyas misiones terrenales habían finalizado.  Gracias a ellas, un entrenador expresó la determinación de ver más allá de las habilidades atléticas y fijarse en el corazón de cada joven; un líder de jovencitas tomó la firme resolución de ver que todo niño se beneficiara con el programa de la Iglesia; una maestra fijó la vista en los compañeros de Jason, y sin decir nada, sus ojos revelaron la determinación de su alma.  El mensaje era muy claro: «Amaré a cada uno de estos niños, los guiaré en la búsqueda de la verdad, en el desarrollo de sus talentos, y les haré conocer el maravilloso mundo del servicio.»

Y los allí presentes, incluyendo a los élderes Marvin J. Ashton y Thomas S. Monson, jamás volverán a ser los mismos; todos nos esforzaremos para adquirir esa perfección de la que habló el Maestro. ¿Cuál es la fuente de nuestra inspiración?  La vida de esos niños que ahora están libres de todo sufrimiento y la fortaleza de los padres, que han depositado su confianza en el Señor con todo su corazón, que no se han apoyado en su propia prudencia, y lo han reconocido en todos sus caminos sabiendo que Él enderezará sus veredas. (Proverbios 3:5-6.)

Permitidme compartir con vosotros parte de una carta que me envió la noble madre de estos tres niños, poco después del fallecimiento de sus hijos.

«Tenemos días y noches que son realmente abrumadores.  El cambio en nuestra vida ha sido total; faltándonos ahora casi la mitad de nuestra familia, es increíble cuán diferente es cocinar, lavar y hasta ir de compras. Extrañamos el ruido y el desorden, las bromas y los juegos.  Todo esto ha desaparecido. ¡Los domingos son tan silenciosos! Extrañamos mucho no ver a nuestros hijos bendiciendo o repartiendo la Santa Cena; ése era un día en el cual nuestra familia siempre estaba junta.  Sabemos que ya no habrá misiones, ni casamientos, ni nietos por parte de esos hijos.  No estamos rogando que nos los devuelvan, pero no podemos decir que los hubiésemos dado voluntariamente.  Otra vez estamos cumpliendo con nuestros deberes en la Iglesia y con nuestras responsabilidades como familia.  Nuestro mayor deseo es poder vivir de tal manera que la familia Keller llegue a ser una familia eterna.»

A los Keller, los Sullivan, y de hecho a todos los que han amado y perdido a un ser querido, os pido que me permitáis compartir con vosotros la convicción de mi alma, el testimonio de mi corazón y algunas experiencias de mi vida.

Sabemos que todos hemos vivido en el mundo de los espíritus con nuestro Padre Celestial; sabemos que hemos venido a esta tierra para aprender, para vivir y progresar en nuestra jornada eterna hacia la perfección.  Algunos permanecen en la tierra sólo por un momento, mientras que otros viven aquí por largo tiempo.  Lo importante no es el tiempo que permanezcamos sobre la tierra, sino cuán bien vivamos.  Entonces llega la muerte y se inicia un nuevo capítulo de la vida. ¿Adónde nos lleva ese capítulo?

Hace muchos años estuve con un joven que estaba postrado en cama, un padre de dos niños que luchaba entre la vida y la muerte.  Me tomó una mano entre las suyas, me miró directamente a los ojos y me dijo: «Obispo, sé que pronto voy a morir; dígame qué pasará con mi espíritu cuando yo muera».

En silencio oré para recibir inspiración antes de contestarle.  Mis pensamientos fueron dirigidos al Libro de Mormón que estaba sobre la mesa a un lado de la cama.  Tomé el libro y os aseguro, tan verídico como me veis hoy aquí, que éste se abrió en el capítulo 40 de Alma.  Comencé a leer en voz alta:

«Y ahora, hijo mío, he aquí algo más que quisiera decirte, porque veo que tu mente está preocupada con respecto a la resurrección de los muertos.

Ahora, respecto al estado del alma entre la muerte y la resurrección, he aquí, un ángel me ha hecho saber que los espíritus de todos los hombres, en cuanto se separan de este cuerpo mortal. . . son llevados de regreso a ese Dios que les dio la vida.

Y sucederá que los espíritus de los que son justos serán recibidos en un estado de felicidad que se llama paraíso: un estado de descanso, un estado de paz, donde descansarán de todas sus aflicciones, y de todo cuidado y pena.» (Alma 40: 1, 11-12.)

Mi joven amigo cerró los ojos, y con toda sinceridad me dijo: «gracias»; y serenamente se fue hacia ese paraíso del cual habíamos hablado.

Después de ese estado viene el glorioso día de la resurrección, cuando el espíritu y el cuerpo se reunirán para nunca jamás volver a separarse.

«Yo soy la resurrección y la vida», dijo Cristo a la entristecida Marta.  «Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente.» (Juan 11: 25-26.)

«La paz os dejo, mi paz os doy, yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo.» (Juan 14:27.)

«En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy pues, a preparar lugar para vosotros.

… para que donde yo estoy, vosotros también estéis.» (Juan 14:2-3.)

Esta promesa tan trascendental se convirtió en realidad cuando María Magdalena y la otra María llegaron hasta el sepulcro.  Dejemos que Lucas, el médico, describa esta experiencia:

«El primer día de la semana, muy de mañana, vinieron al sepulcro…

Y hallaron removida la piedra. . . y entrando, no hallaron el cuerpo del Señor Jesús.

Aconteció que estando ellas perplejas por esto, he aquí se pararon junto a ellas dos varones con vestiduras resplandecientes

… les dijeron: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?» (Lucas 24:1-5.)

«No está aquí, pues ha resucitado.» (Mateo 28:6.)

Este es el llamado del clarín al mundo cristiano.  La realidad de la resurrección nos da a cada uno de nosotros esa paz «que sobrepasa todo entendimiento». (Filipenses 4:7.) Es un consuelo para todos aquellos cuyos seres amados descansan en el cementerio de Flandes, los que perecieron en las profundidades del mar y los que descansan en el pueblecito de Santa Clara o en el tranquilo Valle de Heber.  Es una verdad universal.

Como uno de los discípulos del Señor, declaro mi testimonio personal de que la muerte ha sido vencida, se ha logrado la victoria sobre la tumba.  Ruego que todos puedan reconocer la verdad de las palabras que hizo sagradas Aquel que las cumplió; que las recordéis y honréis.  El ha resucitado.  Es mi ferviente oración en el nombre de Jesucristo.  Amén.
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*La mina de cobre, próxima a Salt Lake City es la mina a cielo abierto (un enorme foso) más grande y profunda del mundo.

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