Conferencia General Octubre 1981
La fuerza dentro del reino
por el élder Dean L. Larsen
de la Presidencia del Primer Quórum de los Setenta
En una ocasión, un grupo de fariseos, acercándose al Salvador, demandaba saber cuándo vendría el reino de Dios. Sus tradiciones les habían enseñado que el reino de Dios sería algo grandioso con sus demostraciones de poderío v con el dominio que ejercería en fa tierra. La pregunta fue un desafío a la afirmación del Señor de que cuando el reino de Dios se estableciera sobre la tierra sería diferente de los demás. (Juan 18:36.)
La respuesta del Señor en esta oportunidad nos enseña una lección muy importante en cuanto a la verdadera fuente de poder e influencia dentro de su reino:
«El reino de Dios no vendrá con advertencia,
ni dirán: Helo aquí, o helo allí; porque he aquí el reino de Dios está entre vosotros.» (Lucas 17:20-21.)
El Salvador quiso hacer comprender a sus interpelantes que el verdadero valor del reino no se puede juzgar por su apariencia exterior y que su fortaleza la determina la clase de vida que llevan sus miembros: la pureza, la caridad, la fe, la integridad y la devoción a la verdad que demuestren. Los fariseos no llegaron a comprender esta gran lección, pero ella tiene mucho significado para nosotros.
Hoy en día, nuestras congregaciones y capillas están en casi todos los países del mundo libre; muy pronto, nuestros templos se encontrarán a poca distancia de casi todos los miembros. El porcentaje de miembros que asiste a las reuniones y actividades de la Iglesia ha sido el más alto hasta el presente; y éstas son buenas señales; esperamos que también indique que en ella existe fortaleza interior. Nos alegra el crecimiento que ha tenido la Iglesia en este siglo, y particularmente, en los últimos diez o veinte años. Nos anima el éxito de la obra misional, y así debe ser. Pero al ver estas manifestaciones de fortalecimiento exterior. no debemos olvidar lo que dijo el Salvador a los que esperaban que el reino de Dios se diera a conocer en forma espectacular según ojos mundanos. «He aquí», dijo, «el reino de Dios está entre vosotros.» (Lucas 17:21.)
Hace unos cuantos meses fui a la conferencia de una estaca que tenía unas estadísticas sorprendentes. A juzgar por las apariencias, se trataba de una estaca de miembros devotos y fieles. En la primera entrevista que tuve con el presidente de estaca, no me sorprendió que estuviera ansioso de mostrarme los registros del excelente progreso de sus miembros. Antes de examinar los informes que se encontraban colocados en orden sobre el escritorio, le pregunté: «Presidente, ¿qué piensa de sus miembros? ¿Se sienten la mayoría de ellos más elevados espiritualmente que el año pasado?»
Con mi pregunta quería que él me diera su opinión en cuanto a la fortaleza espiritual de los miembros, pero él aprovechó la oportunidad para dirigir otra vez mi atención a los informes. Dándome cuenta de que no había entendido el propósito de mi pregunta, le expliqué: «Será un placer examinar los informes con usted, pero antes, ¿quisiera decirme cómo se siente acerca de la gente de su estaca?»
Mi insistencia en analizar este punto aparte de lo que decían los informes dejó al presidente perplejo y desanimado. Comprendí cómo se sentía, y sin tocar más el tema, estudiamos las estadísticas. Estas indicaban que los miembros habían progresado en muchos de los aspectos que pueden medirse. Sabía que los informes eran una indicación de la calidad espiritual de la gente; sin embargo, no había logrado que el presidente me proporcionara la clase de evaluación que buscaba. Al final de la entrevista, me di cuenta de que todavía se encontraba pensativo y un poco desorientado, y como en las siguientes reuniones demostró sentirse igual, empecé a preocuparme.
Al día siguiente, me sorprendí cuando en su discurso de la conferencia lo oí contarles a los miembros lo que había sucedido el día anterior. Explicó que se había sentido muy desanimado cuando yo no mostré interés en examinar los informes inmediatamente, y que había seguido sintiéndose así hasta muy entrada la noche. Mientras reflexionaba, recordó una experiencia que había tenido la semana anterior a la conferencia.
Durante su visita a una hermana de la estaca que estaba en el hospital recuperándose de una operación, observó a una enfermera que había entrado a ver el estado de la paciente, y dirigiéndose al registro que se encontraba a los pies de la cama, lo había leído con cuidado y había hecho, a su vez, algunas anotaciones. Luego se acercó a la enferma, le tomó el pulso, le palpó la frente, le hizo algunas preguntas y escuchó las respuestas. El presidente agregó: «En ese momento pensé que la enfermera examinaba al paciente para saber cuáles eran sus señales vitales, algunas de las cuales no podía deducir de las anotaciones del informe médico».
También dijo que al reflexionar se había dado cuenta del propósito de las preguntas que le había hecho yo el día anterior:
«Comprendí que el élder Larsen quería que le diera mi opinión acerca de vuestras señales vitales, pues algunas de ellas no podían deducirse de los informes.
Hoy voy a hablaros acerca de las señales vitales del espíritu; de las que no se reflejan en los informes.»
Es muy interesante el hecho de que en su discurso no volvió a mencionar los informes estadísticos.
Tenemos razones para sentirnos optimistas al observar el rápido crecimiento de la Iglesia en todo el mundo. Estamos complacidos con el grado de participación de los miembros, aunque sabemos que puede mejorar. La buena voluntad de la gente que sirve y se sacrificó por la obra del Señor es digna d elogio. Pero, ¿qué podemos decir del reino que se encuentra dentro de nosotros mismos?
Existen pruebas de que tampoco nosotros estamos libres de debilidades; se multiplican los problemas familiares, el divorcio es cada vez más común, y por todos lados se ven señales de que la gente se preocupa demasiado por las cosas de este mundo. Entre gente de negocios es demasiado frecuente la falta de integridad y de confianza. La cortesía y la bondad se ven a menudo suplantadas por los modales groseros, y nos acosan las evidencias, cada vez mayores, de infidelidad en el matrimonio.
A pesar de que el Señor declara que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Ultimos Días es «la única Iglesia verdadera y viviente sobre la faz de toda la tierra. . . hablando a la iglesia colectiva y no individualmente», expresa sus reservas acerca de algunos de los miembros con estas palabras:
«Porque yo, el Señor, no puedo considerar el pecado con el más mínimo grado de tolerancia.» (D. y C. 1:30-31.)
En otra parte, advierte a los que pertenecen a su Iglesia:
«He aquí, la venganza viene presto sobre los habitantes de la tierra . . .
Y empezará sobre mi casa, y de mi casa se extenderá, dice el Señor; primero entre aquellos de vosotros que habéis profesado conocer mi nombre, dice el Señor, y no me habéis conocido, y habéis blasfemado en contra de mí en medio de mi casa, dice el Señor.» (D. y C. 112:24-26.)
En estos momentos en que la Iglesia está creciendo tan rápidamente, nos beneficiaría examinarnos a nosotros mismos y evaluar nuestras señales vitales. Con demasiada frecuencia, los Santos de los Ultimos Días de todas las edades ceden a la tentación de experimentar lo que les está prohibido; a menudo, no lo hacen con la intención de continuar en el pecado, sino de darse un gusto pasajero, pensando tal vez que estas cosas son demasiado valiosas o emocionantes para dejarlas a un lado. Mientras algunos se recuperan de esas caídas, ocurren cada vez más tragedias que llevan desgracia y desesperación a la vida de muchas personas.
Las consecuencias de todo esto son devastadoras. Sus repercusiones afectan tanto a los que caen, como a los que los aman y confían en ellos, de una forma que no se puede prever y por períodos indefinidos de tiempo. Como consecuencia, la humanidad se desliza inexorablemente hacia abajo; la autoridad y la influencia de la Iglesia y reino de Dios disminuyen, y la sociedad siente inevitablemente la pérdida. Además, la Iglesia COMO grupo religioso pone en peligro su capacidad de merecer las bendiciones protectoras del Señor y su derecho a recibirlas.
Siento una profunda admiración y gratitud hacia los que son dignos de la confianza que se les ha dado y no ceden a la influencia de estos tiempos, y hacia los que han vuelto a la Iglesia o están apartándose de los caminos obscuros. Vosotros sois nuestra esperanza y nuestra fuerza; vuestra contribución será de gran peso en el éxito final de la obra; vosotros sois el último y gran muro de contención que desafía la maldad de la tierra. ¡Que Dios os bendiga!
Al contemplar el futuro, tengo fe en lo que el Señor nos ha prometido y sé que su reino prevalecerá; pero a la vez tiemblo al leer el siguiente pasaje:
«Porque éste es un día de amonestación y no de muchas palabras. Porque yo, el Señor, no seré burlado en los últimos días.» (D. Y C. 63:58.)
La fortaleza perdurable del reino no se encuentra en el número de miembros, en lo rápido que crece o en la belleza de sus edificios. En el reino de Dios, el poder no equivale al número de miembros, ni a la observancia superficial y rutinario de sus leyes; sino que se encuentra en las acciones, difíciles de medir, que demuestran amor, obediencia y servicio cristiano, que es posible que los líderes pasen por alto, pero que siguen el ejemplo del ministerio del Señor.
Ha llegado el momento de examinar las señales vitales de nuestro propio espíritu en cuanto a las características que no son evidentes en los informes o en la apariencia. El Señor dijo: «Porque he aquí el reino de Dios está entre vosotros». (Lucas 17:21.) En el nombre de Jesucristo. Amén.
























