Para esto fuisteis llamados

Conferencia General Octubre 1981logo pdf
Para esto fuisteis llamados . . .
por el obispo J. Richard Clarke
Segundo Consejero en el Obispado Presidente

J. Richard ClarkeQueridos hermanos, Rikki Pace, la hija de quince años de Glenn Pace, nuestro nuevo director del Departamento de Bienestar, estaba conversando con una amiga de la escuela, cuando alguien les oyó hablar más o menos así:

-¿Dónde trabaja tu papá?
-En las Oficinas Generales de la Iglesia -contestó Rikki.
-¿Qué son las Oficinas Generales de la Iglesia? -siguió la amiga.
-Ese edificio grande que está frente al templo.
-¿Qué hace allí?
-Está a cargo del Departamento de los Servicios de Bienestar.
-¿Qué son los Servicios de Bienestar?

Después de haber tratado de explicar varias veces cuál era el trabajo de su padre y al notar que esto no había causado mucha impresión en su amiga, con un último intento de dejar el tema, Rikki dijo:

-Déjame explicarlo así: Desde hoy hasta el milenio, si un miembro de la Iglesia se muere de hambre, es por culpa de mi papá.

Hay muchas formas de ver los Servicios de Bienestar.  Cuando se mencionan, supongo que la mayoría piensa en granjas de bienestar, envasadoras, almacenes del obispo e Industrias Deseret.  Los Servicios de Bienestar son esenciales para esa importante parte de la misión de la Iglesia que es perfeccionar a los santos.

Los Servicios de Bienestar son el evangelio en acción para los miembros individualmente, y no sólo para que en ellos participen grupos o instituciones.  La salvación nos llega en forma individual; cada uno debe trepar la escalera que sube hasta el nivel del Maestro.  Si hemos de lograr la perfección, debemos imitar los hechos de Jesucristo así como sus palabras.  Pedro instruyó a los que serían discípulos de Cristo, para que llegaran «a ser participantes de la naturaleza divina» (2 Pedro 1:4).  Les dijo:

«Pues para esto fuisteis llamados. . . para que sigáis sus pisadas.» (1 Pedro 2:21.)

En 1897, Charles Sheldon, un joven ministro de Topeka, Kansas, escribió un libro que tituló: En sus pisadas.  Era una novela basada en un experimento que él mismo llevó a cabo: Ocultó su identidad haciéndose pasar por un impresor sin trabajo y comenzó a vagar por las calles de Topeka.  Al hacerlo, le sorprendió la forma en que lo trató la «comunidad cristiana».  En su novela, un ministro cristiano presenta a su congregación este interesante desafío:

«Quiero voluntarios. . . que se comprometan por un año entero y con toda honestidad a no hacer nada sin antes preguntarse: ‘¿Qué haría Jesucristo?’ . . . Nuestra mira será actuar tal como El lo haría en nuestro lugar, no obstante cuáles sean los resultados inmediatos.  En otras palabras, proponemos seguir a Jesús, seguirlo tan de cerca y tan literalmente como creamos que El lo enseñó a sus discípulos.» (In His Steps -En sus pisadas-, New York: Gosset y Dunlap, 1935, págs. 15 y 16.)

El libro describe las fascinantes experiencias de aquellos que aceptaron el desafío.  Me ha intrigado el experimento y me pregunto, si éste se efectuara entre los Santos de los Ultimos Días, ¿cuál sería el resultado? Como cristianos de los últimos días, conocemos que la «ley real» del amor en acción es socorrer a los débiles, levantar las manos caídas y fortalecer las rodillas de los desfallecidos. (D. y C. 81:5.) ¿Captamos el significado de este pensamiento?  Demostramos lo profundo de nuestro amor por el Salvador cuando nos preocupamos por los que sufren entre nosotros y atendemos sus necesidades.

El filósofo William Jordán explica que en la vida hay cuatro formas de hambre: hambre física, hambre intelectual, hambre sentimental y hambre espiritual.  Todas son reales; a todas debemos darles importancia; todas necesitan ser saciadas.

  1. El hambre física es nuestra necesidad más consciente y biológica. Es difícil ser fuerte espiritualmente cuando hay deficiencias temporales.
  2. El hambre intelectual es un anhelo del intelecto por obtener educación, desarrollarse y progresar.
  3. El hambre sentimental es el sentirse solo, tenerse en menos, ser incomprendido, anhelar compañía y estima de los demás. Sin embargo, al buscar satisfacer el hambre sentimental de nuestro prójimo, reducimos la propia.
  4. El hambre espiritual es el deseo ardiente e conocer verdades eternas. Es el anhelo del espíritu de comunicarse con Dios.

El Evangelio restaurado de Jesucristo da la solución para calmar todo tipo de hambre en la vida.

Jesús dijo:

«Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás.» (Juan 6:35.)

A todos nos gustaría tener la capacidad de Jesucristo para mitigar toda el hambre del mundo, pero no olvidemos que hay muchas formas simples de seguir su ejemplo.  Recordemos que cuando se trata de dar de nosotros mismos, el asunto no es dar mucho, sino dar en el momento preciso.

Una conocida autora norteamericana, Erina Bombeek, relata una experiencia que nos recuerda que las pequeñas cosas pueden significar mucho.  Nos cuenta de una frustrante mañana de numerosas llamadas telefónicas e interrumpidas conversaciones antes de irse al aeropuerto:

«Al fin tenía treinta hermosos minutos libres antes de que partiera el avión, tiempo suficiente para estar a solas con mis pensamientos, abrir un libro y dejar vagar mi imaginación.  Entonces escuché a mi lado la voz de una anciana que me decía:

-Seguro que debe de hacer frío en Chicago.

Fríamente le repliqué:
-Probablemente.
-Hace casi tres años que no voy a Chicago -continuó-; mi hijo vive allí.

-Qué bien -le dije, y traté de seguir con los ojos fijos en la página impresa de mi libro. -El cuerpo de mi esposo va en este avión.  Estuvimos casados por cincuenta y tres años.  Yo no sé manejar, y cuando él murió, una monja me llevó a mi casa desde el hospital.  Ni siquiera somos católicos.  El administrador de la funeraria me trajo al aeropuerto.»

La autora dice:

«Creo que nunca me detesté tanto como en aquel momento.  Otro ser humano estaba implorando ser escuchado, y en su desesperación se había vuelto a una fría desconocida que estaba más interesada en su novela que en el drama real que tenía a su lado.

Ella no necesitaba consejo, dinero, asistencia, ni siquiera compasión; todo lo que necesitaba era alguien que la escuchara . . .

Habló constantemente hasta que abordamos el avión, donde encontró su asiento en otra sección.  Mientras colgaba mi abrigo, escuché su dolorida voz diciendo a su compañero de asiento: ‘Seguro que debe de hacer frío en Chicago’.  Y oré al Señor: ‘Por favor, Dios, haz que la escuchen’.» («Are You Listening?» If Life Is a Bowl o Cherries-What Am I Doing in the Pits?, New York: MeGraw Hill, págs. 197-98.)

¿Cuántas veces hemos observado una buena acción efectuada por otra persona y nos hemos preguntado: «¿Por qué no se me ocurrió a mí?» Parece que aquellos que han hecho lo que a nosotros nos habría gustado hacer dominan el arte de la percepción.  Han formado el hábito de ser sensibles a las necesidades de los demás antes de pensar en ellos mismos. ¡Cuántas oportunidades perdemos y cuántas buenas intenciones quedan sin cumplir! ¡Qué hermoso sería si pudiéramos igualar nuestros buenos hechos a los deseos justos de nuestro corazón!

Sorprendido por nuestra demora en obrar como debemos, el poeta John Drinkwater compuso su poema «Una oración», que cito en parte:

Es claro el curso
que debemos tomar;
en mi ser tus decretos están.
Ruego hoy, Señor, te dignes
dar un poco más.

Danos la mira y la intensidad.
Danos poder de acciones alcanzar.
Danos de hierro
la voluntad de obrar.

Conocimiento, no. . .
sabiduría poseemos;
pedimos la voluntad de obrar;
Señor, esa necesidad tenemos
de actuar, de actuar.
(Traducción Libre)

(En Masterpieces of Religious Verse, ed.  James Dalton Morrison, New York: Harper, 1948, pág. 418.)

Cuando pienso en hechos de bondad, inmediatamente pienso en obispos y presidentas de la Sociedad de Socorro.  Pocas personas saben de las largas horas que ellos pasan sirviendo a los miembros de sus barrios.  Verdaderamente, convierten los principios en hechos.

Para ilustrarlo, quiero citar este conmovedor cuento del tiempo de los pioneros:

«Hace Muchos años, en un pequeño pueblo en la parte sur del estado de Utah, mi bisabuela fue llamada como presidenta de la Sociedad de Socorro.  Durante este período de la historia de nuestra Iglesia existía un espíritu antagónico y áspero entre los mormones y los gentiles.

En el barrio al que concurría mi bisabuela, una de las jóvenes hermanas se casó con un gentil.  Esto, naturalmente, no agradó ni a los mormones ni a los gentiles.  Con el transcurso del tiempo esta joven pareja tuvo un hijo.’ Desgraciadamente la madre se enfermó gravemente en el proceso del parto y no pudo hacerse cargo del cuidado del bebé.

Al enterarse de la condición de salud de esta señora, mi bisabuela inmediatamente fue a las casas de las hermanas en el barrio y le, preguntó si ellas se turnarían para ir al hogar de la joven pareja a cuidar del bebé.  Una a una la, hermanas se rehusaron, de manera que la responsabilidad recayó totalmente sobre ella.

Se levantaba temprano en la mañana, caminaba una considerable distancia hasta el hogar de esta joven pareja, donde bañaba y alimentaba al bebé, juntaba todo lo que había que lavar y lo llevaba a su casa.  Allí lavaba la ropa y luego, al día siguiente, la traía limpia.  Mi bisabuela había estado haciendo esto durante algún tiempo cuando una mañana se sintió demasiado débil y enferma como para ir y realizar aquel servicio que se había vuelto una costumbre en ella.  Sin embargo, mientras estaba acostada, comprendió que si ella no iba el bebé no tendría quién lo cuidara.  Reunió todas sus fuerzas y fue.  Después de cumplir con su servicio, y supongo que solamente con la ayuda del Señor, pudo regresar a su hogar y, acabando de entrar en la sala, cayó sin fuerzas sobre un sofá donde quedó profundamente dormida.  Dijo que mientras dormía sentía como si fuese consumida por un fuego que parecía derretir la médula  de sus huesos. Comenzó a soñar y soñó que estaba bañando al niño Jesús y se sentía dichosa por el gran privilegio que hubiese sido bañar al Hijo de Dios.  Entonces la voz del Señor le habló diciendo: ‘En tanto que lo has hecho al más pequeñito de estos, a mí lo has hecho’ (Mateo 25:40).» (Mi mandato del Señor, Guía de estudio personal para los quórumes del Sacerdocio de Melquisedec, 1976-1977, págs. 154-155.)

Quizás los actos más heroicos se hagan silenciosamente, cuando solamente recibimos el reconocimiento de nuestro amoroso Padre Celestial que nos recompensa con una dulce «paz que sobrepasa el entendimiento» (véase Filipenses 4:7), y por su Espíritu que susurra: «Bien, buen siervo y fiel» (Mateo 25:21).

Me impresionó una experiencia que me relataron recientemente.  Una dulce hermana, incapacitada por ocho años, no podía caminar ni hablar y estaba confinada a su cama.  Hacía más o menos seis años que se le había asignado un fiel maestro orientador para que los visitara a ella y a su marido.  Este maestro les pidió autorización para que su esposa fuera a la casa todos los domingos a quedarse con la hermana inválida, mientras el esposo asistía a la reunión del sacerdocio.  Durante seis años, todos los domingos, este maestro orientador llevaba a su esposa para que se quedara con la del hermano, mientras él asistía al sacerdocio.  Y cada domingo la esposa del maestro orientador les llevaba un pan u otro alimento preparado especialmente

Finalmente, la hermana que había estado enferma falleció.  Cuando su hija trató de expresar su profundo amor y aprecio a aquella pareja por lo que habían hecho durante todos esos años, la esposa del maestro orientador le dijo: «Por favor, no nos agradezca nada.  Para nosotros era un privilegio acompañar a su dulce madre. ¿Qué voy a hacer ahora?  Esa hora y media  los domingos por la mañana será la hora y media más solitaria de la semana».

Me impresiona el hecho de que en los últimos momentos de su vida el Salvador se preocupara por el bienestar de su madre, dándonos nuevamente el ejemplo.  En sus pisadas caminan los hijos devotos que honran a sus ancianos padres que no pueden sostenerse por sí mismos.  Hace unos dos años leí este artículo en el diario:

«Querida Abby:

Estoy sentado leyendo la carta que aparece en su columna sobre el hijo que no quería dar hospedaje temporalmente a su padre, porque pensaba que su visita sería una invasión a su vida privada.

El tema me impresionó porque estoy en camino para visitar a mi hijo en Omaha por dos semanas, debido a su insistencia.  Al principio no quería hacerlo porque pensé que podría interferir con sus actividades personales.

Me pregunto si el hijo que escribió esa carta pensó en la vida privada que no tuvo su padre mientras él estaba en el hogar paterno.

Hubo épocas, durante el tiempo en que mis hijos estaban todavía en casa, cuando habría preferido tener otras actividades, pero ahora no me arrepiento de ningún minuto de todos los que pasé con ellos. Sólo siento no haber tenido más tiempo.

Su paso por nuestro hogar pareció demasiado breve.

No pondré esta carta en el correo; sé que recibirá miles sobre el mismo tema.  Esta es sólo mi forma de decir.

«Querida Abby: Mi padre murió repentinamente de un ataque al corazón, y tenía esta  carta sin terminar en un bolsillo.  Mi esposa y yo le extrañaremos mucho.

William Smzyk, un hijo que realmente quería que su padre fuera a visitarlo.» (Abigail Van Buren, Deseret News, 13 de diciembre de 1979.)

Hermanos y hermanas, lo que he tratado de ilustrar esta mañana es que si hemos de seguir las huellas del Salvador, no lo podemos hacer sin sacrificio personal.  El hacerlo puede exigirnos inconveniencias, pero el amor se extiende más allá de la conveniencia para los que buscan la oportunidad de servir.  Creo que el Señor estaba capacitado para cumplir su misión, no sólo por ser el Hijo de Dios, sino por sus treinta años de preparación en desarrollar una percepción y una sensibilidad capaces de captar las necesidades de sus semejantes.

En el Libro de Mormón leemos:

«Y él saldrá, sufriendo dolores, aflicciones y tentaciones de todas clases. . . para que se cumpla la palabra que dice: Tomará sobre sí los dolores y enfermedades de su pueblo.

… y sus enfermedades tomará él sobre sí, para que sus entrañas sean llenas de misericordia, según la carne, a fin de que según la carne pueda saber cómo socorrer a los de su pueblo.» (Alma 7:11-12.)

Después de una reciente conferencia de estaca donde hablé del papel de la familia en la Iglesia, se me aproximó una simpática hermana quien me dijo:

Obispo, soy viuda y realmente aprecio todo lo que dijo hoy.  Mi familia es amorosa, pero tengo muchos problemas y necesito ayuda.  Los líderes del sacerdocio en mi barrio tienen sus familias y sus propios problemas, y no quiero molestarlos con los míos. ¿Qué hago?

Le pregunté:

-¿Tiene un buen maestro orientador que se preocupe realmente de usted?

Ella dijo:

-Sí, tengo uno que viene casi todos los meses, pero no está muy interesado por nuestra familia.

Luego le pregunté:

-¿Bueno, tiene una maestra visitante que la visite y entienda?

Me dijo que sí, que de la Sociedad de Socorro a veces la visitaban.

A este punto oraba yo por una buena respuesta, cuando una afectuosa hermana que había escuchado la conversación le dijo:

-Perdónenme, pero yo era viuda; y aunque hace poco me he casado nuevamente, sé cómo se siente y entiendo sus problemas.  Permítame que la visite; me gustaría mucho conversar con usted.

El doctor Tom Dooley, médico norteamericano (1927-1961), famoso por su obra humanitaria en Laos y Vietnam, nos explica algo interesante acerca de los que han tenido dificultades y ahora pueden aliviar las cargas de los demás.

«Uno de los conceptos más importantes que describe el doctor Albert Schweitzer* es el de la hermandad de los que comparten el dolor. . . ¿Quiénes son sus miembros?  Aquellos que han aprendido por experiencia lo que significa el dolor físico y la angustia.  En todo el mundo, esta gente está unida por un lazo secreto.  El que ha sido liberado del dolor no debe pensar que ha quedado libre para continuar su vida y olvidar sus enfermedades, sino que es una persona cuyos ojos están abiertos y tiene el deber de ayudar a otros en la batalla contra el dolor y la angustia. Debe tratar de ayudarlos a lograr la libertad que ella ha alcanzado ya.

Bajo esta hermandad no sólo se encuentran los que ante, estaban enfermos, sino también los que están relacionados con los que sufren, ¿y quién no se incluye entre ellos?’ (Thomas Dooley, «La hermandad del dolor», Words of Wisdom, Pág. 150.)

Cito nuevamente del libro de Sheldon:

«Dentro de la disciplina cristiana lo que debe tenerse en cuenta es la necesidad del individuo.  ‘El don sin el donante es vano’. La cristiandad que piensa salvarse sola no es la cristiandad de Cristo.  Cada cristiano. . . necesita seguir en sus pisadas, por la senda del sacrificio personal. No hay ahora una senda distinta de la que había en los tiempos de Jesús: es la misma senda.» (Pág. 239)

Esta ha sido una asignación difícil para mí.  Mientras medito cómo los Servicios de Bienestar nos acercan a Cristo, he examinado mi propia alma y me he dado cuenta de que estoy lejos de mi ideal: el Salvador.  Como resultado me he comprometido nuevamente a alcanzar la «naturaleza divina» de Cristo (2 Pedro 1:4), preocupándome mas en cómo bendecir a los necesitados.

Doy mi testimonio de que hay, un Espíritu especial del Salvador en la obra de los Servicios de Bienestar.

Sé que El ama esta obra y a los miles de santos que trabajan en ella, y al aconsejar a su gente en el Libro de Mormón, nos implora a nosotros hoy:

«En verdad, en verdad os digo que éste es mi evangelio; y vosotros sabéis las cosas que debéis hacer en mi iglesia; pues las obras que me habéis visto hacer, esas también las haréis…

De modo que si hacéis estas cosas, benditos sois, porque seréis exaltados en el postrer día…

Por lo tanto ¿qué clase de hombres habéis de ser», En verdad os digo, aun como yo soy.» (3 Nefi 27:21-22, 27.)

Que podamos caminar en sus pisadas y llegar a ser aun como El es, lo ruego en el sagrado nombre de Señor Jesucristo.  Amén.

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*Albert Schweitzer (1875-1965). Filósofo y médico alsaciano.

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