Para que efectuéis milagros

Conferencia General Octubre 1981logo pdf
Para que efectuéis milagros
por el élder H. Burke Peterson
Primer Consejero en el Obispado Presidente

H. Burke PetersonQueridos hermanos del sacerdocio, esta noche es muy especial para mí.  Como algunos de vosotros sabéis, mi esposa y yo tenemos cinco hijas hermosas, inteligentes y fieles que son nuestro orgullo; pero no tenemos hijos varones.  Cuando niño, siempre iba a las reuniones del sacerdocio con mi padre y mis hermanos.  Ahora que soy padre, siempre voy solo.  Como líder del sacerdocio, he entrevistado y enseñado a cientos de jovencitos con respecto al Sacerdocio Aarónico.  Ha sido una grandiosa experiencia; pero nunca he tenido la oportunidad de enseñar a uno de mis propios hijos.  He asistido a un sinnúmero de actividades de padres e hijos, pero nunca con uno mío.

Esta noche, en un centro de estaca en Arizona, mi nieto mayor, de doce años de edad, está escuchando por primera vez una sesión general del sacerdocio de la Iglesia en su calidad de diácono en el Sacerdocio Aarónico.  Para cuando nació, yo había estado esperando más de veinte años la oportunidad de regalarle un par de botas de vaquero a un niño, y en su primera Navidad se las regalé.  Esta noche me gustaría hablarle a él y contarle algunas cosas que quizás no sepa con respecto al sacerdocio que posee.  También me gustaría dirigir mis palabras a sus amigos, a los miembros de su quórum de diáconos, y, de hecho, a todos los jovencitos ‘ , diáconos, maestros y presbíteros de la Iglesia. Me gustaría hablaros acerca de la autoridad especial del Sacerdocio Aarónico que poseéis.

Reconozco que para algunos de vosotros tal vez esta autoridad tan especial no signifique mucho por el momento.  Habrá otros que acaso la hayáis recibido con entusiasmo sin saber exactamente la razón de ello, y otros que quizás no se hayan hecho aún merecedores de recibirla.

Me dirijo ahora por un momento a mi nieto.  Darren, recuerdo que hace algunas semanas, cuando visité la reunión sacramental de tu barrio en Arizona, yo estaba sentado en el estrado y a ti se te asignó servir la Santa Cena a los que estábamos sentados allí.  Me ofreciste el pan y el agua en memoria del Salvador.  Con tu oficio en el Sacerdocio Aarónico me ayudaste a dedicar mi vida nuevamente a guardar los mandamientos de Dios. Aunque soy tu abuelo y poseedor del Sacerdocio de Melquisedec, tú empleaste tu autoridad para ayudarme a renovar mis convenios.  Me emocionó mucho esa experiencia que compartimos.  Al ver una leve sonrisa dibujada en tu cara, deduje que fue un momento especial para ti también.  No sé si sabes que en ocasiones muy sagradas yo también he repartido la Santa Cena a la Presidencia de la Iglesia, así como al Quórum de los Doce Apóstoles -y a las demás Autoridades Generales. ¿No es maravilloso que tú y yo usemos esta misma autoridad del sacerdocio para ayudarnos mutuamente a hacer convenios con el Señor?

El momento de la Santa Cena es muy especial, y ahora tú tomas parte importante en él.  Eres un tanto diferente de lo que eras antes.  El Señor ha dicho que va a compartir contigo algo de su poder y autoridad para que ayudes a otros en esta vida, te va a permitir hacer algunas cosas sagradas que antes no podías realizar.  Déjame hablarte de algunas.

Si vives en forma digna, cuando seas maestro tendrás la oportunidad de ir a las casas de algunos de los miembros de tu barrio para ayudarles a comprender las enseñanzas del evangelio.  No tienes necesidad de temer; te sorprenderás y maravillarás cuando recibas la inspiración de decir algo especial a las familias que visitas.  Uno de nuestros maestros orientadores es un poseedor del Sacerdocio Aarónico, y viene a visitarnos todos los meses.  Hace tres semanas, oró con nosotros y bendijo nuestro hogar, lo cual nos hizo sentir muy bien.

Como poseedor del sacerdocio tendrás la oportunidad de ayudar a cuidar de los pobres y de los necesitados, recolectando las ofrendas de ayuno de los miembros de tu barrio para ayudar a tu obispo.  No existe una asignación más agradable que la de ayudar a los necesitados.  El reunir las ofrendas de ayuno es una de tus bendiciones, ya que estás ayudando al obispo y a los pobres.  Algún día tal vez tengas la oportunidad de ver la sonriente cara de una viuda y lágrimas en sus ojos al recibir de las manos de un obispo comestibles o el dinero para pagar el alquiler, tomados de las ofrendas de ayuno que tú habrás recolectado en su nombre.

A medida que vayas creciendo, tendrás muchas otras responsabilidades.  Cuando seas presbítero, tal como muchos de los que se encuentran en esta reunión, tendrás la oportunidad de bendecir la Santa Cena y podrás bautizar a otras personas. ¡Piensa en eso un momento!  Tú, tal como estos jóvenes mayores que tú que están presentes esta noche, tendrás la misma autoridad para bautizar que tuvo Juan el Bautista cuando bautizó al Salvador. ¿Sabes que fue la autoridad del Sacerdocio Aarónico lo que le permitió llevar a cabo aquel bautismo?

Recordad, hermanos, que tendréis éstas y muchas otras bendiciones si vivís dignamente.  A veces, esto será difícil; estoy consciente de que no es fácil ser joven en el mundo actual.  Llega un momento en la vida de los jóvenes en que les gusta y necesitan ser aceptados por sus compañeros, los muchachos con los cuales se juntan.  A veces, esto es tan importante como sentir la aprobación y el cariño de los padres.  Cuando os encontréis bajo este tipo de presión en la escuela, probablemente os será difícil decir «no» cuando esto sea lo que se deba decir, o decir «sí» cuando esto sea lo correcto.  Se necesita tener valentía para ser un fiel poseedor del sacerdocio.

He descubierto que aquellos que observan algunas sencillas normas reciben un poder especial que les permite ejercer el sacerdocio en su plenitud.  El poder no se recibe automáticamente junto con el sacerdocio, sino que debemos esforzarnos para obtenerlo.  Lamentablemente, algunos jóvenes se han despreocupado un poco en sus buenas costumbres; otros han cometido errores y aún no se han arrepentido.  Por el momento, aunque posean el sacerdocio, han perdido algo de su poder. ¿Entendéis lo que quiero decir?  Por ejemplo, han perdido lo siguiente:

El derecho de recibir inspiración después de haber preparado un discurso para dar en la capilla, o de haber estudiado para un examen.

El valor de decir «no» cuando se les pide que hagan algo que no es correcto.

El poder que necesitan cuando están orando por la salud de sus seres queridos.

Si fuese yo adolescente y deseara tener ese poder especial y recibir inspiración en mi vida diaria, éstas son algunas de las cosas que haría:

  1. Trataría de leer las Escrituras todos los días durante diez o quince minutos. Probablemente comenzaría con el Libro de Mormón. No me preocuparía si no entendiera todo la primera, segunda o tercera vez que leyera, pero sí, leería a menudo.
  2. Me arrodillaría y oraría por la mañana y por la noche. Cuando pequeño, no siempre recordaba orar por las noches; quería hacerlo, pero a veces me olvidaba porque tenía mucho sueño o estaba muy cansado. Cuando crecí un poco se me ocurrió una buena idea. Si estuviera en vuestro lugar, buscaría una piedra del tamaño de mi puño; la lavaría y la pondría debajo de la almohada. De modo que al acostarme. . . «¡Crac!», la piedra me recordaría que tengo que arrodillarme al lado de la cama. Luego, la pondría en el piso, al lado de la cama, y me acostaría.  Al despertarme al día siguiente y saltar de la cama la pisaría y . . . «¡Ay!», entonces la piedra me recordaría de arrodillarme y hacer mi oración matutina. A veces necesitamos recordatorios para crearnos buenos hábitos.
  3. Decidiría esta misma noche que voy a orar para tener el deseo de cumplir una misión. Oraría todos los días hasta lograrlo, y comenzaría inmediatamente a ahorrar dinero para ese propósito. Después de llegar a casa esta noche conseguiría un recipiente con tapa y lo pondría en mi cuarto; luego, después de pagar el diezmo, comenzaría a guardar en él algo de dinero para la misión.

Desearía ahora dirigirme a aquellos de nuestros amigos que hayan cometido algunos errores graves y por tal motivo hayan perdido o no hayan recibido aún este poder especial del cual hemos estado hablando.  El Señor nos ha hecho una gran promesa:

«He aquí, quien se ha arrepentido de sus pecados es perdonado; y, yo, el Señor, no los recuerdo más.» (D. y C. 58:42.)

De acuerdo con esto, El perdonará nuestros pecados si hacemos lo siguiente:

«Por esto podréis saber si un hombre se arrepiente de sus pecados: He aquí, los confesará y los abandonará.» (D. y C. 58:43)

Si habéis cometido errores graves, el primer paso para poner vuestra vida en orden es conversar con vuestros padres, o, si lo preferís, con vuestro obispo, y mañana mismo.  Os sorprenderá lo fácil que os resultará orar después de hablar con ellos, y lo bien que os sentiréis.

Sin lugar a dudas, cada uno de los jóvenes que me escuchan esta noche puede ser un instrumento en las manos de Dios para llevar a cabo toda clase de responsabilidades sagradas en el sacerdocio; aun milagros si fuera necesario.  Siento gran cariño por vosotros. Espero que tratéis de obedecer con más ahínco los principios que os hemos enseñado esta noche. Permitidme concluir relatándoos una experiencia:

Hace unos años, cuando era obispo de un barrio en Arizona, había allí un singular grupo de jovencitos, la mayoría de los cuales tenían el valor de hacer lo correcto.  Era un grupo bastante unido y se ayudaban unos a otros cuando las circunstancias se ponían difíciles.  La mayoría de ellos iban a un colegio secundario cercano y en comparación con el resto del alumnado eran una minoría.  En el liceo conocieron a una chica que no era miembro de la Iglesia, una joven de circunstancias especiales, ya que era sorda y además padecía de una afección cardíaca; la única manera en que ella podía saber lo que se hablaba era mirar los labios de las personas.  Siempre se sentaba al frente de la clase a fin de poder leer los labios de los maestros, y era aplicada en los estudios.  Sin embargo, cuando no se puede escuchar y participar activamente, es un poco difícil formar parte del resto del grupo; uno se convierte en espectador, y ése era el caso de esta jovencita.

Los jóvenes del barrio se mostraron amistosos y la integraron a su grupo.  Un paso llevó al otro, y finalmente, con permiso de los padres, la invitaron a que recibiera las charlas misionales en la casa de uno de ellos. Dos élderes de diecinueve años, no mucho mayores que ella, le enseñaron el evangelio.  A ella le gustó el mensaje, creyó en él, la hizo sentirse satisfecha, y se fijó la fecha de su bautismo.  A todos se nos invitó para que asistiéramos.  Vestida de blanco, la joven entró en la pila bautismal acompañada por uno de los misioneros, el cual la bautizó llamándola por su nombre:

«Habiendo sido comisionado por Jesucristo, yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.» (D. y C. 20:73.)

El siguiente paso fue confirmarla. Algunos de los que estábamos presentes pusimos nuestras manos sobre su cabeza en virtud del sacerdocio que poseíamos.  Yo estaba consciente de que ella no podía leer los labios de la persona que la estaba confirmando, y tampoco podía oír la bendición.  Escuché atentamente, ya que deseaba invitarla más tarde a mi oficina, en donde ella pudiera verme hablar, y decirle lo que se había dicho.

Un élder de diecinueve años la confirmó miembro de la Iglesia, y al hacerlo, le hizo promesas que yo pensé que eran inusitadas.  De hecho, me inquieté un poco al escuchar sus palabras; sin embargo, siguió con la bendición y poco a poco comencé a sentir un sereno espíritu de paz. Más tarde, al sentarnos en mi oficina, le dije: «Quiero comunicarle la bendición que el élder le dio.  Fue hermosa».  Ella me miró y, con lágrimas en los ojos, me dijo: «Obispo, yo escuché toda la bendición».

¡Había sido sanada! ¡Podía oír y el corazón le latía normalmente!  A partir de ese momento podría participar de un modo más completo en el evangelio y disfrutar de las bendiciones de la vida.

Podemos aprender muchas lecciones de esta historia. La que deseo que recordéis vosotros, los poseedores del Sacerdocio Aarónico, es ésta: Quien dio aquella bendición era un joven de diecinueve años, un misionero, un élder poseedor del Sacerdocio de Melquisedec que se había preparado para cumplir una misión y se había hecho digno de ser un instrumento en las manos del Señor para llevar a cabo un milagro.  De modo que, de pie, con las manos sobre la cabeza de la joven, sintió la inspiración, un mensaje celestial si deseáis llamarlo de esa manera, en el cual se le comunicaba que había una bendición especial reservada para esa joven y que él había sido escogido para pronunciarla.  Prestó atención, obedeció y, por medio del poder y autoridad del sacerdocio, una joven fue sanada.

Que el Señor os bendiga a todos, mis queridos jóvenes, a medida que vayáis progresando en vuestra relación personal con el Salvador. ¡Testifico que El vive!  Testifico que El os conoce íntimamente y que os ama.  Que su poder y bendiciones os acompañen en vuestro ministerio en el Sacerdocio Aarónico.  En el nombre de Jesucristo.  Amén.

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