PREPAREMOS A NUESTROS QUÓRUMES
por el élder L. Tom Perry
del Consejo de los Doce
Cuando viajamos a distintas partes del mundo, muy a menudo encontramos entre la gente un espíritu de desaliento. Las causas de dicha inquietud incluyen guerras, rumores de guerras, hambre, inflación, drogas, cambios de clima, contaminación del ambiente, burocracia en los gobiernos, etc. Puedo entender por qué aquellos que no tienen fe en nuestro Señor y Salvador se convierten en profetas del desastre; las condiciones son muy difíciles. Sin embargo, al observar las causas de todas estas dificultades, es evidente que son provocadas por el hombre y que las soluciones están al alcance de su mano.
El Señor nos ha dado una reconfortante promesa: «Si estáis preparados, no temeréis (D. y C. 38:30). El Evangelio de Jesucristo nos enseña a tener esperanza y nos da oportunidades. A fin de encontrar la felicidad que buscamos, y desprendernos del temor, debemos prepararnos para seguir el sistema y orden que el Señor estableció para sus hijos en la tierra.
Desde el principio, los líderes de la Iglesia nos han enseñado en qué forma debemos organizarnos y nos han capacitado para hacerlo. Durante el período más difícil en la historia de la Iglesia, mientras el profeta José Smith se encontraba injustamente preso en la cárcel de Liberty, estado de Misuri, el Señor eligió ese momento para darle la revelación sobre el sacerdocio. Sus palabras fueron una respuesta a las súplicas fervientes del Profeta:
¿Hasta cuándo pueden permanecer impuras las aguas que corren? ¿Qué poder hay que detenga los cielos? Tan inútil le sería al hombre extender su débil brazo para contener el río Misuri en su curso decretado, o devolverlo hacia atrás, como evitar que el Todopoderoso derrame conocimiento desde el cielo sobre la cabeza de los Santos de los Ultimos Días.
He aquí, muchos son los llamados, y pocos los escogidos. ¿Y por qué no son escogidos?
Porque a tal grado han puesto su corazón en las cosas de este mundo, y aspiran tanto a los honores de los hombres, que no aprenden esta lección única:
Que los derechos del sacerdocio están inseparablemente unidos a los poderes del cielo, y que éstos no pueden ser gobernados ni manejados sino conforme a los principios de justicia.» (D. y C. 121:33-36.)
Si el progreso y la perfección del hombre están limitados por su capacidad para usar el sacerdocio, ciertamente debemos esforzarnos continuamente por hacer uso de su poder y por organizarnos más perfectamente.
Al viajar entre las estacas de la Iglesia, he encontrado organizaciones del sacerdocio, a nivel de estaca y de barrio, funcionando con mucha eficacia. Generalmente, los puntos débiles están en la organización y operación de los quórumes, tanto del Sacerdocio Aarónico como del de Melquisedec. Quisiera dirigimos unas palabras de instrucción a vosotros, los que tenéis la responsabilidad de este importante eslabón en la cadena del sacerdocio.
El presidente Stephen L. Richards nos dio en una oportunidad una triple definición de lo que es un quórum del sacerdocio, diciendo que tiene tres funciones a la vez: primero, la de una clase; segundo, la de una hermandad; y tercero, la de una unidad de servicio. (Conference Report, oct. de 1938, pág. 118.) Examinemos esta definición en su relación con nuestros quórumes.
Primero, la de una clase. En Doctrina y Convenios leemos:
«Y por cuanto no todos tienen fe, buscad diligentemente y enseñaos el uno al otro palabras de sabiduría; sí, buscad palabras de sabiduría de los mejores libros; buscad conocimiento, tanto por el estudio como por la fe.» (D. y C. 88:118.)
Las reuniones de quórum se han designado con el propósito de enseñarnos la ley del Señor. En dicha enseñanza es fundamental instruirnos en nuestros deberes como poseedores del sacerdocio. Ese no es un momento para hacer especulaciones sobre los misterios del mundo, sino para recibir instrucciones básicas y prácticas sobre cómo debemos actuar y encontrarles aplicación en nuestra vida. Esas lecciones deben enseñarnos cómo ser mejores maridos, padres, miembros del quórum, y también nuestras responsabilidades hacia nuestros semejantes.
Este verano tuve la oportunidad de asistir a una reunión de grupo de sumos sacerdotes, en una pequeña comunidad del sur del estado de Wyoming, Estados Unidos. La lección de esa semana trataba sobre dedicación y santidad. Al comenzar, se hizo evidente que el maestro estaba bien preparado para instruir a sus hermanos; luego, una de las preguntas provocó una reacción que cambió completamente el curso de la lección, ya que como respuesta uno de los hermanos hizo el siguiente comentario: «He escuchado con gran interés todo lo que se ha dicho, y súbitamente se me ha ocurrido que todo el tema de la lección quedará en el olvido si no encontramos la forma de aplicarlo y practicarlo en nuestra vida diaria.»
Luego propuso un curso de acción para el quórum. La noche anterior, había muerto un vecino de la comunidad. Su esposa era miembro de la Iglesia, pero él no lo era. Aquel miembro del quórum la había visitado para ofrecerle sus condolencias; al salir de la casa, contempló la hermosa granja del hermano fallecido. El había dedicado gran parte de su vida y esfuerzo para mejorarla; la alfalfa estaba lista para cortar; el grano tendría que ser cosechado pronto. ¿Cómo se las iba a arreglar aquella pobre hermana con todos los problemas que pesaban sobre ella? Necesitaría tiempo para organizarse en sus nuevas responsabilidades. El hermano propuso al quórum que todos se esforzaran por aplicar el principio que se les había enseñado, ayudándole a la viuda a mantener la granja en condiciones hasta que pudiera buscar con su familia una solución permanente. Durante el resto de aquella reunión se organizaron todos los planes para ayudarla. Los principios de la lección tuvieron así aplicación inmediata.
Cuando salimos de la clase, había un buen ambiente entre los hermanos. Al pasar oí el comentario de uno de ellos que decía: «Esto es exactamente lo que necesitábamos para hacer que el quórum volviera a trabajar en unión.» Así se enseñó una lección, se fortaleció la hermandad, y se organizó un servicio especial para ayudar a alguien que lo necesitaba.
Hermanos, hagamos de nuestros quórumes una clase donde recibamos la mejor de las instrucciones para guiarnos en nuestras responsabilidades y obligaciones como poseedores del Santo Sacerdocio.
Segundo, la de una hermandad. Hace muchos años fui llamado como asesor de un quórum de presbíteros. Fue en la época en que la Iglesia había establecido para el quórum un programa de premios que se había diseñado para despertar en los miembros del quórum un interés mutuo. El premio se daba de acuerdo con los logros de todo el quórum y no por éxitos individuales. Aquél era un grupo de jóvenes entusiastas y dedicados, que cumplía con sus responsabilidades casi en un cien por ciento. Sólo uno de los miembros estaba pasando considerables dificultades debido a que el año anterior había perdido a su padre y le costaba adaptarse a esta gran pérdida. Su madre hacía todo lo que podía para ayudarle; pero él había empezado a faltar a las reuniones y estaba adquiriendo algunos malos hábitos.
Después de faltar a la primera reunión, se asignó a uno de los miembros del quórum para hablarle y asentarlo a que asistiera. Este solamente pudo hablar con la madre del joven, quien le explicó que su hijo volvía tan tarde el sábado por la noche, que el domingo de mañana no podía despertarlo. A la segunda semana, el muchacho volvió a faltar a la reunión; de nuevo trataron de hablarle, con el mismo resultado.
Al reunirnos por tercera vez sin que Bill asistiera, pude notar la gran preocupación que tenían los demás jóvenes por su ausencia, hasta el punto de decir que no podían considerar el quórum completo sin él, y que no podrían tener otra reunión si no contaban con su presencia.
Les pedí que dieran ideas. Inmediatamente sugirieron que fuéramos a la casa de su compañero y allí lleváramos a cabo nuestra reunión; así que nos pusimos en camino. Su madre secundó nuestro plan invitándonos a pasar al cuarto del muchacho, donde lo encontramos profundamente dormido. Comenzamos la reunión con un entusiasta himno de apertura. A la primera nota, Bill se sentó de un salto como si le hubieran echado un balde de agua helada. No podía comprender lo que estaba pasando.
A continuación tuve una de las más dulces experiencias de mi vida. Todos sus compañeros le expresaron su cariño; luego tuvimos una oración, todos de rodillas. Después de orar, él se puso de pie y las lágrimas le corrían por la cara; nos estrechamos las manos y nos fuimos, con el quórum completo otra vez. Al saber del amor que le tenían sus compañeros, el joven quiso formar parte del grupo nuevamente.
El élder Rudger Clawson, que fue miembro del Consejo de los Doce, una vez dijo:
«El Sacerdocio de Dios en la tierra ha sido organizado en quórumes para el bien mutuo de sus miembros y para el progreso de la Iglesia.
Un quórum que se reúne sólo para estudiar lecciones logra sus propósitos en forma muy parcial. . . El espíritu de hermandad debe ser la fuerza directriz de .todos sus planes y acciones. Si se cultiva este espíritu, sabia y persistentemente, no habrá otra organización que tenga más atractivo para el hombre que posee el sacerdocio.»
Establezcamos un lazo de hermandad entre todos los miembros de nuestro quórum.
Tercero, la de una unidad de servicio. «Y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos»* (Lucas 22:32) fue el consejo del Salvador a Pedro. El deber que tenemos los miembros del reino de nuestro Padre Celestial es prestar servicio a sus hijos.
El presidente Joseph F. Smith relató una experiencia que recuerda de su niñez. Siendo todavía muy pequeño, un día asistió a una fiesta que daba su tío, el profeta José Smith, en la «Mansión». Había allí una gran cantidad de gente que se encontraba disfrutando de la reunión. De pronto, se abrió la puerta y entró un hombre vestido de harapos. Estaba sucio, tenía el pelo y la barba largos y desgreñados, y parecía un vagabundo. En ese momento el Profeta se encontraba en el lado del cuarto que quedaba más alejado de la puerta. El presidente Smith dijo que su tío, con la agilidad que le caracterizaba, cruzó de un salto el cuarto, tomó a aquel hombre andrajoso en sus brazos y lo abrazó como si se tratara de un amado familiar. El hombre era un hermano en el sacerdocio acababa de pasar por una terrible experiencia haciendo un enorme sacrificio por su hermano, el Profeta de Dios. (Stephen L. Richards, «The Priesthood Quorum: A three-foll Definition», Improvement Era, mayo de 1939, pág. 294.)
La historia de la Iglesia está llena de relatos de hermanos de quórum que se han servido unos a otros con amor y comprensión.
El presidente Stephen L. Richards dijo:
«El sacerdocio se define usualmente como ‘el poder de Dios delegado al hombre’. Esta definición, según pienso, e s exacta. Pero, para su aplicación práctica, quisiera definirlo en términos de servicio, con las palabras con que frecuentemente lo describo: ‘el plan perfecto de servicio’. Y lo llamo así porque me parece que solamente mediante la utilización del poder divino conferido sobre el hombre éste puede tener la esperanza de comprender la plena importancia y la vitalidad de dicho poder. Es un instrumento de servicio. La definición de aplicación y propósitos está relacionada con el servicio, y el hombre que no haga uso de él está expuesto a perderlo, puesto que se nos dice claramente por revelación que aquel que lo descuida ‘no será considerado digno de permanecer’ (D. C. 107:100).
El sacerdocio no es un poder, estático ni la ordenación es de naturaleza estática. Sin embargo, quizás haya algunos hombres que lo consideren en esta forma puesto que se quedan satisfechos con su ordenación sin hacer de ese poder una fuerza activa. Puedo imaginar, a un hombre así yendo ante la presencia del gran Juez Eterno N diciéndole: ‘Mientras estuve en la tierra era sumo sacerdote. Vengo a buscar la recompensa que Me Corresponde como tal’. No es difícil suponer cuál sería la respuesta. Posiblemente ,e le hicieran preguntas como éstas: ¿Qué hiciste mientras eras sumo sacerdote? ¿Cómo empleaste el gran poder que poseías? ¿A quién bendijiste con él?’ La recompensa que tal hombre recibiera se basaría en las respuestas que diera a esas preguntas.» (Conference Report, abril de 1927)
Hermanos, enseñemos a nuestros quórumes a servir. Estoy convencido de que la mayor preparación que podemos tener para librarnos del temor ante el futuro no es el almacenamiento de comida que hayamos acumulado, ni la cuenta de ahorros que tengamos, ni los valores que guardemos. Tan importantes como éstos para la protección de nuestra familia son la comprensión que tengamos de la organización y la aplicación inteligente de los principios del sacerdocio, y creo que en ello radica nuestra verdadera seguridad. El quórum está en la base misma de la estructura del sacerdocio, adecuadamente organizado, capacitado y en pleno funcionamiento.
Al regresar a nuestros barrios y estacas, evaluemos nuevamente la preparación que tenemos en la organización de nuestros quórumes. ¿Funcionan como una clase para capacitar a los hermanos en sus responsabilidades del sacerdocio? ¿Funcionan como una hermandad para bendecir la vida de cada uno de sus miembros? ¿Funcionan para prestar servicio a sus familias, a la Iglesia y a la comunidad en la cual están organizados?
Que podamos sentirnos inspirados esta noche con la firme resolución de que, en los próximos meses, el fortalecimiento de nuestros quórumes ocupará un lugar de prioridad en nuestra lista de deberes. Lo ruego humildemente, en el nombre de Jesucristo. Amén.
_____________
Nota de la editora: La versión en inglés dice: «Y tu una vez convertido, fortalece a tus hermanos». A estas palabras hace referencia el élder Perry.
























