Conferencia General Abril 1982
Perdonar es divino
Por el Élder Theodore M. Burton
Del Primer Quórum de los Setenta
«A una persona con una actitud de no perdonar no se le puede considerar discípulo de Jesucristo.»
Me gustaría limitar mis palabras en esta oportunidad al principio del perdón en lo que se refiere al caso de una persona a quien se le hayan suspendido los derechos de miembro o que haya sido excomulgada. Si aplicamos este principio podemos socorrer «a los débiles», levantar «las manos caídas» y fortalecer «las rodillas desfallecidas”.(D. y C. 81:5.) Hay ocasiones en que la acción con que la Iglesia puede mostrar más amor es por medio de la suspensión de derechos o la excomunión de una persona. Tal vez esta idea parezca incongruente para los que no comprendan la verdadera naturaleza del arrepentimiento y del perdón. Incluso dentro de la Iglesia misma, los miembros algunas veces no saben cómo actuar ante dichas personas.
¿Debería alejarme de ellos para protegerme en caso de que el pecado fuera contagioso? ¿Debería manifestar mi desagrado de que él o ella hayan cometido tal transgresión y dejar de asociarme con ellos? ¿Debería actuar como si nada hubiera ocurrido, o debo manifestar mayor interés en esa persona para demostrarle afecto y que me importa su bienestar? Estas son preguntas importantes que merecen respuestas sinceras.
Este es un asunto que me preocupa porque cualquier acción que se tome tiene serias consecuencias tanto para el transgresor como para los miembros activos de la Iglesia que a veces actúan con buenas intenciones, pero es posible que hayan sido mal informados. Pero aun más me preocupa la actitud de los que son víctimas de la transgresión, aquellos que son perjudicados por las acciones del transgresor.
Un ejemplo adecuado es el de mis propios nietos. Ocasionalmente riñen entre sí o se hablan ásperamente los unos a los otros. Sin embargo, quedo maravillado y a la vez complacido cuando observo con cuánta rapidez la víctima de una palabra o acción áspera perdona y olvida. Me agrada ver que pronto se recibe al ofensor con amor en el círculo de sus hermanos y hermanas. El padre y la madre le enseñan a quien ha cometido la ofensa a no hacerlo de nuevo, de manera que el cariño y el amor se fortalecen en la familia.
Si vamos a enseñar a nuestros hijos el principio del perdón, debemos empezar con nosotros mismos, pues tenemos que darles buen ejemplo. En nuestro trato con familiares y amigos, a menudo los ofendemos cuando somos egoístas o desconsiderados. Pero si cambiamos nuestra forma de ser y evitamos ofender en lo futuro, es más fácil recibir el perdón. El arrepentimiento es un cambio de comportamiento que trae consigo el perdón. Si el padre y la madre se perdonan a sí mismos rápidamente y después demuestran mayor amor y consideración mutuos, sus hijos aprenderán rápidamente a actuar de esa manera. El arrepentimiento y el perdón se convertirán en normas para esa familia.
Si aprendemos a perdonarnos los unos a los otros dentro de nuestra propia familia, podremos perdonar más fácilmente dentro de la Iglesia y la comunidad. Como muchas cosas buenas, el perdón empieza en el hogar. Debemos tener presente el enseñar a nuestros hijos que aunque otros no sean justos y considerados, nosotros tenemos que ser lentos en condenar pero rápidos en perdonar. No necesitamos tolerar el pecado, pero debemos ser tolerantes con el pecador y perdonarlo. Jesucristo dio su vida para reconciliarnos con Dios para que por medio de su sacrificio expiatorio podamos arrepentirnos y recibir el perdón de nuestros pecados. La deuda que tenemos con el Salvador es inmensa, y parte de ella es la obligación que tenemos de perdonarnos los unos a los otros.
Cuando Jesús enseñó a los nefitas, les dijo:
«Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre Celestial; mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, vuestro Padre tampoco os perdonará vuestras ofensas.» (3 Nefi 13:14-15.)
Nuestro Padre Celestial nos perdona de una forma tan completa que ni siquiera recordará los pecados que hemos cometido. Su perdón es tan completo que los borrará de su mente. Sin embargo, ese perdón va acompañado de una condición: «Por esto podréis saber si un hombre se arrepiente de sus pecados: He aquí, los confesará y los abandonará.» (D. y C. 58:43.)
Al implorar misericordia, necesitamos ser misericordiosos con otros. La ofensa que se nos haga puede en ese instante parecer muy grande, sin embargo, al igual que el tiempo sana las heridas del cuerpo, de la misma forma sana las del alma.
De la misma forma en que usamos antisépticos para ayudar a sanar las heridas del cuerpo, necesitamos también aplicar amor y comprensión para desinfectar las heridas del alma. De la misma forma en que perdonemos a otros, podemos esperar que se nos perdone a nosotros. Todo esto es parte del proceso del arrepentimiento.
Mi asignación especial como Autoridad General es ayudar a la Primera Presidencia a volver a traer a la Iglesia a aquellos que han cometido pecados serios. Yo recibo, organizo y hago un resumen de información que la Primera Presidencia emplea para tomar sus decisiones. Es mi deber estar al tanto de todos los antecedentes para asegurarme de que la Primera Presidencia recibe toda la información pertinente. Cuando leo todas estas experiencias dolorosas de personas implorando perdón, comprendo la veracidad de las palabras de Alma:
«He aquí, te digo que la maldad nunca fue felicidad.» (Alma 41:1 0.) Mi corazón va con un espíritu de perdón hacia todos aquellos que sufren de esta forma. Pero en lugar de detenerme en la maldad y el dolor de aquellos que han pecado, me regocijo al leer de todos los que han abandonado sus prácticas pecaminosas y están nuevamente en el camino de la rectitud y la felicidad. Las personas pueden cambiar, y a menudo lo hacen.
Cuando a una persona se le suspenden los derechos o se le excomulga de la Iglesia, esta acción se hace, no para castigar, sino para ayudar. La disciplina de la Iglesia requiere esta acción; sin embargo, debemos recordar que la palabra «disciplina» tiene la misma raíz que la palabra «discípulo». Un discípulo es un estudiante o seguidor, alguien que está aprendiendo. De manera que la disciplina de la Iglesia se convierte en un proceso de enseñanza. Cuando se disciplina a una persona, no se le debe echar fuera ni abandonar. Es exactamente en ese momento en que necesitamos demostrar mayor amor por esas personas para enseñarles y para mostrarles el camino que les conducirá de nuevo a Dios. Es terrible rechazar a un hijo de Dios simplemente porque cometió un error. Debemos enseñarle la forma de empezar de nuevo, de cambiar prácticas malas por actos buenos, y de esa forma transformar su vida. Por medio del arrepentimiento y del servicio a los demás, le pueden ser devueltos sus derechos o puede ser ‘ purificado en las aguas del bautismo y traído de nuevo a la familia de Dios. La esencia del servicio cristiano es enseñar a las personas a vencer el pecado y a cambiar sus vidas en forma mejor. Debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para ayudar a los pecadores a cambiar sus vidas totalmente. De lo contrario, las Escrituras nos dicen que somos nosotros los responsables de los pecados de ellos. Nuestra obligación es de enseñar y ayudarles, y la obligación del pecador es de escuchar y aprender. Si rehusa, tendrá que sobrellevar por sí mismo la carga de todos sus pecados. Sin embargo, sea cual fuere su actitud, nunca debemos abandonarle ni pensar que su reforma es imposible. Hay esperanzas para todos y debemos seguir siempre tratando de ayudar a las personas a que entiendan que por medio del sacrificio expiatorio de Jesucristo no sólo se pueden perdonar los pecados de la humanidad en general, sino también los pecados individuales.
Una de las cosas que me preocupa enormemente, cuando leo las cartas de aquellos que han sido ofendidos, es ese resentimiento y odio que algunas personas expresan sentir contra el esposo o la esposa que los traicionó o que abusó de ellos o de sus hijos. Por ejemplo, hay ocasiones en que una hermana, sintiendo deseos de vengarse, puede tratar de desquitarse cometiendo el mismo pecado que cometió su esposo. Mas todo lo que hace por medio de esa acción tan deplorable es destruirse a sí misma. Algunas personas han expresado sentir tal resentimiento contra su ex cónyuge que dicen que nada de lo que la otra persona pueda hacer podrá recompensar el daño cometido; insisten en que nunca le perdonarán por el dolor y el sufrimiento que les ha causado.
A una persona con esa actitud no se le puede considerar discípulo de Jesucristo. Incluso de aquellos malvados que crucificaron a su propio Salvador, El dijo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.» (Lucas 23:34.) También, cuando Pedro le preguntó al Señor si hasta siete veces debía perdonar a quien le ofendiera, el Señor le respondió: «No te digo hasta siete, sino aún hasta setenta veces siete.» (Mateo 18:21-22.) Las personas pueden cambiar y lo hacen, y nuestro deber es perdonarles. Muchos traen problemas y dificultades sobre sí mismos cuando tienen una actitud implacable. Fue por eso que en una revelación moderna Jesucristo expresó esta gran verdad. «Por tanto, os digo que debéis perdonaros los unos a los otros; pues el que no perdona las ofensas de su hermano, queda condenado ante el Señor, porque en él permanece el mayor pecado.»(D. y C. 64:9.) Para mí esto quiere decir que es mayor el pecado de rehusar perdonar a una persona que cometer el pecado por el cual la persona fue excomulgada o se le suspendieron los derechos. El Señor continúa diciendo: «Yo, el Señor, perdonaré a quien sea mi voluntad perdonar, mas a vosotros os es requerido perdonar a todos los hombres» (D. y C. 64:10). Debemos estar dispuestos a perdonar a otros e incluso perdonarnos a nosotros mismos.
En nuestra lucha por lograr esa perfección que Jesucristo nos ha dado como meta, recalquemos la importancia del perdón; cultivemos ese aspecto de nuestro carácter y regocijémonos en el espíritu del perdón que es el mensaje consolador de la Expiación. Ruego que todos podamos cultivar ese espíritu, en el nombre de Jesucristo. Amén.
























