Apacienta mis corderos

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Apacienta mis corderos
Elder Boyd K. Packer
del Quórum de los Doce Apóstoles

President Boyd K. Packer«No importa que interrumpáis vuestros estudios, que posterguéis vuestra carrera o planes de casamiento. No importa que ello origine un inconveniente; a menos que tenga un serio problema de salud, todo joven Santo de los Últimos Días debe responder al llamado de servir una misión.»

Quisiera dirigirme a mis jóvenes amigos del Sacerdocio Aarónico, y comenzar con una parábola. Después os someteré a una pequeña prueba.

Supongamos que somos miembros de un mismo barrio y que nuestro obispo nos ha asignado, a vosotros y a mí, para programar un día de campo para todos los miembros del barrio. Se trata de planear la mejor actividad que el barrio jamás haya tenido. No importa cuánto tengamos que gastar.

Reservamos un hermoso lugar en las afueras de la ciudad. Lo tenemos para nosotros solos y no habrá nada que interfiera.

Todos los arreglos están saliendo a las mil maravillas. Entonces llega el día; el clima es perfecto y todo está preparado. Las mesas están puestas en una larga hilera y cubiertas por hermosos manteles y vajilla muy fina. Nunca se ha visto un banquete igual. Las hermanas de la Sociedad de Socorro y de las Mujeres Jóvenes han hecho un trabajo increíble. Las mesas están cubiertas de variados y deliciosos manjares.

Finalmente estamos todos sentados y el obispo pide al patriarca de la estaca que ofrezca la bendición de los alimentos. Cada uno de los hambrientos jovencitos confía secretamente que sea una oración corta.

Precisamente en ese momento surge una interrupción; un ruidoso automóvil entra en el lugar que tenemos reservado y se detiene bruscamente muy cerca de nosotros. Nos sentimos molestos; ¿es que acaso no vieron el cartel que indica que el lugar está reservado?

El conductor, preocupado, se baja del automóvil y levanta el capó. Sale un espeso humo del motor y un hermano del barrio, que es mecánico, afirma que a menos que lo arreglen, el vehículo no llegará muy lejos.

Varios niños bajan del automóvil. Están bastante desarreglados, sucios y hacen mucho ruido. La madre sale con una caja con algunos alimentos y la coloca sobre una mesa vacía cerca de las nuestras. Es la hora del almuerzo y los niños tienen hambre. Ella coloca unos pocos restos de comida sobre la mesa y va de un lado para otro tratando de conformar a los niños con lo poco que tiene para darles.

Por nuestra parte esperamos impacientemente que hagan un poco de silencio para poder tener la oración y comenzar a disfrutar de nuestro festín.

Entonces una de las niñitas que había salido del automóvil se acerca a espiar a nuestra mesa. Trae de la mano a su sucio hermanito y se asoman; nos hacemos a un lado, pues están muy sucios. La niñita mira la comida, se relame y nos pregunta si está rica.

Todos están esperando y se preguntan por qué tuvieron que llegar justo en ese momento tan inapropiado. ¿Por qué tenemos que interrumpir lo que estábamos haciendo y preocuparnos por extraños? ¿Por qué no se les ocurrió parar en otro lugar? Nadie les conoce, están sucios, no son como nosotros, simplemente no encajan.

Puesto que el obispo nos ha asignado la actividad a nosotros, se espera que nos hagamos cargo de la situación de alguna manera. ¿Qué podemos hacer? Por supuesto que se trata simplemente de una parábola. Ahora veamos la prueba. Si esto realmente sucediera, ¿qué haríais?

Os doy tres opciones:

Primero, podríais insistir en que los intrusos mantuvieran a sus niños en silencio mientras hacíamos la oración, y después, sencillamente podíamos hacer de cuenta que no estaban allí, puesto que el lugar estaba reservado únicamente para nosotros.

No creo que decidierais hacer eso. ¿Podríais disfrutar de la comida rodeado de niños hambrientos? No creo que seamos tan insensibles. Esta primera no es una buena opción.

Veamos la siguiente. Hay una mesa adicional y tenemos abundancia de comida. Podríamos tornar un poquito de cada cosa y llevarlo a la otra mesa para que los niños comieran y nos dejaran en paz. Así podríamos disfrutar de nuestro festín sin interrupciones. Después de todo, merecemos todo lo que tenernos. ¿No lo obtuvimos acaso «por (nuestra) industria», tal como dice el Libro de Mormón? (Alma 4:6.)

Espero que no hicierais eso tampoco. Hay una opción mejor y vosotros ya sabéis cuál es.

Debemos ir a ellos e invitarles a sentarse con nosotros. Podríamos corrernos un poco para que la niñita se sentara entre nosotros, y hacerles lugar a todos ellos para que disfrutaran junto a nosotros. Más tarde, podríamos ayudarles a arreglar el automóvil y hasta darles comida para que llevaran para el viaje.

¿Os imagináis cuán reconfortante nos resultaría ver cuánta comida podríamos juntar para los niños? ¿Tendríamos mayor satisfacción que en postergar nuestros juegos para ayudar a nuestro hermano mecánico a arreglar el vehículo?

¿Es eso lo que haríais? Por cierto que eso es lo que deberíais hacer. Pero, disculpadme si me caben algunas dudas. Permitidme explicar.

Como miembros de la Iglesia, tenemos la plenitud del evangelio. Contamos con toda forma de nutrición espiritual concebible. Todo está comprendido en el menú espiritual, y en él encontrarnos una interminable fuente de fortaleza espiritual, y como en el caso de la viuda de Sarepta, el aceite de su vasija no disminuirá siempre que lo usemos (1 Reyes 17:14).

No obstante, hay personas en todas partes del mundo, entre nuestros amigos y entre nuestras familias, quienes, espiritualmente hablando, están malnutridos, algunos de ellos hasta muriéndose de hambre.

Si nos guardamos todas estas cosas para nosotros, es como saborear manjares frente a quienes tienen hambre. Debemos ir a ellos e invitarles a que se unan a nosotros. Debernos ser misioneros. No importa que interrumpáis vuestros estudios, que posterguéis vuestra carrera o planes de casamiento. No importa que ello origine un inconveniente; a menos que tenga un serio problema de salud, todo joven Santo de los Últimos Días debe responder al llamado de servir una misión.

Ni los errores ni las transgresiones deben interponerse en el camino. Es imperativo que os hagáis dignos de recibir vuestro llamamiento.

Al principio los apóstoles de la antigüedad no sabían que el evangelio era para todo el mundo, incluyendo a los gentiles. Entonces Pedro tuvo una visión, en la cual vio un lienzo lleno de todo tipo de animales y se le mandó matar y comer. Pedro se rehusó aduciendo que se trataba de una cosa común e inmunda. Entonces la voz dijo:

«Lo que Dios limpió, no lo llames tú común.» (Hechos 10:9-16.)

Esa visión y la experiencia que tuvieron inmediatamente, les convenció de su deber, tras lo cual dieron comienzo a la gran obra misional del cristianismo.

Casi todo misionero que acaba de regresar de su misión se preguntará «Si están hambrientos espiritualmente, ¿por qué no aceptan lo que les ofrecemos?

¿Por qué nos cierran las puertas en las narices? Uno de mis hijos, que sirvió como misionero en Australia, fue echado violentamente de una casa por un hombre que rechazó su mensaje.

Mi hijo es lo suficientemente corpulento como para llegar yo a la conclusión deque debe haber estado dispuesto a permitirle al hombre hacer lo que hizo, de otra manera el incidente jamás habría tenido lugar.

Sed pacientes si alguien se rehusa a comer cuando le ofrecéis alimento por primera vez. Recordad que quienes están espiritualmente hambrientos no aceptarán el evangelio. Bien sabéis cuánto os cuesta probar algo que nunca habéis comido. Vuestra madre debe insistir mucho antes de que tan siquiera probéis una pequeña porción para ver si os gusta.

Los niños malnutridos deben ser alimentados con cuidado, y lo mismo acontece con las personas que están mal alimentadas espiritualmente. Algunas de ellas están tan débiles como resultado del pecado que hasta rechazan el manjar que les ofrecemos. Deben ser alimentadas con cuidado y despacio.

Otras están tan cerca de la muerte espiritual que se les debe dar pequeñas cucharadas del caldo de la amistad, o de nuestras actividades y programas. Como dicen las Escrituras: Deben tomar leche antes de que se les dé carne. (1 Cor. 3:2; D. y C. 19:22.) Mas debemos tener cuidado, pues si no, el único alimento que ellos recibirán será ese caldo.

Tenemos que alimentarlos. Se nos manda que prediquemos el evangelio a toda nación, tribu, lengua y pueblo. Ese mensaje, mis queridos amigos, aparece en las Escrituras más de ochenta veces.

Yo no serví una misión regular hasta que fui llamado a presidir la Misión de Nueva Inglaterra. Cuando tenía la edad como para salir como misionero, cuando tenía vuestra edad, no se llamaba a los jóvenes para servir en una misión. Era en medio de la Segunda Guerra Mundial y tuve que dedicar cuatro años al servicio militar. Pero sí hice obra misional, y compartí el evangelio. Tuve el privilegio de bautizar a uno de los dos primeros japoneses que se unieron a la Iglesia después de que la misión estuvo cerrada durante veintidós años. El hermano Elliot Richards bautizó a Tatsui Sato, yo bauticé a su esposa, Chio, y la obra misional en Japón volvió a abrirse. Les bautizamos en una piscina entre los escombros de una universidad casi destruida por las bombas.

Poco tiempo después tomé un tren en Osaka con destino a Yokohama, desde donde abordaría un barco que me llevaría de regreso a mi hogar. Los hermanos Sato fueron a la estación para despedirme. Derramamos muchas lágrimas en el momento de la despedida.

Era una noche sumamente fría. Lo que quedaba de la estación ofrecía un aspecto inhóspito. Como era común en aquellos días en Japón, se veía a niños hambrientos durmiendo echados en rincones. Los más afortunados de ellos se encontraban solamente tapados con algunas hojas de periódico o viejos trozos de tela.

Poco fue lo que pude dormir en el tren; de todos modos, las literas eran demasiado pequeñas.

En las opacas y frías horas del alba, el tren se detuvo en determinado lugar. Escuché a alguien golpear en la ventana y levanté la cortina. Allí, en puntillas de pie en el andén, golpeando la ventana con una lata, me encontré con la figura de un niño. Era seguramente un huérfano y mendigo. La lata en su mano era símbolo de su sufrimiento. Algunas veces llevaban consigo una cuchara también, como diciendo: «Tengo hambre. Denme de comer.»

Tendría unos seis o siete años. Su frágil cuerpecito denotaba inanición. Apenas si tenía puesto un kimono despedazado en forma de camisa. Su cabeza estaba cubierta de costra. Una parte de su mandíbula estaba hinchada -tal vez por tener infección en una muela. Alrededor de la cara con un nudo en lo alto de su cabeza tenía atada una vieja y sucia tira de tela. Ese era todo su patético tratamiento. Cuando vio que me había despertado, comenzó a agitar su lata pidiendo limosna. Lleno de pena pensé: «¿Cómo puedo ayudarle?» Entonces recordé que tenía algo de dinero en moneda japonesa. Rápidamente busqué mi ropa y encontré algunos billetes. Traté de abrir la ventana, pero no pude; estaba atascada. Me puse los pantalones y corrí hasta el fin del vagón. Allí me estaba esperando ansiosamente. Al tratar de abrir la compuerta, el tren echó a andar y comenzó a alejarse de la estación. A través de las sucias ventanas podía ver al niño con su lata en alto y el sucio trozo de tela rodeándole las mandíbulas.

Allí estaba y, un oficial del ejército conquistador, camino a casa donde me aguardaban mi familia y un futuro. Allí, a medio vestir, con un puñado de billetes japoneses en la mano, los cuales el niño había visto pero no había podido recibir. Quise ayudarle, pero no pude. Lo único que me consuela es que en verdad quise ayudarle.

Eso fue hace 38 años, pero hasta hoy puedo verle como si hubiera acontecido ayer.

Tal vez la experiencia me haya dejado una cicatriz. De ser así es una cicatriz de la guerra, una digna de tener, por la cual no me avergüenzo, pues me recuerda de mi deber.

Mis jóvenes hermanos, puedo escuchar la voz del Señor decir a cada uno de nosotros así como le dijo a Pedro, «Apacienta mis corderos. : . pastorea mis ovejas . . . apacienta mis ovejas.» (Juan 21:15-17.)

Tengo una confianza y fe ilimitadas en vosotros, nuestros jóvenes hermanos. Vosotros sois los jóvenes guerreros de la Restauración, y en esta batalla espiritual sois los que tenéis el deber de saciar el gran hambre espiritual y apacentar a los corderos. No es más que nuestro deber. Tenemos la plenitud del evangelio sempiterno, y la obligación de compartirlo con los que no lo tienen. Que Dios nos permita honrar esa comisión del Señor y prepararnos para aceptar ese llamamiento, lo pido con humildad en el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Amén.

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