Conferencia General Abril 1985
Dispuestos a someternos
élder Neal A. Maxwell
del Quórum de los Doce Apóstoles
El alma sumisa será rectamente conducida a soportar bien algunas cosas y a estar anhelosamente consagrada a poner en orden otras cosas, haciendo la distinción entre unas y otras.
No voy a disculparme por tratar de hablar de lo que Pablo llamó «lo profundo de Dios» (1 Cor. 2: 10), pero si por mi incapacidad de llegar a lo mas profundo.
Aunque encontramos esa cualidad en la sencilla pero espiritualmente exuberante vida de los verdaderos héroes y heroínas espirituales que nos rodean, al tratar de alcanzarla nosotros como discípulos, su carencia mantiene a muchos de nosotros rezagados en los valles y alejados de las cumbres. Me refiero a nuestra vacilación y renuencia a someternos totalmente al Señor y a sus propósitos para con nosotros.
El ser así renuentes es semejante a haber salido de Egipto sin llegar a la Tierra Santa, o a habernos quedado en Nauvoo esperando la construcción de las vías ferroviarias, o a habernos establecido permanentemente en Winter Quarters.
Si bien podemos poseer otros buenos atributos, quizás todavía nos falte esa cualidad. Ese era el caso del hombre justo que sinceramente se arrodillo a los pies de Jesús. Faltándole una cosa, se alejó triste y renuente al imponérsele cierta condición (Marcos 10:21-22; Lucas 18:22-23). Ya sea que nos alejemos de las «muchas posesiones» sin mirar hacia atrás (Marcos 10:22), o de un lugar de importancia en la sinagoga (Juan 12:42-43), o de actitudes erróneas de orgullo acumuladas a través de los años, o del simple acto de dejar «al instante» las redes del pescador (Mat. 4:20), la prueba es siempre la misma.
Con una introspección sincera e imparcial, cada uno de nosotros puede mencionar lo que aun le falta, que en mi caso es mas de una cosa.
La sumisión espiritual es muchísimo mas que flexionar la rodilla o inclinar la cabeza. Porque ¡ay!, cuanto mas pensemos «en las cosas de la carne» (Rom. 8:5), menos podemos tener «la mente de Cristo» (1 Cor. 2: 1ó).
Jesús estableció este determinante requisito:
«. . . si no os . . . hacéis como niños, no entrareis en el reino de los cielos»(Mat. 18:3).
Uno de los profetas de Jesucristo indicó-estipulando tres veces la sumisión-cómo puede un discípulo volverse «. . .como un niño: sumiso, manso, humilde, paciente, lleno de amor y dispuesto a someterse a cuanto el Señor juzgue conveniente imponer sobre el, tal como un niño se sujeta a su padre» (Mos . 3: 19) .
Tres grupos de pasajes de las Escrituras ponen de relieve esta magnifica cualidad. (Alma 7:23, 13:28; D. y C. 121:41-42. ) Asombrosamente semejantes, forman una uniforme letanía de atributos que tienen en su centro catalítico a la sumisión. Por la forma en que se destaca esta agrupación, no puede ser casual.
Mas aún, la sencillez con que se describe esa cualidad esta en proporción a la dificultad para desarrollarla; es muy fácil decidirse a medias, pero esto hace que progresemos a medias, seamos «a medias» bendecidos y vivamos a medias, con muchos capullos y pocas flores.
Por lo tanto, de nada sirve una visión superficial de esta vida, no sea que digamos que la experiencia terrenal es sólo para venir a recibir un cuerpo, como si se tratara de ir a buscar un traje a la tintorería; o que hablemos con indiferencia de venir aquí a ser probados, como si se tratara de una breve y fácil carrera de obstáculos.
No hablaremos en estos comentarios de cuanta sumisión a las circunstancias debe existir; baste decir que Dios «concede a los hombres» ciertas cosas con las que debemos conformarnos (Alma 29:4; Fil. 4:11; 1 Tim. 6:8). Tenemos que seguir viviendo, sea que nos falte la madre o una parte del cuerpo; sin embargo, debemos aprender a controlar el carácter y las pasiones. Aunque se nos fija el recorrido, genéticamente tenemos la oportunidad de ser mayordomos diligentes. El alma sumisa será rectamente conducida a soportar bien algunas cosas y a estar anhelosamente consagrada a poner en orden otras cosas, haciendo la distinción entre unas y otras.
En particular, se requiere humildad mental para reconocer el amor perfecto que Dios nos tiene y su omnisciencia. Si reconocemos estas tranquilizadoras verdades y aceptamos el hecho de que El desea que progresemos y seamos felices, estaremos preparados para las experiencias que sobrevendrán. Esa humildad exige una sincera honradez intelectual, el reconocimiento de las experiencias del pasado, y un oído atento al Espíritu Santo, que nos predica desde los recónditos rincones de la memoria.
Al comunicarse el Señor con los mansos y sumisos, el tono es mas suave, pero el matiz es mas intenso. Aun los mas mansos, como Moisés (Núm . 12:3), aprenden cosas extraordinarias «que nunca» hablan «imaginado» (Moisés 1: 10). Pero es sólo al humilde que se le enseña y se le nutre así, y no a aquellos que, como dijo Isaías, son «sabios en sus propios ojos» (Isaías 5:21; 2 Nefi 9:29 y 15:21).
Los consejos de Dios nos unen y armonizan con las magnificas realidades del universo; mientras que el pecado nos deja vacíos, nos aísla y nos aparta, confinándonos a la celda desolada del egoísmo. Por eso, la multitud del infierno es solitaria.
Al contrario, la sumisión espiritual es armonía y comunión al dar estabilidad al corazón y a la mente. Entonces, dedicaremos menos tiempo a las decisiones y mas al servicio; por otra parte, cuanto mayor sea la vacilación, menor la inspiración.
La entrega de nuestro corazón a Dios marca la última etapa de nuestro progreso espiritual. ¡Es entonces cuando empezamos a serle útiles! ¿Cómo podemos pedirle que nos haga un instrumento en sus manos si la herramienta pretende darle instrucciones al que la utiliza?
Cuando de verdad cumplimos con el primer mandamiento de amar a Dios con todo el «corazón, alma, mente y fuerza» (D. y C. 59:5; Mateo 22:37), el dar tiempo, talento y bienes va acompañado de una entrega total de nosotros mismos.
A veces somos renuentes porque nos falta fe o estamos extremadamente envueltos en las cosas del mundo; otras, hay en nosotros una comprensible aprensión que demora la entrega, porque presentimos lo que esa entrega significa.
No obstante, debemos librarnos de nuestro viejo yo-ese yo retrogrado, restringido y quejumbroso-y hacernos receptivos al cincel del Señor. Pero ese yo no se retira de buen grado ni con rapidez Aun así, esta sumisión a Dios es una emancipación.
¿Cómo podemos sinceramente reconocer la paternidad de Dios y rehusar sus preceptos? Sobre todo, en vista del hecho de que el Señor disciplina a aquellos a quienes ama (Heb. 12:6;D. y C. 136:31; Mos. 23:21; Apoc. 3:19).
Cuando lo eligieron, Samuel era «joven y hermoso. . . Entre los hijos de Israel no había otro mas hermoso que el»
(1 Sam. 9:2). Mas tarde, se envolvió en su ego y se infló con su poder. Samuel le recordó que «eras pequeño en tus propios ojos»(1 Sam. 15:17). En contraste, la sumisión sincera ennoblece grandemente el alma sin hipocresía ni engaño (D. y C. 121 :42) .
La sumisión también refrena nuestra tendencia a exigirle al Señor explicaciones por adelantado; así lo entendió Nefi que, aunque sin comprender, confiaba en El:
«Se que ama a sus hijos; sin embargo, no se el significado de todas las cosas.» (1 Nefi 11: 17.)
También lo entendió María, cuando dijo, confusa pero sumisa:
«He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra.» (Luc. 1:38.)
Así como el saber esperar la gratificación es una indicación de la madurez, la disposición a esperar una explicación que tarda en venir indica una fe verdadera y una confianza sin limites.
Si somos fieles, reconoceremos que estamos en las manos del Señor y que debemos someternos a El bajo sus estipulaciones, no las nuestras. No se trata de una sujeción condicional, sino total, sin condiciones.
Imaginemos que Enoc se hubiera opuesto al llamamiento del Señor. Habría continuado su vida siendo una buena persona, sirviendo al Señor de a ratos, viviendo en un lugar que seria un simple barrio bajo comparado con la Ciudad de Enoc; y no seria parte de esa gloriosa escena de bienvenida que todavía esta en el porvenir. (Moisés 7:63.)
¿Y si Pedro no hubiera dejado sus redes «al instante»‘? (Mat. 4:20.) Podría haberse convertido en el respetado presidente de la Asociación Galilea de Pescadores. . . Pero no habría estado en el Monte de la Transfiguración con Jesús, Moisés y Elías, ni habría oído la voz de Dios. (Mat. 17:4.)
Hay tres palabras especiales: «Y si no», que nos dieron tres sumisos jóvenes que entraron en el «horno ardiendo» convencidos de que . . . nuestro Dios . . . puede librarnos del horno de fuego ardiendo. . .
«Y si no, sepas, oh rey, que no serviremos a tus dioses. . .» (Dan. 3: 1718; cursiva agregada. )
Mas aun, nuestras oraciones deberían contener otras tres palabras especiales:
«Y cualquier cosa que pidáis al Padre en mi nombre, creyendo que recibiréis, si es justa, he aquí, os será concedida.» (3 Nefi 18:20; cursiva agregada. )
Sólo entregándonos a Dios podemos comprender cual es su voluntad para con nosotros. Si de verdad confiamos en El, ¿por que no entregarnos a su amorosa omnisapiencia? Después de todo, El nos conoce y sabe nuestras posibilidades mucho mejor que nosotros.
«No obstante, ayunaron y oraron frecuentemente, y se volvieron mas y mas fuertes en su humildad, y mas y mas firmes en la fe de Cristo. . . si, hasta. . . entregar el corazón a Dios.» (Hel. 3:35.)
De otra manera, podemos empeñarnos demasiado en promover nuestra propia causa:
«Porque ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios.» (Rom. 10:3.)
Diferente es la admonición de Jesús cuando dijo que no buscáramos las cosas de este mundo, sino que primeramente buscáramos edificar el reino de Dios y establecer su justicia (Mat. 6:33).
Aunque las circunstancias a me nudo nos inducen a la sumisión, nuestra evolución no tiene porque ser súbita ni estar ligada con un suceso particular; puede ocurrir en forma constante y en condiciones comunes y cotidianas. Si somos humildes, podemos obtener de una reprimenda una comprensión mas amplia y ventajosa; un nuevo llamamiento puede sacarnos de la cómoda rutina y de aptitudes ya establecidas. A fin de extraernos el tumor maligno del materialismo, quizás sea necesario que se nos prive de ciertos lujos. A fin de despojarnos del orgullo, quizás antes tengamos que sentirnos humillados.
El cincel nos modela, y el cambio esta muy lejos de ser simplemente cosmético.
La dirección en que se incline el alma al principio es esencial. ¿Desdeñará los resultados o los vera como parte de un plan? ¿Que haremos entonces, murmurar o meditar?
Aunque nosotros mismos provocamos mucho de nuestro sufrimiento, algo de este lo causa o lo permite Dios. Esta temperante realidad demanda profunda sumisión, especialmente cuando el Señor no aparta de nosotros la copa. En esas circunstancias, cuando se nos recuerda que en la preexistencia nos regocijamos al presentársenos el plan de esta vida (Job 38:7), quizás se nos pueda perdonar si en un momento dado, reflexionamos sobre el motivo de tanto regocijo.
El resultado final para los fieles es la comprensión de «las cosas como realmente son» (Jacob 4: 13), el tranquilizador conocimiento de que estamos en las manos del Señor. Pero, mis hermanos, ¡nunca hemos estado en otra parte! Una demostración magnifica de esta actitud es nuestro estimado y sumiso hermano, Bruce R. McConkie.
«¿No sabéis que estáis en las manos de Dios?» (Morm. 5:23), Y así también «toda carne» (D. y C. 101: 16; Moisés 6:32), y «los cielos y la tierra» (D. y C. 67:2). Quizás Sólo podamos llegar a la comprensión total de que estamos en las manos de Dios meditando acerca de las marcas en las manos de nuestro sumiso Salvador. (3 Nefi 11: 14-15.) Algunos, habiéndose apartado, tendrán que preguntar que heridas son esas. (D. y C. 45:51-52. ) Estos son los que «no observan la obra del Señor, ni consideran las obras de sus manos» (2 Nefi 15:12).
Cuanto mas estudiamos, oramos y meditamos sobre la asombrosa Expiación, mas dispuestos nos mostramos a reconocer que estamos en sus manos y las del Padre. Reflexionemos, pues, sobre estos puntos finales.
Cuando la inimaginable carga empezó a pesar sobre Cristo, le confirmó la comprensión intelectual que por mucho tiempo había tenido de lo que debía hacer. Comenzó a llevarlo a efecto, y exclamó: «Ahora esta turbada mi alma; ¿y que diré’? ¿Padre, sálvame de esta hora?» Luego, ya fuera en un monólogo espiritual o como enseñanza para aquellos que lo rodeaban, agregó: «Mas para esto he llegado a esta hora» (Juan 12:27).
Mas tarde, en Getsemaní, el Jesús sufriente empezó a «angustiarse» (Mar. 14:33), o, según el griego, a estar «asombrado» y «anonadado».
¿Podemos imaginar a Jehová, el Creador de este y otros mundos, «asombrado»? Jesús sabia lo que tendría que hacer, pero no lo había experimentado . ~ Nunca había sentido en carne propia el intenso y agotador proceso de una expiación! Así, cuando la angustia le sobrevino en toda su intensidad, era mucho, muchísimo, peor de
lo que aun El, con su intelecto inigualable, pudo haber imaginado. ¡No es de extrañar que haya aparecido un ángel para fortalecerlo! (Lucas 22:43. )
El peso acumulado de todos los pecados terrenales, pasados, presentes y futuros, cayó con toda su fuerza sobre aquella alma perfecta, inmaculada y sensible. No sabemos por que, pero todas nuestras dolencias y enfermedades también formaron parte de la horrible realidad de la Expiación (Alma 7:11-12; Isa. 53:35; Mat. 8: 17). El angustiado Jesús no sólo suplicó al Padre que apartara aquella copa de El, sino que también le dijo:
«Abba, Padre, todas las cosas son posibles para ti; aparta de mi esta copa.»(Marcos 14:35-36.)
Siendo Jehová, ¿no había dicho El mismo a Abraham: «¿Hay para Dios alguna cosa difícil?»‘? (Gen. 18: 14.) ¿No había dicho su ángel a la asombrada María que «nada hay imposible para Dios»? (Luc. I :37. )
¡La suplica de Jesús no era una dramatización !
En esa adversidad, ¿esperaría El que apareciera la zarza con el carnero del rescate’? No lo se. Su sufrimiento -que era intensidad multiplicada por infinidad- provocó mas tarde el clamor de su alma en la cruz, un clamor de desamparo (Mat. 27:46).
Aun así, Jesús mantuvo esta sublime sumisión, tal como había demostrado en Getsemaní: «Pero no sea como yo quiero, sino como tu.» (Mat. 26:39. )
Al tomar sobre si nuestros pecados, dolores y enfermedades y llevar a cabo la Expiación (Alma 7:11-12), Jesús se convirtió en el perfecto Pastor, por lo que estas líneas de Pablo nos transmiten un especial significado y confianza:
‘¿Quien nos separara del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligros o espada?» (Rom. 8:35.)
Ciertamente, estamos en sus manos, ¡y que manos santificadas!
La maravillosa y gloriosa Expiación ha sido el acto principal en toda la historia de la humanidad. Es el eje alrededor del cual gira todo lo demás que tenga importancia; pero empezó a girar gracias a la sumisión espiritual de Jesús.
Que podamos ahora, y en nuestro tiempo y turno, estar dispuestos a someternos (Mos. 3: 19), lo ruego en el nombre de Jesucristo. Amén.
























