Yo, el señor, estoy con vosotros

Conferencia General Abril 1986logo 4
«Yo, el Señor, estoy con vosotros»
élder Marvin J. Ashton
del Quórum de los Doce Apóstoles

Marvin J. Ashton1«Los frutos del buen ánimo están dentro de nosotros, junto a vuestra resolución, prioridades y deseos; jamás procederán del exterior, no se pueden comprar ni robar, y son invalorables.»

En las últimas semanas, al pensar en esta ocasión, he sentido la fuerte impresión de que debía hablar sobre la invitación del Señor a que tengamos buen ánimo; sí, buen ánimo sin sentir temor. Con el mundo lleno de disturbios, protestas, armamentos, guerras y rumores de guerras, desconfianza, pobreza, desengaños, terrorismo y tragedias, no ha habido un período en la historia donde se necesitara tanto aceptar otra de las promesas eternas del Señor.

«He aquí, esta es la promesa del Señor a vosotros, oh mis siervos.

«Animaos, pues, y no temáis, porque yo, el Señor, estoy con vosotros y os ampararé; y testificaréis de mí, sí, Jesucristo, que soy el Hijo del Dios viviente; que fui, que soy y que he de venir.» (D. y C. 68:5-6.)

El buen ánimo es un estado mental o emocional que promueve la felicidad o el gozo. Algunos creen encontrarlo en una botella, una lata de cerveza, un cigarrillo, en la autojustificación o el autoengaño. Y a propósito, he observado que aquellos que tratan de ahogar sus pesares en la bebida sólo consiguen el hastío del mañana. Con la ayuda de Dios, el buen ánimo nos permite elevarnos sobre la depresión y las circunstancias difíciles; es un proceso de reafirmar la confianza y el fortalecimiento; es un rayo de sol en un cielo oscurecido por las nubes.

Hace poco, me conmovió una madre que había perdido inesperadamente a un hijo en una muerte trágica. Esta mujer, de Washington, Utah, que se encuentra muy sola, dijo: «Tengo pesado y triste el corazón, pero el alma con buen ánimo». Y ese fuerte ánimo predominaba en las tristes circunstancias. Era el triunfo de la promesa «yo, el Señor, estoy con vosotros», sobre el pesar y la desesperación. Las personas de buen ánimo mitigan el dolor de los demás así como el que las abruma a ellas mismas.

Ninguno de nosotros se verá libre de la tragedia y el sufrimiento, y cada uno reaccionara en forma diferente. No obstante, si recordamos la promesa del Señor que dice «yo, el Señor, estoy con vosotros», enfrentaremos nuestras aflicciones con dignidad y valor; encontraremos la fortaleza para tener buen ánimo en lugar de estar resentidos, criticar o darnos por vencidos; podremos encarar los sucesos desagradables de la vida con una visión clara y con un espíritu fuerte.

Por todo el mundo hay muchos miembros que llevan las bendiciones del evangelio a aquellos que quieran escuchar. Los que aceptan las enseñanzas del Salvador y viven de acuerdo con ellas encuentran la fortaleza para tener buen ánimo, porque Él dijo: «Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallara». (Mateo 16:25.) Cuando aplicamos ese principio y lo compartimos con los que nos rodean, es posible substituir la desilusión, la tragedia y el pesar con ánimo y esperanza. Los frutos del buen ánimo están dentro de nosotros, junto a nuestra resolución, prioridades y deseos; jamás procederán del exterior, no se pueden comprar ni robar, y son invalorables.

Cuando pienso en personas bien disciplinadas y consagradas de corazón a tener buen ánimo, me vienen a la memoria muchos ejemplos. Ellas nos elevan con su actitud jovial llena de gozo y esperanza; parece que avanzan animadas, con una porción extra de fuerza y amor.

Relataré un par de ejemplos. Conozco a una hermosa dama de buen ánimo, a quien mucho he querido a través de los años, es una persona muy especial. Su esposo ha tenido el mal de Parkinson por más de treinta y cinco años. Ambos han criado a seis hijos extraordinarios; ella ha cooperado con el gozosamente posibilitándole su labor de padre, esposo, obispo, miembro de sumo consejo y constructor de éxito. Cuando él ha estado casi inmovilizado por la enfermedad, ella lo ha levantado. Sus vecinos (y vecino es cualquiera a quien ella conozca) la han visto aparecer primero que nadie cuando necesitaban ayuda. Su buen ánimo es inquebrantable, y comunica paz mental y consuelo a todo el que se relacione con ella. Al observarla, he notado que el buen ánimo produce un entusiasmo con Es un gozo ver a alguien así, que, mientras otros viven en medio de un amargado silencio o vociferan su disgusto ante algún suceso desagradable, enfrenta la situación con animosa paciencia y buen espíritu.

En todo el mundo, nuestros misioneros encuentran a menudo a personas que, aunque dispuestas a aceptar el bautismo y el evangelio de Jesucristo, temen el proceso, le tienen miedo al cambio. Hay otros miembros de la Iglesia, menos activos, que resisten la invitación de volver porque temen no poder seguir sus caminos y no tener compatibilidad con los demás.

A todos os decimos que no temáis y que tengáis buen ánimo, porque el Hijo del Dios viviente, Jesucristo mismo, estará con vosotros.

Hace unas pocas semanas, estando en Bangkok, Tailandia, nos sentimos conmovidos por lo que contó una joven que tiene ahora un estado de buen ánimo que nunca creyó posible. Un cambio fundamental les ha llevado a ella y a su familia gozo y felicidad. Deseo relatar ese mensaje de esperanza con sus propias palabras:

«En 1975, había una familia que vivía en un pueblito, cerca del camino principal. Eran pobres; el padre trabajaba en la oficina de correos, y la madre se quedaba en casa a cuidar de sus hijos.

«Con el paso del tiempo, la madre, cansada de su vida de ama de casa, se fue en busca de diversiones y empezó a beber, a fumar y a participar de juegos de azar. Muchas veces se pasaba jugando a las cartas todo el día y toda la noche sin volver para cuidar de los hijos.

«Entretanto, el padre trabajaba duramente para mantener a la familia. La situación del hogar era mala y muchas veces mis padres se peleaban.

«Un día, al regresar a la casa, mi padre le dijo a mi madre que si continuaba con el juego y no atendía a los hijos, se divorciaría de ella. La familia se encontró en una crisis. En aquella época, yo ayudaba a cuidar a mis tres hermanos menores. Mis padres nos preguntaron, uno por uno, con cuál de ellos queríamos vivir. Fue muy difícil tener que elegir entre mi papa y mi mama, y pasamos mucho sufrimiento y aflicción.

«En esa época precisamente, mi hermana mayor conoció a unos misioneros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, estudió la religión y aceptó sus enseñanzas aplicándolas en su vida. Un día me invitó a ir a la iglesia. Al principio, pensar que ella había cambiado de religión me tenía muy triste y enojada. Sólo había conocido las enseñanzas de los budistas y me gustaban sus costumbres.

«Entonces note un cambio en mi hermana. Había en ella más cariño y bondad y hacia mucho por ayudar a la familia. Al fin, me decidí a estudiar con los misioneros, y mi madre también los escuchó. Muy pronto, ambas nos dimos cuenta de que habíamos cometido errores y teníamos que cambiar; así que nos arrepentimos de nuestros pecados y nos bautizamos. Cuando mi papa y mis hermanos mayores vieron nuestro cambio, decidieron estudiar ellos también. Mi padre había sido un oficial de importancia en la Iglesia Budista y había enseñado allí, y aun así dedicó mucho tiempo a estudiar y a leer los libros canónicos; oraba a menudo y tenía el deseo sincero de saber la verdad. Por fin recibió respuesta a sus humildes oraciones y supo, como nosotros, que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días era la verdad.

El evangelio verdadero nos cambió y restauro la felicidad a un hogar y una familia que estaban casi deshechos. Todos nos sentimos agradecidos y felices de formar parte de la Iglesia del Señor, y de conocer y obedecer Sus mandamientos. ‘‘

Actualmente, esa joven es misionera de la Iglesia. Ella y su familia son testigos de que cuando la gente comprende la frase «yo, el Señor, estoy con vosotros y os ampararé», una familia entera puede cambiar y pasar de la desesperanza al gozo.

En contraste con esta familia de Bangkok, algunos de nosotros que tenemos la felicidad y el buen ánimo del evangelio podemos perderlos si nos dejamos llevar por la iniquidad y el engaño. Una de las formas más destructivas de este es el engaño de uno mismo.

Los profetas de nuestros días nos han rogado claramente que huyamos de las tramas para adquirir «riqueza instantánea» si queremos evitar las aflicciones de la esclavitud económica. Tal vez no hayamos dicho lo suficiente (inclusive yo mismo, el élder Ashton) sobre el hecho de que muchos de nosotros, en nuestros sueños de grandeza, plantamos las semillas del desastre económico; y más tarde, cuando tenemos una perdida, culpamos a los que participaron con nosotros. Es difícil tener buen ánimo cuando el autoengaño nos acompaña. Si nos hemos expuesto voluntariamente a las borrascas del fraude y la estafa, el encontrarnos en déficit no debe sorprendernos. A través de los años he oído a muchos que han sufrido grandes pérdidas de dinero, lamentarse con desesperación: «He sido engañado». Y muchas veces el corazón, la mente y el espíritu me han impulsado a decir: «Si, engañado por ti mismo».

Todos necesitamos que se nos aliente a levantar la cabeza y mirar adonde nos llevan nuestros pensamientos y nuestro inexpresado orden de prioridad. El autoengaño nos permite culpar a los demás de nuestros fracasos.

Por muchos años el presidente Ezra Taft Benson ha reforzado sus discursos de amor y guía para nuestros jóvenes con la verdad de que la iniquidad nunca fue felicidad. (Alma 41:10) Lo he escuchado hablarles así a los jóvenes, en mis asignaciones con la juventud durante más de cuarenta años. En el noviazgo, si queremos que las decisiones respecto a la conducta sean eficaces, deben tomarse antes de que surja el momento de la tentación. Nos hemos permitido culpar a otros de una falta de conducta, cuando no le dimos importancia a nuestra propia incapacidad de tomar la decisión anticipadamente. La razón niega la posibilidad de que la iniquidad pueda producir buen ánimo.

Constantemente debemos hacer el esfuerzo por elevar nuestra conducta diaria para que este a la altura de nuestro conocimiento de la verdad y nuestras normas. Para que podamos probar los frutos del buen ánimo, el autodominio debe triunfar siempre sobre el autoengaño.

Una de las formas de autoengaño es la justificación. Impedimos que el Señor esté con nosotros porque nos alejamos de sus vías y luego explicamos nuestras acciones con excusas, conscientes o inconscientes. Nos decimos: «Lo hice sólo para saber cómo era», «Todos lo hacen», «No quería ser diferente», «De lo contrario, no me hubieran aceptado», o «Me obligaron a hacerlo».

El tener buen ánimo es posible por la obediencia a los mandamientos, no la justificación al quebrantarlos. Debemos comprometernos a obedecer principios, no compararnos con otros ni buscar excusas. El educador norteamericano del siglo diecinueve, Horace Mann, dijo: «En vano hablan de felicidad aquellos que nunca reprimieron un impulso por obedecer un principio» (His Ideas and Ideals, 1936, pág. 149).

En el mejor de los casos, el éxito del autoengaño es sólo momentáneo; y cuando se agranda la brecha entre nuestra conducta y la verdad y el conocimiento que tenemos de lo que es justo, nos vemos forzados a cerrarla con la autojustificación. La verdadera prueba surge al comparar nuestro comportamiento con las normas de conducta cristiana.

El contentamiento nunca podrá resultar de la mezcla de autoengaño con justificación. Tener buen ánimo nos permite elevarnos sobre las circunstancias y el momento. La justificación por lo general es inconsciente y caemos en ella gradual e inadvertidamente; aquellos que deciden caminar por vías torcidas la convierten en una muleta.

Nosotros mismos tenemos la responsabilidad de lograr el buen ánimo. Los que lo tienen son aquellos que desechan el temor, aceptan contentos lo que venga y lo emplean sabiamente, se convierten, obedecen los mandamientos de Dios y evitan el autoengaño y la justificación.

El buen ánimo nos permite convertir todos nuestros ocasos en alboradas. Si lo tenemos, el cargar nuestras cruces puede ser escaleras a la felicidad.

Al recibir a Jesús, el buen ánimo nos alumbra el camino. Cuan llena de fuerza y consuelo es esta declaración del Salvador: «En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he venido al mundo». (Juan 16:33.)

Él nos promete estar con nosotros, y nos invita a testificar de Él. Es un gozo y un honor para mí declarar con buen ánimo y sin temor que Jesucristo es el Hijo del Dios viviente, que fue el Unigénito del Padre, que existe y vendrá otra vez en el nombre de Dios. Agradezco a Dios por su vida, por el amor y el ejemplo del Salvador. «En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor. . .» (1 Juan 4:18.)

A toda la humanidad en todas partes le testifico gozosamente que nuestro Señor y Salvador Jesucristo es nuestro Redentor, y que, con sólo andar en sus vías, tener buen ánimo y no temer, Él nos sostendrá ahora y para siempre. En el nombre de Jesucristo. Amén

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