Conferencia General Octubre 1989
La santa cena y el sacrificio
Por el élder David B. Haight
del Quórum de los Doce Apóstoles
«La parte más importante de la reunión sacramental es la sagrada ordenanza de la santa cena, puesto que nos brinda la oportunidad de concentrar los pensamientos y el corazón en nuestro salvador y su sacrificio.»
Ruego que mediante vuestra fe y oraciones lo que yo diga se reciba y se entienda «por el Espíritu de verdad» y que lo que exprese lo haga «por el Espíritu de verdad» a fin de que todos seamos edificados y nos regocijemos juntamente (véase D. y C. 50:21-22).
Al encontrarme aquí hoy -un hombre sano- palabras de gratitud y reconocimiento por la divina intervención en mi favor no bastarían para expresar los sentimientos de mi alma.
Hace seis meses, en la conferencia general de abril, no pude dirigir la palabra porque me hallaba convaleciente de una seria operación. Se me conservó la vida y ahora tengo la oportunidad de agradecer las bendiciones, el consuelo y la ayuda de mis hermanos de la Primera Presidencia y del Quórum de los Doce, así como de otros conocidos y amigos a los que tanto debo y quienes dedicaron a mi querida esposa Ruby y a mi familia su tiempo, su atención y sus oraciones. A los médicos y a las enfermeras expreso mi mas profunda gratitud; también agradezco las cartas de aliento y los mensajes de fe y esperanza que recibí de todo el mundo, en las que me decían: «Le recordamos en nuestras oraciones» y «hemos pedido a nuestro Padre Celestial que le conserve la vida». Vuestras oraciones y las mías han sido contestadas.
Una tarjeta especial me hizo meditar en la majestuosidad de Dios y sus creaciones. Es una pintura original de Arta Romney Ballif de los cielos de noche con sus innumerables estrellas, a la cual acompaña el salmo que dice:
«Alabad [al Señor] . . .
«El sana a los quebrantados de corazón, y venda sus heridas.
«Él cuenta el número de las estrellas; a todas ellas llama por sus nombres.
«. . .Y su entendimiento es infinito.» (Salmos 147:1, 3-5.)
En mi lecho del hospital, medite sobre todo lo que me había ocurrido y examine la pintura de la hermana del presidente Marion G. Romney y las palabras del salmo: «El cuenta el número de las estrellas; a todas ellas llama por sus nombres». Y me maraville, y sigo asombrado de la bondad y la majestuosidad del Creador que conoce no sólo los nombres de las estrellas sino los vuestros y el mío, que somos sus hijos e hijas.
David, el salmista, escribió:
«Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tu formaste,
«digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria. . . ?
«Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra.» (Salmos 8:3-5.)
Ser recordado es magnifico.
La noche en que me sobrevino la crisis, comprendí que me ocurría algo grave. Todo pasó tan rápidamente: el dolor intenso que me acometió de repente, mi querida esposa que telefoneaba al medico y a la familia, yo, de rodillas, inclinado sobre la bañera para apoyarme y tratar de aliviarme el dolor, rogando en silencio al Padre Celestial que me conservara la vida un poco mas para hacer su obra si esa era su voluntad.
Mientras aun oraba, empece a perder el conocimiento. La sirena de la ambulancia es lo ultimo que recuerdo haber oído antes de caer en la total inconsciencia, la cual duró unos cuantos días.
El dolor espantoso y el ruido de las personas desaparecieron para mí y de pronto me encontré en un lugar tranquilo, donde todo era quietud y paz. Recuerdo haber visto a dos personas en la distancia, en la ladera de una colina, una de pie en un nivel superior al de la otra. No pude distinguir sus facciones. La persona que estaba en el nivel mas alto señalaba algo que yo no veía.
No oí ninguna voz, pero me di cuenta de que estaba en presencia de seres santos. Durante las horas y los días que siguieron, vi en mi mente una y otra vez la misión eterna y la posición exaltada del Hijo del Hombre. Testifico que Él es Jesús el Cristo, el Hijo de Dios, el Salvador de todos, el Redentor de todo el género humano, el Dador de amor, misericordia y perdón infinitos, la Luz y la Vida del mundo. Yo sabia eso antes; nunca lo dude; pero en esos días, conocí esas verdades, mediante las vividas impresiones del Espíritu en mi alma, de un modo extraordinario.
Se me mostró en vista panorámica el ministerio terrenal del Señor: cuando se bautizó, cuando enseñaba, cuando sanaba a los enfermos, cuando le condenaron, su crucifixión, su resurrección y su ascensión a cielo. Siguieron escenas de su ministerio terrenal con gráficos detalles, que confirmaron los relatos de las Escrituras. Recibí enseñanzas y el Santo Espíritu de Dios me abrió los ojos del entendimiento para que pudiera ver.
La primera escena fue la de nuestro Salvador con sus Apóstoles en el aposento alto en la víspera de la entrega. Después de la cena de la pascua, preparó el sacramento de la cena del Señor para sus amados amigos como recuerdo de su sacrificio inminente. Presencie del modo mas vivido el supremo amor del Salvador por sus discípulos, su interés en los detalles importantes al lavar los polvorientos pies de los Apóstoles; vi cuando partió y bendijo el pan negro y bendijo el vino; y cuando dijo que uno de ellos le había de entregar.
Mencionó la partida de Judas y hablo a los demás de los sucesos que pronto ocurrirían.
Entones siguió el solemne discurso del Salvador cuando dijo a los Once: «Estas cosas os he hablado para que en mi tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo» (Juan 16:33).
Nuestro Salvador oró a su Padre reconociéndole como la fuente de su autoridad y poder, aun el de dar la vida eterna a todos los que fuesen dignos.
Oró diciendo: «Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado».
Y en seguida Jesús añadió con reverencia:
«Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese.
«Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese.» (Juan 17:3-5.)
El Señor rogó no sólo por los discípulos que llamó del mundo y que habían sido fieles a su testimonio de Él, sino también por los que habían de creer en Él por la palabra de ellos (Juan 17:20).
Cuando hubieron cantado un himno, Jesús y los Once fueron al monte de los Olivos. Allí, en el huerto, de una manera incomprensible para nosotros, el Salvador tomó sobre sí el peso de los pecados de todos los hombres desde Adán hasta el fin del mundo. Su agonía en el huerto, nos dice Lucas, fue tan intensa, que «. . .era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra» (Lucas 22:44). Padeció una agonía que ningún ser humano podría soportar. En aquella hora de infinita aflicción, nuestro Salvador venció todo el poder de Satanás.
El Señor glorificado reveló a José Smith la siguiente exhortación para todos los hombres:
«así que, te mando arrepentir. . .
«Porque. . . yo, Dios, he padecido. . . por todos, para que no padezcan, si se arrepienten. . .
«padecimiento que hizo que yo, Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor y sangrara por cada poro…
«Por lo que otra vez te mando que te arrepientas, no sea que te humille con mi omnipotencia; y que confieses tus pecados para que no sufras estos castigos. . .» (D. y C. 19:15C16, 18, 20.)
Durante esos días en que estuve inconsciente, recibí, por el don y el poder del Espíritu Santo, un conocimiento más perfecto de la misión del Señor. También obtuve un entendimiento mas cabal de lo que significa ejercer, en el nombre del Señor, la autoridad para abrir los misterios del reino de los cielos para la salvación de todos los fieles. Mi alma presenció una y otra vez los sucesos de la entrega, de la condena y de los azotes que recibió el divino Maestro. Le vi subir con dificultad cuesta arriba, debilitado, llevando la cruz; le vi sobre la cruz, en el suelo, cuando le clavaron los clavos con un mazo en las manos, en las muñecas y en los pies para sujetarle en la cruz y exhibirle crucificado al publico.
La crucifixión -la espantosa y dolorosa muerte que Él padeció- fue escogida desde el principio. Con esa penosísima muerte, Él «descendió debajo de todo», para que por medio de su resurrección, Él ascendiera sobre todo. (D. y C. 88:6.)
Jesucristo murió en el sentido literal en que todos moriremos. Su cuerpo fue puesto en la tumba. El espíritu inmortal de Jesús, escogido para ser el Salvador del genero humano, fue al lugar donde se encuentran los innumerables espíritus que hall salido de la vida mortal con diversos grados de obediencia a las leyes de Dios y les enseñó las «gloriosas nuevas de una redención de las ligaduras de la muerte, y una salvación posible. . . [la cual] formaba parte del predeterminado y singular servicio que [nuestro] Salvador habría de prestar a la familia humana» (James E. Talmage, Jesús el Cristo, pág. 706).
No podría empezar a describir el impacto que esas escenas han producido en mi alma. Percibo el significado eterno de ellas y comprendo que «nada de todo el plan de salvación se compara en modo alguno en importancia con el más trascendental de todos los acontecimientos, el cual es el sacrificio expiatorio de nuestro Señor; eso es lo más importante que ha ocurrido en la historia total de las cosas creadas; es el sólido fundamento sobre el cual descansan el evangelio y todas las demás cosas» (Bruce R. McConkie, Mormon Doctrine, Bookcraft, Salt Lake City, Utah, 1966, pág. 60).
Lehi enseñó a su hijo Jacob y también a nosotros:
«Por tanto, la redención viene en, v por medio del Santo Mesías, porque él es lleno de gracia y de verdad.
«He aquí, el se ofrece a sí mismo en sacrificio por el pecado, para satisfacer las demandas de la ley, por todos los de corazón quebrantado y de espíritu contrito; y por nadie mas responde ante los requerimientos de la ley.
«Por lo tanto, cuan grande es la importancia de dar a conocer estas cosas a los habitantes de la tierra, para que sepan que ninguna carne puede morar en la presencia de Dios, sino por medio de los méritos, y misericordia, y gracia del Santo Mesías, quien da su vida, según la carne, y la vuelve a tomar por el efectuar la resurrección de los muertos, siendo el primero que ha de resucitar
«De manera que él es las primicias para Dios, pues él intercederá por todos los hijos de los hombres; y los que crean en él serán salvos.» (2 Nefi 2:6-9.)
La parte más importante de la reunión sacramental es la sagrada ordenanza de la Santa Cena, puesto que nos brinda la oportunidad de concentrar los pensamientos y el corazón en nuestro Salvador y su sacrificio.
El apóstol Pablo advirtió a los santos de antaño que no tomaran la Santa Cena indignamente. (1 Corintios 11:27-30.)
Nuestro Salvador mismo dijo a los nefitas: «. . .quien come mi carne y bebe mi sangre indignamente. . . [trae] condenación para su alma» (3 Nefi 18:29).
Los que toman la Santa cena siendo dignos están en armonía con el Señor y hacen convenio con El de recordar siempre su sacrificio por los pecados del mundo de tomar sobre sí el nombre de Cristo de recordarle siempre y guardar sus mandamientos. Nuestro Salvador promete que si hacemos eso tendremos la compañía de su espíritu y, si somos fieles hasta el fin heredaremos la vida eterna.
Me maravilla la eficacia del plan de salvación de nuestro Padre Celestial en el que se cuenta la ordenanza de la Santa Cena como un recordatorio constante del sacrificio expiatorio de nuestro Salvador. Ahora tengo un conocimiento mas claro de su mandato que dice: «Conviene que la iglesia se reúna a menudo para tomar el pan y el vino en memoria del Señor Jesús» (D. y C. 20:75).
La inmortalidad se nos da a todos como un don gratuito mediante la gracia de Dios; pero la vida eterna es el galardón que se recibe por la obediencia a las leyes y las ordenanzas de su evangelio.
0s testifico que nuestro Padre Celestial contesta nuestras sinceras suplicas. El conocimiento adicional que he recibido ha surtido un gran impacto en mi vida. El don del Espíritu Santo es un don valiosísimo que abre las puertas a nuestro progresivo conocimiento de Dios y al regocijo eterno. De esto doy testimonio en el santo nombre de Jesucristo. Amen.
























