Conferencia General Octubre 1989
La única mira de glorificar a Dios
Por el Elder Marvin K. Jensen
Del Primer Quórum De Los Setenta
«Colocar nuestro orgullo y vanas ambiciones en el altar del sacrificio es una de las ofrendas más importantes que jamas podamos hacer.»
Hermanos, me es grato saludaros y expresar mi agradecimiento por haber sido llamado a servir como miembro del Primer Quórum de los Setenta. Mi esposa, Kathy, dice que siempre supo que yo recibiría algún tipo de sentencia en la vida, pero nunca soñamos que seria una bendición tan grande.
Nadie puede estar detrás de este púlpito por primera vezCdonde han estado tantos grandes hombres y mujeres con el correr de 108 añosC sin experimentar un fuerte sentido de incapacidad y a la vez un impresionante deseo de expresar agradecimiento. Yo siento ambos hoy día.
Deseo expresar mi agradecimiento a mis amigos y vecinos del pequeño valle entre las montañas donde nací y donde elegí permanecer hasta ahora; también a mis nobles antepasados y a mis familiares. Siempre me doy cuenta de su bondad e interés por mí. Agradezco sinceramente a mis padres, que continúan laboriosos con el proyecto que empezaron el día de mi nacimiento, hace ya cuarenta y siete años. Estoy especialmente en deuda con mi compañera; su apoyo, amor y alegre disposición hacen mi vida muy agradable. Sé que desea que todos sepáis que tiene una fuerte convicción de la veracidad del evangelio restaurado. Hemos sido bendecidos con ocho hermosos hijos, cuyo desarrollo y felicidad son nuestra preocupación primaria; quiero mucho a cada uno de ellos.
Siento también mucha gratitud por la bendición de estar diariamente en contacto con las Autoridades Generales de la Iglesia y prometo a estos hombres tan dedicados toda mi lealtad, mi amor y mi esfuerzo incansable en la edificación del reino de Dios. Les prometo también que siempre seguiré la admonición del Señor que encontramos en Doctrina y Convenios: «Por tanto, fortalece a tus hermanos en toda tu conducta, en todas tus oraciones, en todas tus exhortaciones y en todos tus hechos» (D. y C. 108:7).
Y finalmente, estoy agradecido por cada uno de vosotros, mis hermanos, que habéis llegado al conocimiento del Redentor y que sois parte de su Iglesia. Agradezco vuestra bondad y devoción y espero con entusiasmo conoceros y servir a vuestro lado en los años venideros. Con vosotros, en las palabras del apóstol Pablo, me siento humilde sabiendo que «ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna cosa errada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro» (Romanos 8:38-39). Estoy mas agradecido por este conocimiento que por ninguna otra cosa.
Al escudriñar las Escrituras últimamente en busca de guía en mi nuevo llamamiento, he llegado a entender la importancia de nuestros motivos, deseos y actitudes cotidianos para nuestro bienestar eterno. Hablo de uno de ellos en particular: la necesidad de actuar en nuestras labores diarias con «la única mira de glorificar a Dios» (D. y C. 4:5).
La tentación de buscar reconocimiento personal y recompensa en el servicio a nuestros semejantes siempre esta latente. Satanás mismo dejó sentado el ejemplo en la vida preterrenal. Allí, cuando el Padre explicó el plan de salvación para los habitantes de esta tierra y la necesidad de un redentor, Satanás respondió diciendo: «Heme aquí, envíame a mí. Seré tu Hijo y rescatare a todo el género humano, de modo que no se perderá una sola alma, y de seguro lo haré; dame, pues, tu honra» (Moisés 4:1). En contraste, Cristo dejó establecido para siempre el hecho de que la obra de Dios se debe hacer con una actitud de Tuyo y no mío. Dijo Él: «Padre, hágase tu voluntad, y sea tuya la gloria para siempre» (Moisés 4:2).
Aquellos que buscan honor y ganancia por hacer la obra del Señor son culpables de lo que las Escrituras llaman «supercherías sacerdotales». Sobre este pecado Nefi declaró: ‘. . . son supercherías sacerdotales el que los hombres prediquen y se constituyan a sí mismos como una luz al mundo. . . pero no buscan el bien de Sión» (2 Nefi 26:29).
Los Santos de los Ultimos Días cuyos ojos están puestos en la gloria de Dios ven la vida en una perspectiva muy diferente que aquellos que prestan atención a otras cosas. A esos miembros, por ejemplo, poco les importa que se les reconozca por sus obras buenas; ellos están mas interesados en «pastorear las ovejas» que en contarlas. De hecho, a menudo encuentran gran felicidad en servir en el anonimato, dejando así a los beneficiados por sus bondades sin tener otra persona que el Señor a quien agradecer o dar alabanza. En este aspecto podemos aprender una lección de nuestros hermanos cristianos de las comunidades menonitas de Pennsylvania. Se informa que sus escritores a menudo publican poesías y literatura religiosa en forma anónima para desviar la atención de sí mismos y asegurarse de que sólo Dios reciba la gloria.
Existe algo particularmente noble sobre las obras buenas de aquellos que actúan sin restricción ni compulsión y sin esperar recompensa ni reconocimiento. Su bondad proviene de los «deseos de su corazón» y es el resultado de motivos puros. Una de nuestras hijas menores ilustró este principio de una manera sencilla hace un año, mas o menos, cuando tenia tres años. Sin un motivo especial, excepto el gozo de hacer algo bueno por alguien, escondió una rica golosina bajo mi almohada. A la mañana siguiente cuando le agradecí y le pregunte por que había hecho algo agradable por mi contestó: «Sólo porque te quiero, pap5; sólo porque te quiero».
El considerar los cargos y títulos en la Iglesia también es de poca importancia para los Santos de los Ultimos Días cuya mirada esta dirigida hacia la gloria de Dios. Su interés se enfoca en las oportunidades de servicio que les presentan los llamamientos de la Iglesia, antes que en obtener notoriedad personal. Estos miembros, que sirven en forma competente y silenciosa, sin importarles si son los más grandes o los más pequeños en el reino de los cielos, son probablemente aquellos en quienes pensaría el apóstol Pablo cuando escribió: «. . . y a aquellos del cuerpo [quiere decir la Iglesia] que nos parecen menos dignos, a estos vestimos mas dignamente. . .» (1 Cor. 12:23).
El mérito que tiene el servicio fiel, sea cual sea la posición en la Iglesia, se destacó en forma conmovedora en mi mente hace algunos años en el servicio funerario de un hombre que había hecho mucho bien durante su vida, sin haber sido reconocido con un alto cargo en la Iglesia. Quede impresionado al escuchar al cuñado de esa persona describirlo como un hombre que nunca había sido presidente de un quórum de élderes, obispo, ni presidente de estaca, pero que había hecho que muchos de ellos «quedaran en muy buen concepto ante los demás».
Todos los que hemos observado a una amorosa hermana de la guardería cuidando pacientemente a su rebaño de niños de dos años de edad, o hayamos sentido el dulce espíritu de esos maravillosos hombres y mujeres de cabello blanco que sirven fielmente en los templos del Señor, entendemos perfectamente el comentario que hizo el Salvador: » . . . porque el que es más pequeño entre todos vosotros, ese es el más grande» (Lucas 9:48).
Cuando nuestros ojos est5n fijos en la gloria de Dios, captamos la majestuosidad de Sus creaciones y la extensión de Su obra en esta tierra. Nos sentimos humildes por ser participes de Su reino de los últimos días. Si hacemos una pausa y reflexionamos en silencio sobre la función que cumplimos en todo esto, nos daremos cuenta de que colocar nuestro orgullo y vanas ambiciones en el altar del sacrificio es una de las ofrendas más importantes que jamás podamos hacer. Y haríamos bien en reconocer lo que reconoció Moisés después de haber tenido una visión de la gloria de Dios: «. . .Por esta causa, ahora sé que el hombre no es nada, cosa que yo nunca me había imaginado» (Moisés 1:10).
Pablo demostró una actitud y un reconocimiento similares en su primera carta a los corintios, en la cual preguntó retóricamente:
«¿Que, pues, es Pablo, y que es Apolos? Servidores por medio de los cuales habéis creído; y eso según lo que a cada uno concedió el Señor.
«Yo planté, Apolos regó, pero el crecimiento lo ha dado Dios.
«Así que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento.» (1 Cor. 3:5-7.)
Hermanos y hermanas, testifico que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Ultimos Días es el reino de Dios en la tierra hoy día. Este reino se extenderá con o sin nuestra ayuda individual. Los hombres y las mujeres que, aun cuando sea momentáneamente, alejen sus ojos de la gloria de Dios y busquen exaltarse a sí mismos, o que se envuelvan en las vanidades del mundo, se darán cuenta de que el reino progresa rápidamente sin ellos. Lamentablemente ninguno de nosotros es inmune a esta tendencia tan humana. En las ultimas horas de la vida del Salvador, hasta sus Apóstoles -aquellos partidarios fieles que lo conocían- discutían entre sí quien de ellos seria el mayor. (Lucas 22:24.)
A los fieles Santos de los Ultimos Días que tengan la debida perspectiva de su importancia en el plan de Dios, el Señor les ha prometido:
«Y si vuestra mira de glorificarme es sincera, vuestro cuerpo entero será lleno de luz y no habrá tinieblas en vosotros; y el cuerpo lleno de luz comprende todas las cosas.
«Por tanto, santificaos para que vuestras mentes sean sinceras para con Dios, y vendrán los días en que lo veréis, porque os descubriera su faz; y será en su propio tiempo y en su propia manera, y de acuerdo con su propia voluntad.» (D. y C. 88:67-68.7)
De estas verdades testifico, agregando mi propio y humilde testimonio de la realidad y la bondad de Dios y de Su Hijo, en el nombre de Jesucristo. Amen.
























