Conferencia General Octubre 1989
Ventanas
Por el Presidente Thomas S. Monson
Segundo Consejero de la Primera Presidencia
«Nuestro señor nos llama a todos y nos invita con amor no solo a contemplar la belleza que se ve por las ventanas que él abre, sino también a pasar por ellas hacia las valiosísimas oportunidades que nos brinda de ser una bendición para los demás.»
Mientras esperaba en la oficina de una aerolínea en Londres, Inglaterra, escogí un folleto con avisos ele turismo de entre otros que había en una mesita, el cual ostentaba el título «Ventanas hacia el mundo». En cada página había una fotografía enmarcada de algún conocido y hermoso sitio con una elocuente descripción que le hacía a uno desear visitar todos esos lugares: El Matterhorn de Suiza, las montañas de Nueva Zelanda, el Tal Mahal de la India, todos ellos invitaban al lector de un modo increíble.
Las ventanas son magníficas, ya que sirven de mareo al objeto de nuestra atención. A través de ellas vemos las creaciones de Dios; el azul del cielo, las ondulantes nubes, el verdor de los bosques, todos ellos quedan como enmarcados en nuestra memoria. Por las ventanas también vemos la llegada de los amigos, una tormenta que se aproxima, una hermosa puesta de sol y el desfile del diario vivir.
Por las ventanas nos llega la luz que nos alegra el alma. Donde no hay ventanas, como en las celdas de las cárceles, el mundo queda oculto a la vista. Sin luz, las deprimentes tinieblas nos envuelven.
Las ventanas nos enseñan lecciones inolvidables. Siempre recordare una vez que fui a casa del presidente Hugh B. Brown. Era día de graduación en la Universidad Brigham Young; él tenía que dirigir la ceremonia y yo daría el discurso correspondiente. Fui a buscar al presidente Brown y le acompañé a mi coche. Antes de partir, me dijo: «Espere unos minutos. Zina, mi esposa, se asomara a la ventana».
Dirigí hacia allí la mirada, advertí que la cortina se separaba y vi a Zina Brown, que, desde su silla de ruedas, sacudía cariñosamente un pañuelito blanco hacia su sonriente esposo. El presidente Brown se sacó un pañuelo (blanco también) del bolsillo y comenzó a sacudirlo suavemente, para gran alegría de su esposa. En seguida, emprendimos el rumbo a Provo.
«¿Tiene algún significado el saludo con el pañuelo?», le pregunté.
Y me contestó:
«Zina y yo hemos seguido esa costumbre desde que nos casamos. Es como un símbolo entre nosotros de que todo andará bien durante el día hasta que volvamos a vernos al caer la noche.»
Aquel día presencie una ventana que daba al corazón.
Hay ventanas herméticamente cerradas por el pesar, el dolor, la negligencia. El cumpleaños olvidado, la visita no realizada, la promesa no cumplida, todo eso siembra semillas de tristeza y trae al corazón humano la desesperación.
Una columnista tituló uno de sus artículos «Lo que significa un cumpleaños olvidado», en el cual citaba una carta que decía:
«Es la primera vez que le escribo, pues pienso que este relato les interesara a usted y a sus lectores. Lo encontré en una revista vieja y por firma tan solo decía: Una triste observadora’.
«Ayer fue el cumpleaños de un hombre. Cumplía 91 años. Despertó más temprano que de costumbre, se bañó, se afeitó, se puso su mejor ropa, y pensó que seguramente ese día lo visitarían.
«No fue como de costumbre a la gasolinera a conversar con sus amigos porque quería estar en casa cuando llegaran sus hijos.
«Se sentó en el porche de su casa para ver desde allí cuando llegaran, de seguro hoy irían a verlo.
«No durmió su acostumbrada siesta porque quería estar en pie cuando ellos llegaran. Tenía seis hijos; dos de sus hijas y los hijos casados de ellas vivían a poco más de seis kilómetros de distancia y hacía mucho tiempo que no le visitaban. Pero como era su cumpleaños, él estaba seguro de que hoy lo irían a ver.
«A la hora de la cena no quiso cortar el pastel y pidió que guardaran el helado. Deseaba esperar y servirse el postre con sus hijos cuando llegaran.
«A las nueve de la noche se fue a su cuarto y se preparó para acostarse. Sus últimas palabras antes de apagar la luz fueron: ‘Prométanme que me despertaran cuando lleguen mis hijos’.
«Era su cumpleaños y cumplía 91 años.»
Cuando leí ese conmovedor relato, llore y recordé un caso que tuvo un final más feliz.
Cada vez que visitaba a una anciana viuda a la que conocía desde hacía mucho tiempo y de la cual había sido yo su obispo, el corazón se me encogía al ver su terrible soledad. El hijo predilecto de ella vivía muy lejos y hacía años que no la visitaba. Mattie pasaba largas horas mirando por la ventana y esperando. Tras la raída cortina que abría con frecuencia, la desilusionada madre se decía: «Dick vendrá; Dick vendrá».
Pero Dick no llegó. Los años pasaron uno tras otro, hasta que un día. Dick se volvió activo en la Iglesia y su actitud cambió. Viajó entones a Salt Lake para hablar conmigo. Me llamó por teléfono al llegar y, entusiasmado, me contó del cambio que había experimentado, me preguntó si yo tenía tiempo para verle si iba directamente a mi oficina. Si bien mi reacción fue de alegría, le dije: «Dick, ve primero a ver a tu madre y después ven a verme a mí».
Él hizo contento lo que le pedí.
Antes de que Dick llegara a mi oficina, me telefoneó Mattie, su madre, y entre sollozos de alegría me dijo: «Tom, yo sabía que Dick vendría. Le dije a usted que vendría. Le vi por la ventana cuando llegó».
Años después, en el funeral de Mattie, Dick y yo recordamos aquello enternecidos. Habíamos presenciado el poder sanador de Dios por la ventana de la fe de una madre en su hijo.
Las Santas Escrituras están llenas de relatos sagrados del amor de nuestro Maestro por el oprimido y el pobre de este mundo. Aunque muchos son olvidados por los hombres, son recordados por Dios y a menudo se les ve por la ventana del ejemplo personal.
«¿Cuál de nosotros podrá olvidar la lección infinita que enseñó el Señor cuando «. . .oyéndole todo el pueblo, dijo a sus discípulos:
«Guardaos de los escribas, que gustan de andar con ropas largas, y aman las salutaciones en las plazas, y las primeras sillas en las sinagogas, y los primeros asientos en las cenas;
«que devoran las casas de las viudas, y por pretexto hacen largas oraciones; estos recibirán mayor condenación.» (Lucas 20:45-47.)
«Levantando los ojos, vio a los ricos que echaban sus ofrendas en el área de las ofrendas.
«Vio también a una viuda muy pobre, que echaba allí dos blancas.
«Y dijo: En verdad os digo, que esta viuda pobre echó más que todos.
«Porque todos aquellos echaron para las ofrendas de Dios de lo que les sobra; mas esta, de su pobreza echó todo el sustento que tenía.» (Lucas 21:1-4.) ¡Que bella lección aprendemos a través de la ventana del ejemplo!
En la ciudad que se llamaba Nain, nuestro Señor abrió a sus discípulos y a la gran multitud que le seguía una ventana por la que vieron la verdadera compasión:
«Cuando llegó cerca de la puerta de la ciudad, he aquí que llevaban a enterrar a un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda; y había con ella mucha gente de la ciudad.
«Y cuando el Señor la vio, se compadeció de ella, y le dijo: No llores.
«Y acercándose, tocó el féretro; y los que lo llevaban se detuvieron. Y dijo: Joven, a ti te digo, levántate.
«Entones se incorporó el que había muerto, y comenzó a hablar. Y lo dio a su madre.» (Lucas 7:12-15.)
Por las ventanas que Jesús les abrió, los discípulos del Señor presenciaron el poder de Dios y recibieron ese mismo poder cuando, con rectitud, ministraron a los hijos del Todopoderoso.
Un hermoso relato que se encuentra en el libro de los Hechos nos cuenta de una discípula llamada Tabita o Dorcas, que vivía en Jope. Se dice de ella que “. . . abundaba en buenas obras y en limosnas que hacía.
«Y aconteció que en aquellos días enfermó y murió. Después de lavada, la pusieron en una sala.
«Y como Lida estaba cerca de Jope, los discípulos, oyendo que Pedro estaba allí, le enviaron dos hombres, a rogarle: No tardes en venir a nosotros.
«Levantándose entones Pedro, fue con ellos; y cuando llegó, le llevaron a la sala, donde le rodearon todas las viudas, llorando y mostrando las túnicas y los vestidos que [Tabita] hacia cuando estaba con ellas». (Podríamos decir que esa fue una ventana por la que Pedro vislumbró lo hacendosa que Tabita había sido.)
«Entones, sacando a todos, Pedro se puso de rodillas y oró; y volviéndose al cuerpo, dijo: Tabita, levántate. Y ella abrió los ojos, y al ver a Pedro, se incorporó.
«Y él, dándole la mano, la levantó; entones, llamando a los santos y a las viudas, la presentó viva.
«Esto fue notorio en toda Jope, y muchos creyeron en el Señor.» (Hechos 9: 36-42.)
¿No sería muy triste que una ventana así, que muestra el poder del sacerdocio, la fe y el don de sanidad se hubiera abierto Sólo para la gente de Jope? ¿Se han registrado esos sagrados relatos sólo para inspirarnos y darnos luz? ¿No podremos aplicar esas grandes lecciones a nuestro diario vivir?
Cuando de veras llegamos a comprender el valor de las almas humanas, cuando entendemos la verdad del adagio que dice que «las más bellas bendiciones de Dios siempre provienen de las personas que le sirven aquí en la tierra», entones se nos despierta en el alma el deseo de hacer el bien, la voluntad de servir y el anhelo de elevar a los hijos de Dios a un plano superior.
Eso ocurrió a William Norris, ex director de una gran firma manufacturera de computadoras y amigo mío de muchos años. El Señor Norris dispuso edificar una planta en un sector de extrema pobreza, un vecindario compuesto principalmente de un grupo minoritario: mujeres solas con hijos y desamparadas, que necesitaban ayuda. A ellas se les empleó para la fabricación de modernas computadoras.
Tuve el privilegio de visitar al Señor Norris y la nueva fábrica, y lo que más me impresionó fue la guardería, la cual ocupaba un costado del edificio. Allí, mientras las madres trabajaban, los niños recibían instrucción e incluso se les enseñaba a usar computadoras. Dado que la mayoría de los chicos no tenían papás ni abuelos que se interesaran en ellos, se invitaba a personas jubiladas de la comunidad a acompañarles en el almuerzo, lo cual era una bendición para niños y para los que hacían las veces de abuelos.
Como resultado de lo que hizo el señor Norris, se rompió la cadena de pobreza: los niños aprendieron a ganarse el sustento. Fue como si William Norris hubiera bendecido personalmente a cada empleada. Por la ventana que proporcionó el Señor Norris -fue de amor en acción- vi manifestada la filosófica y practica verdad que reza: Lo más importante le la vida es servir al prójimo.
A cada momento en la vida nos salen al paso innumerables oportunidades de seguir el ejemplo del Salvador; si estamos en armonía con las enseñanzas del Señor, descubriremos la inequívoca cercanía de su divina ayuda. Es casi como si estuviéramos cumpliendo con un encargo personal del Señor; y entonces descubrimos que al hacer lo que Él nos ha encomendado, tenemos derecho a recibir su ayuda.
A lo largo de los años, he decorado mi despacho con bonitas escenas campestres, pero hay un cuadro que siempre he tenido frente a mi escritorio, el cual es para mí un recordatorio constante de Aquel a quien sirvo, porque es un cuadro de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Cuando me siento angustiado por algún problema o debo tomar una decisión difícil, siempre fijo la mirada en ese cuadro del Maestro y en silencio me pregunto: «¿Que desea El que yo haga?» Las dudas se disipan y la indecisión llega a su fin; lo que debo hacer se define claramente ante mí.
Hace unos meses, al leer en mi despacho la correspondencia del día, abrí una carta de Martha Sharp, de Wellsville, Utah, en la cual me solicitaba que fuera a dar una bendición a su hijo ya mayor, Steven, que estaba internado en el Hospital de la Universidad de Utah, en Salt Lake City. Describía las necesidades espirituales y físicas de su hijo y la probabilidad de que le amputaran un pie. Cada palabra reflejaba sus lágrimas y sus sentimientos. La suya fue una petición que el Espíritu sencillamente no me permitió delegar.
Al entrar en el cuarto de Steven esa noche, vi en él a un hombre hecho para montar a caballo. Al percibirlo, comencé a charlar con el de una película de vaqueros que había visto hacia poco, y le describí los bonitos caballos que montaban los personajes principales. Eso hizo sonreír a Steven, y en ese momento advertí que junto a su cama tenía un libro que había estado leyendo: era el libro del cual hablan hecho la película aquella. De allí en adelante nuestra conversación fue amena y agradable.
Al describirme su estado de salud, Steven comentó: «Espero que me dejen parte del pie para poner en el estribo». Le asegure entones que recordaríamos su nombre cuando la Primera Presidencia y el Consejo de los Doce nos reuniéramos en el templo, y que mi esposa y yo le recordaríamos personalmente en nuestras oraciones. Le dije entones que tenía una madre extraordinaria que le quería y pensaba en él, y un Padre Celestial que también le amaba y le recordaba. Steven comenzó a llorar. Un espíritu especial llenó la habitación. Se dio una bendición, se purificó un corazón, se reavivó el recuerdo del hogar y de la familia y una madre se consoló.
Al salir del hospital, que está situado al lado oriental de Salt Lake City, contemplé el valle que se extendía a mis pies. La gran distancia desapareció, las estrellas me parecieron muy cerca, y casi vi, por la ventana de esta vida terrenal, la expansión de la eternidad. Una estrella brillaba más que las demás v pensé en una rima de mis días en la Primaria:
Estrella luminosa y brillante, la primera que esta noche veo. Desde el cielo, rutilante, concédeme, te pido, mi deseo.
¿Cuál era mi deseo? Que Martha Sharp recibiera el mensaje que decía: «Tu hijo te quiere».
Desde un lejano y sagrado lugar y de una verdad infinita hace largo tiempo enseñada, llegó a mi alma el eco: “. . . para Dios todo es posible» (Mateo 19:26).
Una vez más una mano bondadosa e invisible había abierto una ventana hacia el alma, para que unas personas recibieran las bendiciones del cielo.
Nuestro Señor nos llama a todos y nos invita con amor no sólo a contemplar la belleza que se ve por las ventanas que Él abre, sino también a pasar por ellas hacia las valiosísimas oportunidades que nos brinda de ser una bendición para los demás.
Que todos aprovechemos ese privilegio es mi humilde oración en el nombre de Jesucristo. Amén.
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