Conferencia General Abril 1992
El espíritu de la Sociedad de Socorro
Presidente Thomas S. Monson
Segundo Consejero de la Primera Presidencia
«El servicio es producto del amor. Siempre que amemos, serviremos.»
Hoy día nuestras almas se han elevado hacia los cielos. Hemos sido bendecidos con música hermosa y mensajes inspirados. El Espíritu del Señor esta presente.
Os traigo a vosotras, buenas hermanas de la Sociedad de Socorro, los saludos del presidente Ezra Taft Benson, que esta viendo esta conferencia por televisión en su departamento; del presidente Gordon B. Hinckley, que se encuentra en una asignación en el extranjero, y de todas las Autoridades Generales de la Iglesia. Os felicitamos; oramos por vosotras; estamos orgullosos de vosotras.
Hermana presidenta Elaine Jack, Chieko Okasaki y Aileen Clyde: gracias al cielo por vuestras queridas madres, vuestras maestras, vuestras lideres de jóvenes que reconocieron vuestro potencial.
Quisiera parafrasear un pensamiento:
El valor de una jovencita no lo puedes descubrir,
Espera a ver lo que aun no se ve;
Pero toda mujer que ha llegado a sobresalir
Una niñita una vez fue.
Hace algunos años vi una fotografía de una clase de la Escuela Dominical del Barrio Sexto de la Estaca Pioneer, en Salt Lake City. La fotografía la habían tomado en 1905. En la fila del frente aparecía una niña encantadora con el cabello recogido en trenzas. Se llamaba Belle Smith. Mas tarde, conocida como Belle Smith Spafford, Presidenta General de la Sociedad de Socorro, escribió: «Nunca ha tenido la mujer mayor influencia que la que tiene en el mundo de hoy. Las puertas de las oportunidades nunca se han abierto tan ampliamente como ahora. Esta es una época llena de estimulo, emoción, desafíos y apremios para la mujer. Es una época rica en recompensas, ello es, si conservamos nuestro equilibrio, si aprendemos a apreciar lo que realmente es de valor en la vida ponemos las cosas según su orden de importancia.
El apóstol Pablo nos advirtió:
«…la letra [de la ley] mata, mas el espíritu vivifica» (2 Corintios 3:6). El espíritu de la Sociedad de Socorro se está manifestando hoy día, en nuestros tiempos. Vemos que empieza a exteriorizarse su fortaleza, percibimos el renovado entusiasmo de su espíritu, observamos la alborada de un nuevo día.
En el periódico Church News (Noticias de la Iglesia), la hermana Irene Maximova, presidenta de la Sociedad de Socorro del Barrio de San Petersburgo (Rusia), habló en cuanto a algunos de los cambios que ha advertido en las vidas de las mujeres después de que se unen a la Iglesia: «Sienten más compasión hacia los demás. Veo una mayor consideración y respeto para con el prójimo. Prestan más atención a las Escrituras y a los asuntos espirituales… Como miembros de la Iglesia en Rusia, siempre debemos recordar los mandamientos del Señor de amar a Dios y a nuestros semejantes… Nuestra sociedad careció de esas buenas cualidades durante 70 años».
En ese mismo ejemplar del periódico Church News aparecía el anuncio trascendental de que pronto se abrirían tres nuevas misiones en lo que antes era la Unión Soviética. Esto ya se ha llevado a cabo. Se organizarán ramas de la Iglesia, las aguas bautismales acogerán con una bienvenida a los que estén preparados, el número de miembros de la Sociedad de Socorro aumentará y se salvarán muchas almas.
En éste, vuestro sesquicentenario, os felicito por haber elegido cuidadosamente el tema de la abolición del analfabetismo. Aquellos de nosotros que sabemos leer y escribir no apreciamos la carencia de los que no pueden hacerlo. A estas personas las envuelve una nube negra que sofoca su progreso, opaca su intelecto y ensombrece sus esperanzas. Hermanas de la Sociedad de Socorro, vosotras podéis disipar esa nube de desesperación y recibir la luz divina de los cielos al iluminar ésta a vuestras hermanas.
Hace algunos meses fui a Monroe, Luisiana (Estados Unidos), para asistir a una conferencia regional. Fue una ocasión maravillosa. Cuando estaba en el aeropuerto para regresar a casa, se me acercó una hermosa hermana de la Iglesia, de raza negra, que con una amplia sonrisa me dijo: «Presidente Monson, antes de unirme a la Iglesia y de ser miembro de la Sociedad de Socorro, yo no sabía leer ni escribir. Nadie de mi familia sabía hacerlo. Todos éramos unos simples labriegos. Presidente, mis hermanas blancas de la Sociedad de Socorro… ellas me enseñaron a leer y a escribir. Ahora yo ayudo a enseñar a mis hermanas blancas a leer y a escribir». Pensé en el supremo regocijo que debió de haber experimentado cuando abrió la Biblia y leyó por primera vez las palabras del Señor:
«Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.
«Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas;
«porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga» (Mateo 11:28-30).
Ese día en Monroe, Luisiana, recibí una confirmación del Espíritu en cuanto al elevado objetivo de esta organización.
En el planeamiento del curso de estudio para las mujeres, se han seguido las siguientes pautas con absoluto cuidado:
- Dios ha investido a cada mujer con características, dones y talentos naturales a fin de que cumpla con su misión específica en el plan eterno.
- El sacerdocio es para el beneficio de todos los miembros de la Iglesia. No obstante que las mujeres no poseen el sacerdocio, el hombre no tiene más derecho que la mujer a las bendiciones que de él emanan.
- El hogar es la organización fundamental para enseñar a cada persona a andar rectamente delante del Señor.
- El servicio caritativo y el ser sensibles a las necesidades de los demás son las finalidades principales por las que se organizó un programa para la mujer.
Tomando como base esta declaración, permitidme, hermanas de la Sociedad de Socorro, extenderos hoy cuatro cometidos para nuestros días:
Primero: Compartid vuestros talentos.
Segundo: Apoyad a vuestro marido.
Tercero: Fortaleced vuestro hogar.
Cuarto: Servid a Dios.
Compartid vuestros talentos.
Cada una de vosotras, ya sea soltera o casada, y no importa qué edad tenga, tiene la oportunidad de aprender y progresar. Ensanchad vuestro conocimiento, tanto intelectual como espiritual, al máximo de vuestro potencial divino. La influencia que ejercéis para hacer el bien es ilimitada. Compartid vuestros talentos, ya que lo que compartimos gustosamente con los demás nunca lo perdemos. Pero lo que egoístamente guardamos, lo perdemos.
Apoyad a vuestro marido. Tanto el esposo como la esposa deben reconocer el hecho de que «del hombre se formó a la mujer; no de sus pies para que fuese pisoteada, sino del costado para que permaneciese a su lado, bajo su brazo para ser protegida y cerca de su corazón para ser amada». Sed pacientes, tiernas, afectuosas, consideradas, comprensivas; dad lo mejor de vosotras mismas al apoyar a vuestro marido, teniendo presente que a menudo y con el paso del tiempo los hijos pasan de la edad en que tienen necesidad de vuestro afecto, pero vuestro marido siempre la tiene.
Muchas hermanas de la Sociedad de Socorro no tienen marido. La muerte, el divorcio y a veces la falta de oportunidad de casarse ha obligado a la mujer, en muchos casos, a estar sola. Pero en realidad ella no tiene por qué permanecer sola, ya que un amoroso Padre Celestial estará a su lado para darle orientación a su vida e infundirle paz y serenidad en esos momentos silenciosos cuando reina para ella la soledad y cuando tiene necesidad de la compasión.
Fortaleced vuestro hogar. El hogar, ese lugar maravilloso, cuyo objetivo es ser un refugio llamado cielo, en donde pueda morar el Espíritu del Señor.
Con demasiada frecuencia, las mujeres subestiman la influencia que tienen para hacer el bien. Muy bien podríais seguir la fórmula que dio el Señor: «…estableced una casa, sí, una casa de oración, una casa de ayuno, una casa de fe, una casa de instrucción, una casa de gloria, una casa de orden, una casa de Dios» (D. y C. 88:119).
En una casa semejante se encontrarán hijos felices y sonrientes a quienes se les habrá enseñado la verdad mediante el precepto y el ejemplo. En un hogar Santo de los Últimos Días a los hijos no simplemente se les tolera, sino que se les da la bienvenida; no se les obliga, sino se les exhorta y se les anima; no se les impulsa, sino se les guía; no se les descuida, sino se les ama.
Servid a Dios. No podéis servir a vuestro prójimo sin demostrar vuestro amor a Dios. El servicio es producto del amor. Siempre que amemos, serviremos. James Russell Lowell lo expresó de un modo muy bello en su poema clásico The Vision of Sir Launfal: «No es lo que damos, sino lo que compartimos, porque la dádiva sin el dador de nada sirve».
«Todos los bellos sentimientos del mundo pesan menos que una sola acción hermosa».
Brinda alegría al triste y al solitario;
Brinda consuelo al que llora y al abatido;
Por tu camino esparce bondad.
Haz hoy, por favor, al mundo mejor.
El corazón del servicio caritativo, uno de los credos distintivos de la Sociedad de Socorro, es el dar de uno mismo. Emerson lo explicó así: «Las joyas y los anillos no son dádivas sino substitutos de éstas. La única dádiva verdadera es una porción de ti mismo».
Hermanas, ¿aceptaréis estos cuatro desafíos de (1) compartir vuestros talentos, (2) apoyar a vuestro marido; (3) fortalecer vuestro hogar y (4) servir a Dios? Si lo hacéis, recibiréis las bendiciones del cielo.
Quizás podría ilustrar eso. Hace algunos años recibí una asignación un tanto singular y atemorizante. Folkman D. Brown, que en aquel tiempo era Director de Relaciones Mormonas de los Boy Scouts de América, fue a verme a mi oficina cuando se enteró de que yo estaba a punto de partir para cumplir la asignación de visitar las misiones de Nueva Zelanda. Me contó acerca de su hermana, que se llamaba Belva Jones, a quien le habían diagnosticado cáncer incurable y me explicó que ella no sabía cómo dar la triste noticia a su único hijo, que era misionero en el lejano país de Nueva Zelanda. El deseo, e incluso la súplica, de ella era que el joven permaneciera en el campo misional y sirviera fielmente. Le preocupaba la reacción del muchacho, ya que éste, el élder Ryan Jones, había perdido a su padre hacía un año a consecuencia de la misma terrible enfermedad.
Acepté la responsabilidad de informar al élder Jones en cuanto a la enfermedad de su madre así como de comunicarle el deseo de ella de que permaneciera en Nueva Zelanda hasta que terminara su período de servicio. Después de una reunión de misioneros que se llevó a cabo en un edificio adyacente al hermoso
Templo de Nueva Zelanda, me reuní en privado con el élder Jones y, con el mayor tacto posible, le expliqué la situación de su madre. Naturalmente se derramaron lágrimas —no sólo las de él— seguidas de un fuerte apretón de manos lleno de confianza y la promesa: «Dígale a mi madre que serviré, que oraré y la volveré a ver».
Regresé a Salt Lake City a tiempo para asistir a una conferencia de la Estaca Lost River, en Idaho. Mientras me hallaba sentado en el estrado con el presidente de la estaca, el hermano Burns Beal, dirigí la mirada hacia el lado oriental de la capilla, donde los rayos del sol matinal descansaban sobre la persona que estaba sentada en la fila del frente. El presidente Beal identificó a la hermana diciéndome que se llamaba Belva Jones y agregó: «Tiene un hijo en la misión en Nueva Zelanda; está muy enferma y ha solicitado que le den una bendición».
Hasta ese momento, yo no tenía idea de dónde vivía Belva Jones. La asignación que yo tuve ese fin de semana bien hubiera podido ser a cualquier otra estaca. Sin embargo, el Señor, a Su manera, había contestado la oración de fe de esa fiel hermana miembro de la Sociedad de Socorro. Después de la reunión, charlamos amenamente. Le informé, palabra por palabra, en cuanto a la reacción y a la promesa de su hijo Ryan. Se le dio una bendición; se ofreció una oración. Se recibió la confirmación de que Belva Jones viviría para volver a ver a su hijo. Y ella tuvo ese privilegio. Ryan regresó un mes antes de que ella falleciera, tras haber cumplido una misión honorable.
Cada vez que pienso en la Estaca Lost River, vuelve a mi memoria el recuerdo de aquella modesta hermana cuya fe la hizo una persona hermosa. Nuestro Padre se ha valido del brillo de Su luz para dar a conocer Su propósito. Nunca olvidaré a Belva Jones. He allí una hermana que compartió sus talentos generosamente. He allí una mujer que apoyó a su marido —y a su hijo— en sus llamamientos del sacerdocio. He allí una mujer que fortaleció su hogar, incluso en la ausencia del esposo y padre. He allí una mujer que continuó sirviendo a Dios y a su prójimo. He allí una mujer que ejemplificó el espíritu de la Sociedad de Socorro.
Estimadas hermanas de la Sociedad de Socorro, con el impulso de vuestra fe, seguid adelante, con visión, hacia vuestros próximos 150 años. A todas vosotras os repito el antiguo pero siempre bienvenido saludo: ¡Feliz sesquicentenario!
Que «Jehová [os] bendiga, y [os] guarde; Jehová haga resplandecer su rostro sobre [vosotras], y tenga de [vosotras] misericordia; Jehová alce sobre [vosotras] su rostro, y ponga en [vosotras] paz» (Números 6:24-26).
En el nombre del Príncipe de Paz, Jesucristo el Señor. Amén.
























