«Pecadore que triunfan»
por el presidente Harold B. Lee
Primer Consejero en la Primera Presidencia
¿Existen en realidad los pecadores que triunfan? Tal vez estéis pensando acerca del hombre independiente que, a pesar del hecho de que su dinero no siempre sea bien habido, que no siempre sea ganado en empresas legítimas, aun así vive una vida lujosa y fácil. Él es quien dedica los domingos a jugar al golf, a asistir a los juegos de fútbol o a las carreras de caballos, en lugar de preocuparse sobre las dificultades y problemas de la Iglesia—en forma de oficial responsable—o guardar el día de reposo sagrado de cualquier otra forma; es quien participa de largas excursiones a lugares interesantes, gastando grandes sumas de dinero, parte del cual por lo menos, podría haber pagado en contribuciones de diezmos o donaciones para edificar la Iglesia o para el cuidado de los necesitados; es quien no tuvo ni tiene tiempo de cumplir con una misión para la Iglesia financiada por sus propios medios; como consecuencia de sus amigos mundanales, no tiene escrúpulos con la bebida ni los juegos de azar. Ese grupo de amigos le hace guiños a la inmoralidad, ausentándose de la Iglesia, donde tal conducta—medida por las normas del evangelio—sería vigorosamente condenada.
Al mismo tiempo, habréis observado que la mujer que vive en su casa y a quien él llama su esposa, ha ignorado completamente el primer mandamiento de «multiplicar y henchir la tierra», porque no puede preocuparse por los niños; podría interferir con su carrera o sus actividades sociales. Ella se considera más allá del obstáculo que significa la Iglesia y acalla su conciencia expresando constantemente que después de todo, la religión y la Iglesia son solamente para los pobres y los que no son mundanos. La utilización de la fortuna de su esposo la ha liberado de sus responsabilidades hogareñas, y sus días se libran de la monotonía mediante los juegos de póker y canasta, y otras reuniones donde se fuma y se bebe sin ningún reparo ni remordimiento por los mandamientos de la Iglesia al respecto; se viste a la última moda y con los conjuntos más caros, y siempre evita los indicios que puedan delatar las obligaciones hogareñas de una madre, incluyendo la preocupación por los hijos.
Quizás, al mirar tales escenas de presuntos triunfos de los pecadores en contra de los mandamientos de Dios, podréis, por falta de una adecuada perspectiva de la vida y sus propósitos, llegar a la conclusión de que tal vez ellos hayan elegido el mejor camino; Quizás penséis que en comparación, la vida de un miembro activo de la Iglesia no es fácil, con sus constantes inhibiciones y restricciones, con el servicio que tenéis que rendir, el sacrificio que se os requiere en forma de tiempo, talento, dinero y los problemas de conciencia que se desarrollan cuando actuamos por debajo de las normas que profesamos. Podéis pensar que esas energías aplicadas a otros quehaceres podrían pagar mejores dividendos, y que la religión debería dejarse para aquellos que no merecen nada mejor. Pero antes de llegar a una decisión final acerca del curso que vais a seguir, permitidme ayudaros a levantar vuestra visión hasta un punto de vista más elevado, para que así podáis ver las cosas como en realidad son.
La fruta hermosa y exquisita al paladar, no se desarrolla con tales atributos a menos que las raíces del árbol madre se encuentren plantadas en suelo rico y fértil, que al árbol se le administren a su debido tiempo la poda, el cultivo y el riego adecuados. Del mismo modo, los sabrosos frutos de la virtud y la castidad, la honradez, templanza, integridad y fidelidad, no han de encontrarse desarrollándose en un individuo cuya vida no esté fundada sobre un firme testimonio de las verdades del evangelio, de la vida y la misión del Señor Jesucristo. Para llegar a ser verdaderamente rectos se requiere una poda diaria de los brotes de maldad que se desarrollan en nuestro carácter, mediante un diario arrepentimiento del pecado.
¿Quién es el autor del programa que así disfraza la maldad y el pecado, para hacerlos tan deseables a nuestros apetitos? Cuando hubo guerra en los cielos, Lucifer, hijo espiritual de Dios aun antes de que la tierra fuese formada, le propuso un plan bajo el cual los mortales serían salvos sin ningún esfuerzo o elección, y por este servicio él demandó la gloria y el honor de Dios. El plan de nuestro Salvador Jehová, fue de darle a cada cual el derecho de elegir por sí mismo el curso que seguiría en la vida terrestre, y todo sería hecho para el honor y gloria de Dios, nuestro Padre Celestial. El plan de Jehová fue aceptado; el de Satanás fue rechazado.
Pero vosotros os preguntaréis cómo es que Dios, si en verdad ama a sus hijos, permite que Satanás nos tiente y arriesgue así nuestras posibilidades de lograr las mejores experiencias en el estado mortal y regresar a su presencia para disfrutar de la vida eterna. La respuesta la da un gran Profeta maestro:
«Por lo tanto, el Señor Dios le concedió al hombre que obrara por sí mismo. De modo que el hombre no podía actuar por sí, a menos que lo atrajera el uno (la maldad) o el otro (la justicia)» (2 Nefi 2:16).
Deteneos por un momento a pensar sobre eso. Si no existiera la oposición a lo bueno, ¿existiría alguna posibilidad de utilizar el libre albedrío o el derecho de elegir? Negarnos ese privilegio equivaldría a negarnos la oportunidad de desarrollarnos en el conocimiento, experiencia y poder. Dios ha dado leyes con sus respectivas penas para los casos de violación, para que el hombre le temiera al pecado y fuera guiado por los caminos de la verdad y el deber. (Véase Alma 42:20).
Y porque existe la libertad de elección entre lo bueno y lo malo, el Señor ha provisto los medios para el regreso de aquellos que se extravían.
Antes de intentar la explicación de este precioso proceso de refinamiento de alma humana llamado arrepentimiento, quisiera establecer dos simples pero fundamentales verdades. Primero, Satanás con toda su habilidad y astucia no puede vencernos, si nos esforzamos con todo nuestro poder por guardar los mandamientos del Señor y segundo, con la primera violación de estos mandamientos, damos nuestro primer paso hacia el territorio de Satanás.
¿Cuáles son entonces los pasos que deben darse para el arrepentimiento, los que debemos dar para poder merecer el perdón de Dios por medio de la redención del sacrificio expiatorio del Maestro, para llegar a disfrutar de los privilegios de la vida eterna en el mundo venidero? Un sabio Padre, previendo que algunos de sus hijos caerían en el pecado y que todos tendrían necesidad del arrepentimiento, nos proveyó el plan de salvación que define claramente el camino hacia aquél.
Primero, aquellos que están en pecado deben confesarlo. «Por esto podréis saber si un hombre se arrepiente de sus pecados: he aquí, los confesará y abandonará» (Doc. y Con. 58:43). Tal confesión debe ser hecha primero, a la persona que se ha ofendido mediante nuestros actos, una confesión sincera no es solamente admitir la culpa una vez que la prueba se haya hecho evidente. Si ofendemos a muchas personas abiertamente, nuestro reconocimiento tiene que ser hecho en público y delante de aquellos a quienes hemos ofendido, para que de esta forma podamos demostrar nuestra vergüenza y humildad así como nuestro deseo de ser reprendidos. Si nuestro acto es secreto, no resultando en perjuicio de nadie sino de nosotros mismos, nuestra confesión debe también ser hecha en secreto, para que nuestro Padre Celestial que oye en secreto pueda recompensarnos en público. Los hechos que puedan afectar nuestra posición en la Iglesia, o nuestro derecho a los privilegios o al escalafón en la Iglesia, deben ser confesados rápidamente al obispo, a quien el Señor ha llamado para que actúe como pastor del rebaño y a quien Él ha comisionado para que sea un juez común en Israel.
La persona que no siendo miembro de la Iglesia se encuentre en pecado puede, siguiendo un curso similar, recibir de manos de un élder autorizado de la Iglesia—siempre que se encuentre preparada por medio del entendimiento del evangelio—el bautismo para la remisión de sus pecados. Después de la confesión, quien está en pecado debe mostrar los frutos del arrepentimiento por medio de buenas obras, que entonces son comparadas con las malas obras. Esta persona debe hacer una adecuada restitución— hasta el límite de sus posibilidades—para restaurar aquello que haya tomado indebidamente, o debe pagar el daño que haya hecho. Quien sea que así se arrepienta de sus pecados y de esa forma abandone sus costumbres para no volver jamás a repetirlas, tiene el privilegio de gozar de la promesa del perdón siempre que no haya cometido el pecado imperdonable, como fue declarado por el profeta Isaías; «. . . si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana» (Isaías 1:18).
Pero os ruego que no mal interpretéis el verdadero significado de las escrituras. No podemos revolearnos en el lodo ni en la suciedad del pecado, y conducirnos en una forma reprobable ante la vista de Dios y todavía suponer que el arrepentimiento borrará los efectos de nuestro pecado, colocándonos en el mismo nivel que hubiéramos tenido si siempre hubiéramos vivido una vida recta y virtuosa. El Señor extiende su divina misericordia y bondad al perdonarnos los pecados que cometemos en contra de Él o de su obra, pero no puede impedir los resultados del pecado que hayamos cometido en contra de nosotros mismos y que de esa forma nos retrasa en el progreso hacia nuestra meta eterna.
No existen los pecadores que triunfan. Todos deberemos pararnos algún día delante de Dios y ser juzgados, cada cual de acuerdo con las obras realizadas en la carne. ¿Qué pensáis ahora? ¿Es la carga del pecador más ligera que la del santo?
Que las bendiciones y la guía del Señor queden siempre con vosotros en la búsqueda de la mejor vida, ruego en el nombre del Señor Jesucristo. Amén.
























