Conferencia General Abril 1971
Practicando lo que predicamos

por el Élder Marion D. Hanks
Ayudante del Consejo de los Doce
Gocemos de las bendiciones de la familia y el hogar, mientras hay tiempo.
Al darle las gradas al hermano Hinckley esta mañana por su gran sermón del domingo, mencioné un recuerdo que acudió a mi mente sobre dos hombres, uno de los cuales acababa de pronunciar un gran discurso; el otro le dio las gracias, lo felicitó y dijo: «Fue un gran sermón; quisiera haberlo dado yo.» El discursante respondió: «lo harás.»
Me imagino que muchos de nosotros utilizaremos como modelo algunos de los grandes sermones que hemos escuchado en esta conferencia.
Mi tema esta mañana es: practicando lo que predicamos. Supongo que todos comprendemos lo que eso significa. El domingo pasado encontrándome en Logan, escuché a una excelente maestra comentar sobre la conversación que tuvo con una pequeña de su clase, a quien le preguntó: «¿Qué significa practicar lo que predicamos?» «Ah,» dijo la niña, «significa escribir el discurso y practicarlo una y otra vez antes de darlo en la Iglesia.»
Está mañana quisiera decir Unas cuantas palabras sobre la interpretación más convencional de practicar lo que predicamos.
La otra noche, visité en el hospital a mi hermana que se encontraba sumamente enferma. Su esposo y familia estaban alrededor de la cama efectuando su noche de hogar, bajo la dirección de uno de los hijos que acababa de regresar de una misión. Me uní a ellos y volví a casa con gozo y agradecimiento a Dios por esa clase de ejemplo; me reuní con mi propia familia que me esperaba, y oramos a fin de poder practicar mejor lo que predicamos.
Esta mañana la visité y ambos nos comunicamos con el Señor, y es con el espíritu de esa humilde experiencia que ofrezco mi testimonio esta mañana.
¿Qué creemos que debemos estar practicando, o practicar más eficazmente la mayoría de nosotros? ¿Cuál es nuestro deber? ¿Qué se nos ha mandado? ¿Qué predicamos? Pues bien, una cosa importante que predicamos es que los padres deben amar y enseñar a sus hijos y poner un ejemplo honorable ante ellos, y que los hijos deben honrar y obedecer a sus padres. Los padres han de amarse y unirse el uno al otro; y los hijos, como dijo Benjamín, deben «amarse mutuamente y servirse el uno al otro.» Se nos enseña a reunimos cada semana en una noche de hogar, orar juntos como familia, dar un informe de los diezmos que pagamos, asistir a la reunión sacramental y adorar juntos como familia. Nos es requerido ayunar juntos, y entregarle al obispo una cantidad equivalente al costo de lo que no comimos, para el cuidado de los necesitados.
Como familia debemos recibir a los maestros orientadores y responder a sus instrucciones y preguntas. Motivados por el sublime concepto de la familia en la creencia de la Iglesia, debemos leer y aprender juntos, trabajar juntos, disfrutar de momentos alegres durante las comidas, apoyándonos mutuamente en la escuela, la Iglesia y la participación cívica. Juntos debemos preparar y gozar de proyectos, formando nuestras costumbres y tradiciones en una continuidad de generaciones.
Se nos enseña y alienta a hacer todas estas cosas.
Pero no es por vía de deber, mandamiento o admonición que deseo hablar esta mañana, pese a lo estimadas y sagradas que son estas palabras. En vez de ello quisiera hablar de invitación, oportunidad, privilegio, amor, de tomar con gratitud tiempo mientras lo hay, para gozar las bendiciones de nuestra familia y hogar.
¿Cuánto gozo que podríamos tener y se ha designado que tengamos estamos desperdiciando? Un gozo que podríamos experimentar únicamente en nuestro propio hogar y en ningún otro lugar, únicamente con nuestra propia familia y con ningún otro grupo.
Es interesante considerar la música que cantamos. Nuestros pequeños cantan «Soy un hijo de Dios, por El enviado aquí; me ha dado un hogar y padres caros para mí.» Nuestra maravillosa juventud canta como han cantado en testimonio esta mañana, y cantan otros himnos: «Y sobre la Roca haremos… la Roca del Salvador; en honor y virtud -plantada y fe en nuestro Dios,» De nuestras madres cantantes viene la bella melodía «Cuando hay amor.»
Nuestros vínculos con Dios y del uno con el otro son eternos.
Nuestros hogares son refugios de las cosas y preocupaciones de este mundo; nuestra familia es el corazón de nuestras esperanzas eternas. Nuestro amor es el hilo delicado que nos enlaza en una unión infinita, creadora y creciente. Estas son las cosas que creemos y predicamos. ¿Podemos hacer más a fin de gozar las bendiciones de tales conceptos en nuestras vidas, en nuestros hogares y familias? ¿Podemos mejorarnos mientras hay tiempo de practicar lo que predicamos?
Mateo Arnold escribió:
«Tendríamos paz interior, pero no miraríamos hacia adentro.»
Esta mañana, mire cada uno de nosotros por un momento dentro de sí mismo, su hogar y familia, mientras ofrezco uno o dos felices ejemplos de lo que estoy hablando.
Hace aproximadamente doce años, recibí una llamada temprano por la mañana, de un estimado amigo que es doctor; me pidió que fuera al hospital para que juntos ungiéramos a su hijo recién nacido que se encontraba entre la vida y la muerte. Metimos nuestras manos en la incubadora, las pusimos sobre este niño pequeño y oramos; luego nos sentamos y esperamos con la madre de Larry que se produjera un cambio favorable. Nos encontrábamos ahí cuando el pediatra entró para anunciarnos que el niño viviría. La criatura emergió de esa penosa experiencia con una mente sana y un espíritu firme e indómito; únicamente con un par de piernas que no son tan fuertes y que un día le recordarán cuán bendecido es de estar vivo.
Recientemente, el hermano mayor de este niño regresó de haber servido una misión honorable para el Señor. Un tío perceptivo, observando la reunión en el aeropuerto, le escribió a Larry una carta que tuve el privilegio de leer. Le pregunté si me daría permiso para leerla en público, lo cual me fue concedido. Quiero que sepáis acerca de un niño Santo de los Últimos Días que acaba de ser ordenado diácono y trata de practicar lo que predicamos.
«Querido Larry,» empezaba la carta. «Ayer se me llenaron los ojos de lágrimas sin siquiera haber visto una cebolla. Más que eso, se grabó en mi mente un cuadro que nunca olvidaré.
Es propio que te agradezca el nudo en la garganta, las lágrimas y el cuadro, porque un apuesto jovencito llamado Larry Ellsworth me dio estas tres cosas… y él ni siquiera lo supo, ni me pidió un recibo.
Todo comenzó cuando él se encontraba esperando que su hermano regresara de servir a nuestro Padre Celestial como misionero en un país lejano llamado Chile.
Era obvio que estos dos años habían sido más largos para este muchacho que para nadie más; estaba en completa tensión, pálido, absorto en observar y en esperar.
Entonces, ver como su rostro se iluminó cuando vio a su hermano nuevamente, fue como un relámpago en una habitación oscura.
Alguien murmuró que este maravilloso muchacho había ahorrado su dinero durante dos años para comprarle a su hermano mayor una pelota de básquetbol, la mejor que hubiera, porque lo quería. No permitió que nadie más contribuyera; era su idea y su regalo… la mejor manera de emplear un dinero que podría haber gastado en sí mismo, pero que decidió no hacerlo porque quería a alguien entrañablemente.
Entonces vi a este buen muchacho de pie sin decir una palabra, al lado de su hermano, feliz de poder mirar hacia arriba y contemplarle la cara, agarrarlo de la pierna, y de que estuviese en casa nuevamente.
Ciento un amor y admiración especial por estos dos muchachos: el gigante que fue a una tierra lejana para hacer lo correcto, y el hermano pequeño que esperó, hizo planes y recordó.
Larry, eres un buen muchacho; estoy seguro de que serás un gran hombre. . . porque tienes un gran corazón y una conciencia bondadosa. Algunos pueden correr más rápido, saltar más alto, caminar más lejos, jugar más tiempo, únicamente porque les fue más fácil venir a este mundo. Eso no tiene ningún mérito. Pero tú tienes más por lo que debes estar agradecido que la mayoría, porque nuestro Padre Celestial envió a uno de sus hijos favoritos a vivir en tu cuerpo… y la persona que vive en la casa es lo que hace toda la diferencia. Gracias, Larry, por la lección que tu tío tonto aprendió ayer observando solamente. Cariñosamente, tío Dick»
Hace algunas semanas escuché a un presidente de estaca exhortar a sus miembros a que edificaran familias fuertes y gozaran de ellas. Fue un gran sermón, y para mí, el punto cumbre del mismo fue su relato sobre el viaje que la familia hizo a las montañas, con el niño de cuatro años que deseaba subir con el resto de la familia y bajar esquiando; al llegar, descubrieron que era una carrera un tanto difícil para su edad y experiencia. La madre se dispuso a acompañar al niño durante el descenso, pero el hermano mayor se ofreció voluntariamente y con amor llevó a su hermanito hacia abajo en lugar de haber gozado como podría haberlo hecho. Alegremente sacrificó una acelerada carrera descendiendo de la montaña y bendijo a una familia entera con el dulce espíritu de amor, preocupación y aprecio.
Entre las muchas personas que tienen éxito en practicar lo que predicamos, se encuentra otra a la cual quisiera mencionar por un momento esta mañana. Periódicamente, durante varios años, ha venido a nuestro hogar una clase especial de hombre, nuestro maestro orientador. Ha ido en compañía de su querido hijo que, al igual que Larry, tuvo algunas dificultades al nacer y ha tenido que luchar con algunos problemas considerables. Padre e hijo se han sentado juntos en muchas ocasiones en nuestra casa, agarrados tiernamente de la mano, con el brazo entrelazado, con una mano sobre la rodilla, comunicándose, siempre expresando sin palabras un intercambio de amor. Cuánto admiramos a este hombre y a su querido hijo.
Estos son algunos de los simples acordes melódicos que hacen a un hogar armonioso y feliz. Bondad, consideración, cortesía, cuidado, alegría, desinterés, oración, atención, hacer algo el uno para el otro, perdonarse mutuamente, apoyarse mutuamente, amarse el uno al otro: éstas son notas que forman una sinfonía familiar, que se goza felizmente y se recuerda eternamente.
Si una familia pierde sus atesorados valores humanos y se deteriora aunque sólo sea en relaciones familiares, ha perdido la perspectiva de lo que es una familia. Cualesquiera sean los cambios que como se ha dicho han ocurrido en nuestros tiempos, en la familia recae el propósito más importante de todos: la satisfacción de las necesidades básicas emocionales y espirituales de sus miembros. Alguien ha escrito que en cualquier era, la sociedad es una «telaraña en la cual la familia forma los filamentos centrales.» En el hogar, la familia y el amor yacen los recursos que llenan la vida del individuo y la vida de la comunidad; de hecho, los recursos que redimirían a nuestro mundo confuso y traerían una paz duradera. Se debe proteger y criar a los hijos; únicamente en el hogar se les puede asegurar el amor y la dirección que necesitan para vivir, y solamente los padres que aman genuinamente pueden cumplir esas necesidades. Pero debe ser algo más que un amor predicado o pronunciado; debe ser un amor que requiere tiempo, hace el esfuerzo, escucha pacientemente, da libremente, perdona generosamente y «provee las comodidades que favorecerán y embellecerán las relaciones de la vida familiar.»
Pero debo agregar hoy día que no hablo por autoridad o de autoridad, sino con’ autoridad, porque yo mismo sé que estas cosas son ciertas. Sé que son verídicas porque las he experimentado, las he vivido, y he estado ahí.
El hogar en que me crié tuvo la clase de amor de que he hablado, a pesar de que tuvo muy pocas cosas materiales. Espero y ruego que nuestro feliz hogar sea así. Naturalmente, lo que he dicho hoy día ha sido en parte por mí mismo y nuestra propia familia, ya que todavía gozamos del privilegio y bendición de tratar de mejorarnos. Con gratitud le agradezco al Señor por ello; no conozco ningún elogio mayor en esta vida, y creedme que no lo hay, que una nota de un niño de seis años que escribe: «Mamá, adivina lo que quiero decirte: te quiero», o el regalo bondadoso de un adolescente: «Papá, eres mi amigo y siempre te querré», o de un padre o una madre a un buen hijo: «Te quiero y me siento orgulloso de ti.»
¿No nos estimula esto a querer llegar a ser lo que podemos ser?
Jesús dijo: «Como yo os he amado,… os améis unos a otros.»
Dios nos ayude, padres e hijos, a aceptar la oportunidad mientras hay tiempo, de practicar lo que predicamos en nuestros hogares y familias.
Sé que el evangelio es verdadero, y sé que el evangelio incluye aquello que Él nos ha enseñado sobre el trato del uno hacia el otro en nuestros hogares y familias. En el nombre de Jesucristo. Amén.
























