«Y tú, una vez vuelto”
Presidente S. Dilworth Young
del Primer Consejo de los Setenta
«. . . Y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos.» Así le dijo el Señor a Pedro mientras se preparaba a sí mismo y a sus apóstoles para su gran sacrificio. Esta declaración quizás asombró a Pedro, y ciertamente lo perturbó, ya que dijo: «Señor, dispuesto estoy a ir contigo no sólo a la cárcel, sino también a la muerte.» Entonces el Señor le respondió que «el gallo no cantará hoy antes que tú niegues tres veces que me conoces» (Lucas 22:32-34).
Marcos registra que la vehemente declaración de devoción de Pedro fue repetida por el resto de los apóstoles en estas palabras: «También todos decían lo mismo» (Marcos 14:31). Sin embargo, cuando llegó el momento y una criada acusó a Pedro de ser un discípulo, éste lo negó. De la misma forma, y pese a sus propias declaraciones, los otros diez no hicieron lo que habían declarado que harían.
Pedro había estado al servicio del Señor por tres años; había visto, pero parecía no darse cuenta de lo que el Señor quiso decir cuando dijo: «y tú, una vez vuelto».
De entonces en adelante, las cosas habrían de ser diferentes; habría una crucifixión, uno de los métodos más dolorosos de ejecución que hayan sido inventados por el hombre, que a la vez desgarró las emociones vitales de cualquiera que haya presenciado tal muerte. Habría una resurrección—la primera ocurrida en esta tierra—y de ella, un resurgimiento dé gozó y esperanza. El Señor se alejaría; dejaría su obra en manos de los once que habían estado constantemente con él: hombres que lo habían escuchado por tres años, que no habían comprendido exactamente lo que quiso decir, que presenciaron su crucifixión y palparon su cuerpo resucitado, y aun así no supieron lo que era convertirse hasta que el Espíritu Santo los visitó y tocó sus almas con fuego.
En los hechos inspirados de Pedro en el día de Pentecostés, vemos lo que significa ser convertido, en comparación a las vacilantes negativas en la noche del arresto del Señor. El hombre que se presentó en Pentecostés no fue el mismo que temerosamente protestó «no conozco a este hombre.» Aquel Pablo que después de su bautismo y recepción del Espíritu Santo le declaró intrépidamente la verdad a Agripa, era un hombre completamente diferente del hombre que iba hacia Damasco en busca de cristianos para destruirlos.
Pedro creyó y negó; fue convertido y llegó a ser una roca contra la cual el poder de Satanás era impotente; llegó a ser resuelto e intrépido, empujado por un poder interno, fuerte y verdadero. Pablo persiguió a causa de la incredulidad, pensando que estaba al servido de Dios, pero fue convertido y llegó a ser como Pedro.
La conversión trae consigo la fortaleza y la determinación para defender y propagar la obra del Señor en la tierra. Esta conversión se efectúa cuando una persona recibe el bautismo de fuego, el testimonio del Espíritu Santo.
Y entonces las llaves de todo, dadas antes a Pedro, tendrían para él un verdadero significado. De ahí en adelante llevaría la carga, la entera responsabilidad de llevar la obra del Señor a todo el mundo; tendría que dirigir a los otros miembros de los Doce y la obra del ministerio, tanto para los gentiles como en las ramas organizadas.
Todos los once habían recibido al Consolador—que hasta ese momento no habían experimentado—mediante el cual habían de enseñar todas las cosas, por medio del cual todas las cosas serían reveladas, y sin el que no podían enseñar. (Véase Doc. y Con. 42:14.)
¡Sobre ellos descansaba la responsabilidad de enseñar al mundo! ¿Qué sabían ellos del mundo? ¿de su extensión? ¿de sus límites? Sabían acerca de Roma, pero sólo por el nombre; habían oído de Atenas y Alejandría. Tenían un mejor conocimiento de Damasco y Tiro, de Efeso y Sidón; pero seguramente ni siquiera se imaginaban el mundo de India, de China o de Indonesia, la inmensidad del continente africano ni siquiera de Europa. Sabían de Etiopía por las leyendas, pero desde todo punto de vista «el mundo» era algo nebuloso en su mente.
No obstante, con valentía emprendieron la marcha. El Espíritu los guio, y cada uno se sintió inspirado a ir a un lugar, ya fuera Atenas, Efeso o Roma. De ahí el Espíritu los inspiró para ir a otro lugar, y a otro, hasta que seguramente habrán abarcado la mayor parte del mundo conocido de esos días. Sabemos de los viajes de Pablo porque alguien escribió acerca de ellos y porque catorce de sus cartas han sido preservadas; pero el rumbo que los otros tomaron es en su mayor parte tradición.
Hoy día las cosas son diferentes; estos son los últimos días. Actualmente conocemos el mundo; conocemos la ubicación de todas las naciones de la tierra; conocemos los medios de transporte por los cuales podemos llegar a cada tierra; sabemos lo que debemos de esperar de cada clima y demás fuerzas naturales, y disponemos de los medios para ir a cada uno de estos lugares.
Los once apóstoles testificaron que vieron al Señor ascender; José Smith testificó que lo vio descender y aún más, porque vio al Padre en compañía de su Hijo amado y exaltado.
Leemos de la visita que hizo antiguamente un ángel a Juan, en Patmos, pero actualmente leemos sobre las visitas de muchos ángeles como Moroni, Juan el Bautista, Pedro, Santiago y Juan, y de Moisés, Elías el Profeta, cada uno de ellos declarando sus llaves y entregándoselas a José Smith.
Vemos con nuestros propios ojos el comienzo de muchas profecías antiguas y el entero cumplimiento de otras.
Sabemos cómo salir a enseñar; sabemos cómo encontrar personas y cómo cultivar su interés; sabemos cómo aplicar buenos métodos de enseñanza. Todo lo que necesitamos hacer es que cada uno de nosotros se convierta, se levante y salga con el poder de nuestro conocimiento y por el Espíritu. Verdaderamente la admonición del Señor a Pedro «y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos» se está llevando a cabo en la actualidad. Así como el Espíritu Santo descendió sobre Pedro y sus compañeros en Pentecostés, de la misma manera nos ha sido dado este don divino. Desde 1830, hemos tenido el poder del Espíritu Santo guiando y fortaleciendo a nuestros líderes y miembros fieles. El evangelio se ha transmitido por medio del testimonio ferviente de misioneros y miembros incansables hasta que ahora hemos organizado unidades de la Iglesia en más de dos tercios de los países del mundo, pero todavía hay millones de personas que lo escucharán.
Desde 1830 hasta 1846, familias enteras estaban involucradas en la obra; les predicaban a sus vecinos, y todos participaban. En sus minutos libres, el padre salía a predicar y enseñar; los niños de la casa eran parte de ello, ya que tenían que trabajar arduamente a fin de compensar la ausencia del padre.
Después de 1846, cuando los Santos se trasladaron a los valles de Utah, las familias no estaban tan involucradas en la obra. Mientras que algunos padres salían, más frecuentemente lo hacían los hijos, hasta que en el siglo veinte, éstos llevaban gran parte de la carga de viajar. Durante ese mismo tiempo, las familias empezaron a pensar que su papel era mantener a un misionero, y no salir a enseñar, predicar ni hacer amistades.
Ahora, establecida la correlación, hemos vuelto al estado original. , Las familias están involucradas; padre, madre e hijos se unen en el esfuerzo noble y sublime de buscar a aquellos que pueden ser persuadidos a escuchar; y con su esfuerzo vendrá el fortalecimiento por medio del cual Pedro fue amonestado a actuar. Mientras buscan a aquellos que les han de predicar, ellos mismos se fortalecerán y a su vez convertirán y fortalecerán a otros hermanos hasta el día feliz en que todos los hombres vean la gloria del hijo de Dios y presencien el cumplimiento de su palabra de que el evangelio rodará hasta que haya llenado toda la tierra. (Véase Doc. y Con. 65:2.)
Los Setenta de la Iglesia son llamados por revelación para esta obra, y los detalles de la misma se efectúan por llamamiento a fin de que se lleve a cabo en una manera ordenada. En cada barrio, el director de los setenta de la misión ha de preparar el trabajo y supervisar su ejecución bajo la dirección del obispo. Los maestros orientadores llevan consigo la grande e importante responsabilidad de persuadir a cada familia de Santos de los Últimos Días para que haga amistad con sus vecinos no miembros y los persuada para aceptar a los misioneros. Los métodos son diversos, pero el evangelio es para salvar las almas de los hombres. Convertíos, mis hermanos; actuad; tenéis el Espíritu, hacedlo.
Contemplo a la Primera Presidencia y a los Doce, quienes nos dirigen. Veo en sus acciones el resultado de su conversión, y os testifico que se encuentran en sus puestos como lo hizo Pedro, llenos del Espíritu Santo e inspirados por él. Son los líderes señalados por el Señor en esta época; sigamos sus consejos y que por medio de nuestra propia conversión fortalezcamos a nuestros hermanos.
Sé, también, que Jesucristo el Señor dirige esta obra de los últimos días y que vive. Este es su evangelio restaurado; lo cual testifico en el nombre de Jesucristo. Amén.
























