La bendición del trabajo

La bendición del trabajo
Élder David E. Sorensen

De la Presidencia de los Setenta Charla Fogonera del SEI para Jóvenes Adultos 6 de marzo de 2005 Universidad Brigham Young

David E. SorensenMe gustaría expresar mi agradecimiento a todos los líderes del Sacerdocio que nos han acompañado esta noche y a sus respectivas esposas. Estoy especialmente agradecido de que el élder y la hermana Samuelson estén con nosotros. Fue un privilegio trabajar con élder Sanuelson en el Departamento de Templos por muchos años. Puedo asegurarles a los estudiantes de la Universidad Brigham Young, como también al profesorado que son bendecidos de estar bajo el liderazgo del Rector y la hermana Samuelson.

Esta noche, mientras pensaba en lo que deseaba decirles a ustedes, los jóvenes de la Iglesia, me di cuenta de que muchos son estudiantes. La realidad es, mis queridos amigos jóvenes, que todos somos estudiantes del Evangelio, ¿no?

Había una vez un hombre. Su nombre no es importante. Trabajaba para el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos. Su trabajo era investigar casos que envolvían dinero falso. Era tan experimentado en su trabajo que todo lo que tenía que hacer era darle una rápida mirada a un billete para saber si era genuino o falso. Una noche, durante una conferencia de prensa, después de resolver un caso importante de falsificación de dinero, uno de los periodistas le dijo lo siguiente. Usted debe pasar mucho tiempo estudiando billetes falsificados para poder reconocerlos tan fácilmente.

La respuesta a su declaración fue: “No. Yo ni siquiera estudio billetes falsificados, sino los billetes genuinos; entonces me es fácil reconocer las imperfecciones”.

Así es con el Evangelio, queridos hermanos y hermanas. He escuchado a algunas personas decir que sólo estudian literatura antimormona para rebatirla y para que cuando se les presenten esas preguntas sepan defenderse. Nosotros no estamos aquí para atacar ni para defender la Iglesia. Estamos aquí para enseñar el Evangelio de Jesucristo. No hay necesidad de estudiar lo falsificado porque tenemos la verdad. A medida que uno estudia la Iglesia verdadera, permitamos que el espíritu obre en nosotros; tendremos las respuestas y cómo responder antes las varias situaciones a las que nos enfrentemos. Concerniente al Libro de Mormón, este joven misionero me dijo algo que ha probado ser verdad con los años: “Recuerde que no es el Libro de Mormón lo que está en tela de juicio, sino nosotros”.

En esta ocasión, les hablaré de uno de los principios más básicos del Evangelio: la doctrina del trabajo. Espero que mis palabras les sirvan de guía en su trabajo actual y futuro.

Aquellos que terminan sus estudios o que ya forman parte del mercado laboral, puede que se planteen preguntas como éstas cuando busquen empleo: “¿Cuál es mi jornada laboral? ¿Qué beneficios laborales tendré? ¿Qué días tendré libre? ¿Dispondré de tiempo para salir con mis amigos o continuar con mis pasatiempos?”. Sin embargo, cuando se concentran en las preguntas de su tiempo libre en lugar de hacerlo en los requerimientos del trabajo, podrían llegar a perder una oportunidad aún mayor.

La obra de Dios

El trabajo es un principio eterno. ¿Conocen a alguien que tenga todas las riquezas de la tierra y más… y siga trabajando? ¡Nuestro Padre Celestial! Él es un trabajador. Nuestro Padre Celestial y Jesucristo nos han mostrado, por medio de Sus ejemplos y enseñanzas, que el trabajo goza de importancia tanto en el cielo como en la tierra. Jehová trabajó para crear los cielos y la tierra; juntó las aguas en un lugar e hizo aparecer la tierra seca; creó el sol, la luna y las estrellas; creó toda criatura del mar y de la tierra. Luego, el Padre puso a Adán y a Eva sobre la tierra para que cuidaran de ella y gobernaran a las demás criaturas (véase Génesis 1:1-28.)

Pero su trabajo no concluyó con la Creación. En la Perla de Gran Precio leemos: “Ésta es mi obra y mi gloria: Llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre” (Moisés 1:39; cursiva agregada). Esto incluye a todos los hombres, mujeres y niños. De todas las cosas a las que podría dedicar Su atención, nuestro Padre Celestial decidió trabajar en beneficio de nuestras almas eternas, tanto las suyas como la mía.

Jesús dijo: “Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo” (Juan 5:17). Y también: “Me es necesario hacer las obras del que me envió” (Juan 9:4).

El trabajo es una bendición

También nosotros tenemos una obra. Satanás desea tentarnos a creer que nuestro trabajo carece de valor o que no tenemos necesidad alguna de trabajar. Se equivoca en ambos casos. Sí tenemos una necesidad de trabajar. Debemos responsabilizarnos de nuestras necesidades y de las de nuestras familias. La idea de la autosuficiencia ha estado presente en el plan del Señor desde que Adán y Eva dejaron el Jardín de Edén, cuando el Señor le dijo a Adán: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan” (Génesis 3:19). Adán y Eva trabajaron los campos para cubrir tanto sus necesidades como las de sus hijos (véase Moisés 5:1).

Pero el proveer para nosotros mismos no es el único propósito de trabajar. Imaginen que recibieran una fuerte suma de dinero o que, de repente, fueran económicamente autosuficientes. Aún entonces seguirían bajo el mandamiento de trabajar. El Señor dijo al pueblo de Israel: “Seis días trabajarás, y harás toda tu obra” (Éxodo 20:9). ¡El mandamiento no incluye excepciones para los que tienen de sobra! Tal y como dijo el élder Maxwell: “El trabajo es siempre una necesidad espiritual, aunque para algunos no sea una necesidad económica” (“Pon tu hombro a la lid”, Liahona, enero de 1999).

El trabajo no es una maldición, sino una bendición. Al trabajar no sólo obedecemos a Dios sino que nos hacemos merecedores de Su gracia salvadora. El Salvador dijo: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15). Cristo dejó bien claro que si lo amamos y deseamos estar con Él, precisamos obedecer Sus mandamientos, incluido el recibido por Adán sobre el trabajo.

El Señor dijo a los Santos de los Últimos Días al principio de la Restauración: “Ahora, yo, el Señor, no estoy bien complacido con los habitantes de Sión, porque hay ociosos entre ellos” (D. y C. 68:31). Ya en el siglo XX, el presidente Heber J. Grant, profeta de Dios, dijo: “El trabajo debe recuperar su lugar como principio gobernante de la vida de los miembros de la Iglesia” (en Conference Report, octubre de 1936, pág. 3).

¿Alguna vez han pensado qué sucedería si nadie trabajara? ¿Funcionarían las escuelas? ¿Marcharía bien el gobierno? ¿Habría programas de televisión? Aunque a veces pensemos qué bonito sería tener todo el dinero que deseáramos para no tener que trabajar jamás, les aseguro que ése no es el camino que conduce a la verdadera felicidad. Algunas de las personas más tristes que he conocido han sido aquellas que, por una razón u otra, llevaban mucho tiempo sin trabajar.

Trabajar es una responsabilidad familiar. Sé que algunos de ustedes se hallan lejos de casa y les recuerdo que en este mismo momento se están beneficiando del trabajo de su familia. Sus padres han trabajado arduamente para proveer para su bienestar físico, espiritual y emocional, y no esperan que nadie venga y les sustituya en esta responsabilidad, aunque sí esperan que ustedes lleven parte de la carga.

Cuando mi hijo se graduó en la Escuela de Negocios de Harvard, el decano Kim Clark, que es miembro de la Iglesia, pidió a cada uno de los recién graduados que se volvieran para mirar a sus seres queridos. Mientras lo hacían, el decano hizo una pausa y dijo: “De no ser por el apoyo de sus familias, ustedes no tendrían este honor”. Así es con ustedes. Han recibido mucho y a cambio se espera, y hasta se requiere, que ofrezcan idéntico apoyo y amor a sus propios hijos y a sus familias. Así que, como dicen ustedes, nada de estar constantemente de “juerga”. Según crezcan, sus padres esperan que ustedes provean para sí mismos y sean independientes.

Todos tenemos trabajo que hacer. Recuerden la importancia de enseñar a sus hijos desde una edad temprana a colaborar en las tareas de la familia. Aquellos que hayan tenido la experiencia de crecer en un hogar donde se les enseñó a trabajar pueden testificar del valor que ello tiene en su vida. De hecho, el jueves pasado el élder Samuelson me dijo cuán agradecido estaba a su padre, puesto que le había enseñado a trabajar y también a sus suegros, porque le habían enseñado a trabajar a su esposa.

En la medida de nuestra capacidad, los miembros de la Iglesia deben esforzarse por atender las necesidades básicas de la vida: comida, ropa y alojamiento para sus familias.

Entendemos que en determinados países no es fácil proveer para la familia. Esto puede deberse a enfermedades crónicas, a la pérdida del cónyuge, al tener que cuidar de un padre anciano o al pago de la educación de los hijos. Nuestro Padre Celestial no se ha olvidado de esas familias y estoy seguro de que les dará fuerzas para seguir adelante. Él nos bendecirá siempre si le pedimos con fe.

El trabajo es un servicio

La actitud, el hábito y la aptitud propia del buen trabajo se adquieren a través de experiencias laborales de éxito. Permítanme un ejemplo. Me crié en una granja y cada día había que ordeñar las vacas antes de la puesta del sol, independientemente de si era domingo, Navidad u otra festividad. No importaba si hacía frío, si alguien tenía la gripe, si hacía sol o si había una ventisca. Cada mañana y cada tarde había que ordeñar las vacas.

Mis hermanos se encargaban del ordeño antes de irse a la guerra, pero en 1943, a la edad de 10 años, era yo el que iba al establo, donde me aguardaban 10 ó 12 vacas para que las llevase a ser ordeñadas. Mis padres solían gritarles a las vacas: “Buenos días. ¡Nos alegra verles!”. Admito no sentir idéntica simpatía por aquellos rumiantes.

Después de ordeñada una vaca, vertía la leche del balde a un contenedor de 40 litros que pesaba unos 30 kilos una vez lleno. Llevar los contenedores a la carretera para que lo recogiera el camión me permitió fortalecer los músculos.

Mis padres solían ayudarme a ordeñar las vacas, y siguieron ordeñando hasta ser octogenarios. Mi padre no ordeñaba porque tuviera que hacerlo, sino porque lo necesitaban las vacas. Hay una diferencia; para él, aquellos animales no eran meras vacas, eran Big Blackie, Bossie, Sally y Betsy y deseaba que estuvieran contentas. Siempre decía que las vacas felices daban buena leche. Para él, ordeñar las vacas, por muy rústico que pueda parecer, no era una imposición, sino una oportunidad. Para él, ordeñar no era un trabajo, más bien era un servicio.

Esta filosofía me ha resultado muy útil en la vida. Me ha permitido descubrir que todo trabajo honrado es honorable. En unos años me di cuenta de que el hacer estas tareas de forma rutinaria me infundía confianza y poder. Me enorgullecía de mi trabajo. Nadie podía hacerme sentir inferior por el tipo de trabajo que realizaba. Como dijo Eleanor Roosevelt: “Nadie puede hacer que te sientas inferior sin tu consentimiento” (“Points to Ponder”, Reader’s Digest, febrero de 1963, pág. 261). Ustedes tienen el control de su actitud, en especial ustedes, jóvenes, particularmente la actitud respecto al trabajo. La autoconfianza y el desarrollo de poder también resultan útiles en el aula, en la calle o en la calle Wall Street. Yo he estado en todos estos casos.

En vez de pensar en el trabajo diario como en una carga, debemos verlo como una oportunidad. Así me ayudó mi padre a sentirme respecto a las vacas. Sus enseñanzas me han acompañado toda la vida y yo sigo visitando la granja y esas memorias con asiduidad.

Piensen en ello. Si mi padre fue capaz de ver un propósito en las vacas, cada uno de nosotros puede hallar un sentido a su trabajo.

Aprendan a amar el trabajo

Aprender a amar el trabajo es una de las mejores maneras de disfrutar de la vida. Mi esposa, Verla, es el ejemplo perfecto. Comenzó a trabajar para su enferma tía Bertha con diez años lavando la loza y limpiando la casa, y ha trabajado desde entonces. En cada etapa de su vida ha tenido un trabajo diferente. Destacó como estudiante, enseñó a niños pequeños durante unos años, crió a nuestros siete hijos, trabajó para la Asociación de Padres e Hijos, sirvió en la junta escolar, trabajó en el campo misional, ha dado cientos de discursos en la Iglesia y ha trabajado voluntariamente en diversas asociaciones vecinales.

Muchos tildarían sus actividades, como el atender a una familia numerosa, de triviales. Parte de su trabajo lo ha dedicado a la actividad intelectual de tomar cursos universitarios y gran parte del mismo lo ha empleado en el esfuerzo espiritual que supone la enseñanza del Evangelio. No obstante, cualquiera que fuera la tarea, se entregó por completo. Su trabajo le ha supuesto un gran gozo. Me acaba de decir que quería ser como su tía Vera, quien, cuando tenía noventa años decía que esperaba que su vieja edad siempre le permitiera trabajar. Las personas más felices que conozco son aquellas que disfrutan de su trabajo, cualquiera que sea.

Tal vez recuerden la historia del importante papel que llega a desempeñar nuestra actitud.

“Un caminante pasó por una cantera donde había tres hombres trabajando y a cada uno preguntó qué hacía. Cada hombre reveló tener una actitud diferente hacia idéntico trabajo.

“ ‘Corto piedra’, respondió el primer hombre.

“ ‘Gano tres piezas de oro al día’, dijo el segundo hombre.

“El tercer hombre sonrió y dijo: ‘Ayudo a construir una casa de Dios’.”

Recuerden el viejo dicho: “La actitud determina la altitud”.

Debiéramos ser capaces de encontrar un buen propósito en nuestro trabajo, independientemente de su naturaleza. Cualquier trabajo honrado nos permite servir a Dios. El rey Benjamín, el profeta nefita, dijo: “Cuando os halláis al servicio de vuestros semejantes, sólo estáis al servicio de vuestro Dios” (Mosíah 2:17). Aun cuando nuestro trabajo nos permita proveer para nuestra familia, seguimos ayudando a los hijos de Dios.

El Señor no está complacido con los vagos ni con los ociosos. Él dijo: “No habrá lugar en la iglesia para el ocioso, a no ser que se arrepienta y enmiende sus costumbres” (D. y C. 75:29). Y también mandó: “No serás ocioso; porque el ocioso no comerá el pan ni vestirá la ropa del trabajador” (D. y C. 42:42).

Desde los comienzos de esta Iglesia, los profetas han enseñado a los Santos de los Últimos Días a ser independientes, valerse por sí mismos y evitar la ociosidad. Los verdaderos Santos de los Últimos Días no permitirán que otro lleve sobre sí la carga de su propio sostén. Jóvenes amigos: decidan aquí y ahora que, en la medida de lo posible de acuerdo con sus propias circunstancias, serán autosuficientes toda su vida.

Muchas de ustedes, jovencitas, son o serán madres y recibirán la bendición de pasar muchos años en casa criando a sus hijos. Puede que otras hermanas no lleguen a ser madres o, en caso de serlo ya, tal vez no puedan estar todo el tiempo en casa. Cualquiera que sea su situación, las insto a todas a seguir el consejo del profeta y obtener la máxima educación formal posible. En sí misma, la formación es valiosa y les brindará un sentimiento de seguridad mientras se hallen en casa criando a sus hijos. Si el futuro les tiene reservado un puesto en el mercado laboral, su formación les permitirá disfrutar de un empleo importante y bien remunerado.

El nuestro debe ser un trabajo íntegro que persiga una finalidad digna. Nuestro Padre Celestial no está complacido cuando recibimos ganancia que procede de fines malos u ociosos. El presidente Spencer W. Kimball lo expresó así: “Creo firmemente que quienes aceptan pagos o un salario por el que no han dado el tiempo, la energía, la entrega y el servicio [justos], están recibiendo un dinero que no es limpio” (en Conference Report, octubre de 1953, pág. 52). Son palabras fuertes, ¿verdad? Además, dijo que el dinero obtenido mediante prácticas malas, como el robo; el juego, incluidas las loterías; chanchullos; la venta de drogas ilícitas; la opresión de los pobres, etc., es dinero sucio.

El presidente Kimball definió la diferencia que hay entre el trabajo honrado y el trabajo malo:

“El dinero limpio es la compensación recibida por toda una jornada de trabajo honrado. Es el pago razonable por un servicio fiel. Es la ganancia justa por la venta de bienes, productos o servicios. Es el ingreso percibido por las transacciones que benefician a todas las partes.

“El dinero sucio”, añadió, “es aquel obtenido mediante el robo… el juego… actividades pecaminosas… la extorsión… y la explotación” (en Conference Report, octubre de 1953, pág. 52).

Aún hoy hay quienes ofrecen el señuelo del dinero fácil mediante atajos para hacerse rico rápidamente y tener una vida fácil. Oímos de eso todos los días. Esos ofrecimientos son espejismos y los profetas nos han aconsejado que evitemos la tentación del “dinero fácil”. No perdamos la capacidad de emitir buenos juicios, sopesar los riesgos y los beneficios y aferrarnos al verdadero sentido de la vida.

En el mundo laboral actual hay muchas personas espiritualmente insensibles por culpa de su mente carnal. Eviten a esas personas. Qué gran tragedia sería que, a causa de su empleo, entraran en contacto con los destructores de su espiritualidad, “Porque ¿qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?” (Marcos 8:36). El Señor nos ha dicho que “el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Corintios 2:14).

Evidentemente, debemos encontrar el equilibrio entre trabajo, descanso y recreación sana. Sin el trabajo, tanto el descanso como la sana recreación carecen de sentido. Un antiguo dicho dice: “Qué gran trabajo es no hacer nada”. El descanso no sólo es agradable y necesario, sino que se nos manda descansar en el día de reposo (véase Éxodo 20:10). El Señor promete a los que observan este día: “La abundancia de la tierra será vuestra” (D. y C. 59:10- 20).

Algunos de ustedes tal vez sepan que la hermana Sorensen y yo pasamos varios años en Asia. Allí oímos el viejo adagio: “Elige una ocupación que ames y jamás trabajarás ni un solo día de tu vida”. En ciertos aspectos me parece ilusorio. No quiero parecer sombrío, pero la verdad es que el trabajo no siempre resulta atractivo. Tal vez una máxima más adecuada sea el consejo del presidente Thomas S. Monson cuando dijo: “Elijan su amor y entonces amen su elección” (en Conference Report, octubre de 1988, pág. 82). En realidad, él hablaba del matrimonio, pero sus palabras también tienen aplicación al empleo de su elección. Elijan el trabajo que amen y amen su elección.

¿A dónde quiero llegar? Muchos se quedan atascados con la idea de que su trabajo debiera ser más gratificante, más glamuroso o menos monótono. Cuando las cosas se ponen difíciles, como siempre sucede, empiezan a pensar que su empleo no es como creían que era; nadie está contento con su suerte, y verán que dicen: “Si me hubiera dado por estudiar medicina en vez de leyes podría haber sido un gran médico”. “Ojalá tuviera ese empleo. Si yo fuera jefe como él, trabajaría muy duro, trataría bien a la gente y tendría éxito”.

La gente que cae en esta rutina suele tener problemas para destacar en cualquier profesión. Se enamoran de su trabajo pero luego les decepcionan las “cosas pequeñas y sencillas” y terminan por rendirse y tratar de alcanzar sus sueños mediante otra fantasía. Van de empleo en empleo sin dedicarle el tiempo necesario para alcanzar la excelencia (si mis palabras les molestan a algunos de ustedes, les invito a arrepentirse).

Una vez elegida su profesión, ¡ámenla! Ningún empleo es perfecto. Cada ocupación tiene sus problemas y sus días monótonos. Al igual que en el matrimonio, el éxito y la excelencia en el trabajo implican años y años de esfuerzos dedicados y persistentes.

Permítanme darles un ejemplo. Miguel Ángel, pintor y escultor de renombre, dijo lo siguiente sobre el trabajo: “Si se supiera cuánto me esfuerzo por dominar mi trabajo, mis obras no parecerían tan maravillosas”. Puede que algunos hayan visto algunas de sus obras, pero ¿cuántos se han parado a pensar en la, literalmente, dolorosa y tediosa labor de cincelar la estatua del David a partir de un único bloque de mármol? ¡Y crearla de 4 metros de altura! Sin duda, luchó y realizó cientos, o tal vez miles, de esculturas antes de crear esa obra maestra. ¡Qué trágico hubiera sido que después de extenuantes años trabajando el mármol Miguel Ángel decidiera que era una labor excesivamente compleja, tediosa y aburrida y que prefería ser escritor! ¡Cuán irónico habría sido que, una vez efectuado el cambio, hubiera descubierto que escribir también puede ser tedioso y aburrido!

Tendrán más éxito si persisten con entusiasmo en su trabajo a pesar de las deficiencias de su empleo y de las “cosas pequeñas y sencillas” de cada día. Concéntrense en su trayectoria y resistan la tentación de mirar a los lados. De hecho, me atrevo a decirles que no importa en absoluto el trabajo que elijan, pues disfrutarán de un gran éxito y terminarán por amar su empleo más de lo que se imaginan.

Unas palabras de consejo

Permítanme agregar unos cuantos consejos más.

Primero, esfuércense por llevarse bien con los demás. Formen parte de la solución y no del problema. Sean una luz, no un juez. Los estudios confirman una y otra vez que las personas no suelen perder sus empleos debido a la falta de conocimientos técnicos, sino que la dificultad estriba en que no son capaces de llevarse bien con sus compañeros. Soy consciente de que no se puede complacer a todos en todo momento, pero sí a la mayoría la mayor parte del tiempo, en especial si uno de éstos es su jefe.

Segundo, recuerden que la gente progresa muy poco cuando sólo puede compararse consigo misma. Les aseguro que he mejorado más en la vida y en mi negocio gracias a las críticas de otras personas y no tanto por las alabanzas recibidas. Aprendan a compararse con el criterio de otras personas. Si su jefe les dice que se enojan fácilmente, tómenselo en serio. Si su cónyuge les comenta que ustedes se enojan fácilmente, y lo mismo les dicen sus amigos, es probable que así sea. Cuando oigan esta clase de comentarios, escuchen antes de negarlos. Sopésenlos. ¿Creen que las prioridades están en orden? Independientemente de la crítica, aprendan a llevarse bien con los demás. Si lo desean, lo conseguirán.

Tercero, sean optimistas. No acepten el pesimismo, especialmente cuando vaya dirigido a su persona. No acepten palabras pesimistas sobre nuestro Padre Celestial. Consideren la fuente: proceden de Satanás. No acepten palabras pesimistas sobre los líderes de la Iglesia ni sobre la Iglesia. Hay que esforzarse para rechazar los mensajes de Satanás, pero esos esfuerzos nos producirán felicidad.

Me gustaría dirigirme ahora a los ex misioneros: no abandonen los principios, los hábitos ni las grandes experiencias de la misión. No descuiden su apariencia. Las Autoridades Generales no esperan que lleven corbata, camisa blanca y traje oscuro ahora que asisten a la universidad, pero sí deben conservar la buena presencia que adquirieron en la misión, pues les será útil en su trabajo. ¡Vístanse bien para tener éxito! Sus hábitos personales reflejan la limpieza, la dignidad y los principios del Evangelio que enseñaron siendo jóvenes misioneros y les servirán muy bien el entorno laboral.

Resumen

Mi mensaje de hoy podría resumirse en dos frases. La primera es del presidente David O. McKay: “Démonos cuenta de que el privilegio del trabajo es un don, que el poder para trabajar es una bendición y que amar el trabajo es todo un éxito” (Pathways to Happiness, 1957, pág. 381).

La segunda es de nuestro querido Profeta, el presidente Gordon B. Hinckley: “Gran parte del trabajo del mundo no lo hacen superdotados, sino gente corriente con una vida equilibrada que ha aprendido a trabajar de manera extraordinaria” (Our Fading            Civility, Brigham Young University Inauguration and Spring Commencement Exercises, 25 de abril de 1996, pág. 15). Hermanos y hermanas, en el camino encontraremos decepciones y desánimo.

Pero Orson F. Whitney nos consuela:

Ningún dolor, ninguna prueba se pierde. Antes bien nos educa, nos permite desarrollar cualidades como la paciencia, la fe, la fortaleza o la humildad. Todo lo que suframos y soportemos, y más si lo hacemos con paciencia, edifica el carácter, purifica el corazón, expande el alma, nos vuelve más tiernos y caritativos, más dignos de ser llamados hijos de Dios. Gracias al pesar y la aflicción, el trabajo y la tribulación, recibimos la educación que venimos a obtener y que nos permitirá ser más como nuestro Padre y nuestra Madre Celestial. (Citado en Spencer W. Kimball, Faith Precedes the Miracle, 1972, p 98)

Como un humilde siervo del Señor les prometo y les bendigo para que, si continúan observando las normas que el Señor nos ha dado en las Escrituras y por medio de Sus profetas, al estudiar, al orar y al pagar sus diezmos y ofrendas con el dinero que ganan en sus trabajos, tendrán más éxito en la vida y en su trabajo diario. Serán empleados mejores, más productivos y eficaces gracias al Espíritu del Señor que estará con ustedes para ayudarles y fortalecerles.

Les transmito un saludo especial de nuestro amado profeta, el presidente Hinckley. No hace mucho dijo durante un discurso a los miembros de su estaca: “Las cosas no son tan malas como a veces pensamos… Soy muy optimista respecto a la Iglesia. Y soy tremendamente optimista respecto a nuestros jóvenes. No tengamos miedo. No hay nada que temer cuando se vive el Evangelio y tomamos decisiones apoyándonos en él; si nos arrodillamos y oramos al Señor pidiendo Su luz, Su comprensión, Su guía y Su valor, no es necesario temer”.

Esta noche, deseo compartir mi testimonio con ustedes, queridos amigos. Creo en esta Iglesia. Creo en Jesucristo y en Sus palabras. Creo en lo que dijo cuando habló a los nefitas: “Yo creé los cielos y la tierra, y todas las cosas que en ellos hay. Era con el Padre desde el principio” (3 Nefi 9:15). Sé que es el hijo de Elohim, el Padre que creó a Adán y Eva. Sé que Él, el Hijo, nació de María en Belén de Judea. Sé, mis queridos amigos, que nació tal y como dice Mateo en los días del rey Herodes. Jesucristo dijo: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8:12). Creo en Jesucristo cuando dijo: “El que guarda mi palabra, nunca verá muerte” (Juan 8:51). Sé que Él y Su Padre se aparecieron al joven profeta José Smith.

Jesucristo puede ayudarnos en nuestro trabajo si le ayudamos a Él en el Suyo. “Los nombres de los justos serán escritos en el libro de la vida, y a ellos les concederé una herencia a mi diestra. Y ahora bien, hermanos míos, ¿qué tenéis que decir en contra de esto? Os digo que si habláis en contra de ello, nada importa; porque la palabra de Dios debe cumplirse” (Alma 5:58). Sé que tenemos un profeta viviente, Gordon B. Hinckley, que puede ayudarnos en nuestro trabajo si seguimos su consejo, y testifico de ello.

Ustedes, mis amados jóvenes amigos, son la esperanza de esta Iglesia; son la esperanza de las comunidades en las que viven. Ustedes serán los futuros líderes de esta Iglesia, los futuros líderes de las comunidades del mundo. Testifico humildemente que si ustedes trabajan para nuestro Padre Celestial y Su Hijo Jesucristo, él los bendecirá y los cuidará todos los días de su vida. Comparto mi humilde testimonio en Su santo nombre, a saber, nuestro Señor, nuestro Redentor, nuestro Salvador, sí, el Santo de Israel, Jesucristo. Amén.

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1 Response to La bendición del trabajo

  1. Avatar de Desconocido Anónimo dice:

    excelente enseñanza

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