El precioso don de la vista

El precioso don de la vista

Thomas S. Monsonpor Thomas S. Monson
Del Consejo de los Doce
Liahona Octubre 1965

Cuando Jesús anduvo entre los hombres y les enseñó, habló en un lenguaje fácil y compren­sible. Ora estuviese recorriendo el polvoriento camino de Perea a Jerusalén, enseñando a la multitud a orillas del mar de Galilea o deteniéndose junto al pozo de Jacob en Samaría, siempre enseñó por medio de parábolas. Jesús mencionó con frecuencia que debemos tener corazones que comprendan y sientan, oídos que oigan y ojos que realmente vean. Al con­templar esta multitud y participar del espíritu de esta conferencia, quiero dar gracias a mi Padre Celes­tial por los ojos que ven, los oídos que oyen y el cora­zón que comprende y siente.

Había un pobre ciego que para mantenerse, día tras día se sentaba en el mismo lugar, al borde de la acera en una de las calles más concurridas de una gran ciudad. En una mano sostenía un viejo som­brero lleno de lápices, y en la otra un tarrito de hoja­lata. Llamaba la atención del transeúnte en una forma sencilla y directa. “Soy ciego”, rezaba el cartelito que colgaba de su cuello. La frase en sí tenía un fin, y la acompañaba un cierto aire de tragedia.

Casi nadie se detenía a comprarle un lápiz o a dejar una moneda en el recipiente. Estaban muy ocupados con sus propios problemas. El tarrito nunca se había llenado ni siquiera hasta la mitad. Un hermoso día de primavera, un hombre se detuvo junto al ciego y con un lápiz de color agregó algunas palabras al cartel. Ya no decía solamente “Soy ciego”; ahora el mensaje decía: “Es primavera y soy ciego”. Despertó la compasión de los tran­seúntes. Muy pronto el tarrito rebozó de monedas. Quizá estas personas se sintieron conmovidas por las palabras de Charles L. O’Donnell: “Nunca he logra­do acostumbrar la vista a las sorpresas de los prime­ros días de primavera”.

Para los donantes, sin embargo, las monedas eran un sustituto inadecuado del deseo de poder restau­rarle la vista. ¿Os habéis enterado de la noticia que llegó de Sicilia hace algunos meses? “El martes, cinco hermanos, ciegos de nacimiento, por primera vez vislumbraron el mundo, y lloraron de alegría”. Los her­manos Rotolo fueron operados de cataratas congénitas. Mientras el cirujano, el doctor Luigi Picardo, cuidadosamente retiraba las vendas de sus ojos en un cuarto oscuro, ¡cómo rogaba que su trabajo tuviese éxito!

El primero en hablar fue el menor de los her­manos, Calogero, de cuatro años de edad. “¡La cor­bata—gritó, tirándole de la misma—puedo ver, pue­do ver! Al quitar las vendas de los otros hermanos, todos profirieron gritos de alegría. El padre apenas lo podía creer, cuando sosteniendo entre sus manos la carita de su hijo Carmelo de trece años le pre­guntó: “¿Puedes ver, hijito? ¿Puedes ver realmente?”

Para ese entonces, la madre, los doctores, en fin, todos, estaban llorando de alegría. El doctor Picar- do colocó nuevamente las vendas y lentamente salió de la habitación. Se sentó afuera en un banco y sollozó. “Nunca—nos dijo—he sentido tan extraor­dinaria serenidad, tanta felicidad.” Este hábil ciru­jano literalmente trajo el don de la vista a cinco niños que habían nacido ciegos.

Todos conocemos a muchas personas que no go­zan del sentido de la vista; y también conocemos a muchos otros que a pleno día caminan en tinieblas. Estos últimos nunca han usado el tradicional bastón blanco. Nunca han tenido un fiel perro que los guíe, ni llevan un cartelito que diga “Soy ciego”; pero están verdaderamente ciegos. Unos han sido cegados por la ira, otros por la indiferencia, la ven­ganza, el odio, el prejuicio, la ignorancia o el descui­do de sus oportunidades.

De estas personas el Señor ha dicho: “. . . Y con los oídos oyen pesadamente, y han cerrado sus ojos; Para que no vean con los ojos, y oigan con los oídos, y con el corazón entiendan, y se conviertan, y yo los sane”. (Mateo 13:15).

Bien se podrían lamentar diciendo: “Es prima­vera, el evangelio de Jesucristo ha sido restaurado, y aun estoy ciego.” Algunos, como el amigo de Felipe en la antigüedad, pedirán: «. . . ¿Cómo podré, (encontrar mi camino) si alguno no me enseñare?” (Véase Hechos 8:31). Otros son demasiado tímidos, demasiado temerosos de pedir ayuda para recobrar la vista.

El caso de los hermanos Rotolo estuvo en pri­mera plana en toda la nación. En miles de otros casos, la transición de la oscuridad de la desespera­ción a la luz espiritual se lleva a cabo sin alarde, sin publicidad, sin que el mundo se entere.

En Price, Utah, setenta y seis hombres, con sus esposas e hijos salieron de la oscuridad a la luz del entendimiento y la verdad, al viajar al templo de Manti para participar por primera vez en ordenanzas sagradas. Más de trescientos hombres, mujeres y niños vinieron de Denver, estado de Colorado para entrar al templo de Salt Lake City, con el mismo propósito. En Rigby, Idaho, en Alberta, Canadá, y en muchos otros lugares ha sucedido lo mismo. Cien­tos de personas han visto la primavera por primera vez.

Me referiré a dos comentarios típicos de aquellos que una vez estuvieron ciegos, pero que ahora cami­nan en la luz y la verdad, gracias a los esfuerzos de devotos maestros orientadores y a un programa lla­mado a veces “Proyecto para el Templo”, el cual tiene como fin reanimar a los hermanos inactivos.

Comentaba una familia en Utah: “Antes de ser activos en la Iglesia creíamos que llevábamos una vida normal. Teníamos nuestros problemas, nues­tros altibajos, pero había algo que faltaba en nuestro hogar: la unidad . . . unidad que sólo el sacerdocio puede traer. Ahora tenemos esta ben­dición, y el amor entre nosotros es mucho más grande de lo que pudimos haber soñado. Somos realmente felices.”

Otra familia dice: “Cada noche damos gracias por el obispado y los maestros orientadores que nos ayudaron a lograr bendiciones que parecían tan le­janas, tan imposibles de obtener. Ahora disfruta­mos de una tranquilidad mental que no admite des­cripción.”

Quienes han sentido la influencia del Maestro en sus vidas, no pueden explicar el cambio operado en ellos. Tienen el deseo de ser mejores, de servir fiel­mente, de ser humildes y vivir como el Salvador. Habiendo recibido la vista espiritual, y vislumbrando las promesas de la eternidad, se hacen eco de las palabras del ciego a quien Jesús devolvió la vista: “. . . Una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo.” (Juan 9:25.)

¿Cómo podemos explicar estos milagros? ¿Por qué esa actividad repentina después del largo sueño del hombre? El poeta, hablando de la muerte dice: “Dios lo tocó, y quedó dormido.” Hablando de su nuevo nacimiento, yo diría: “Dios los tocó, y des­pertaron.”

Hay dos razones fundamentales que explican este cambio de actitud, de hábitos, de acciones.

Primero, el hombre ha vislumbrado sus posibili­dades eternas y decide lograrlas. No puede con­formarse con la mediocridad cuando ha visto algo mejor a su alcance.

Segundo, otros hombres y mujeres, o aun jóvenes, han seguido la admonición del Salvador amando a sus semejantes como a sí mismos, ayudándoles a cristalizar sus sueños y llevar a cabo sus ambiciones.

El elemento de este proceso ha sido el principio del amor, descrito por el presidente McKay como el atributo más noble del alma humana.

Frecuentemente el amor de un niño puede con­mover el corazón del hombre y producir un cambio en su vida. El invierno pasado en una gran tienda, un niñito caminaba de la mano de sus padres; iban al departamento de juguetería para ver a Santa Claus. Sus padres no se llevaban bien últimamente. Cuando el pequeño se trepó a las rodillas de Santa Claus y éste le preguntó: “¿Y tú, qué quieres para Navidad?” “Quiero que mi papá quiera a mi mamá como la quería antes”—contestó. ¿Puede un padre oír tal súplica y no sentirse conmovido? ¿Puede una madre? “. . . Un niño los pastoreará.” (Isaías 11:6)

A menudo, el amor de una esposa paciente, tole­rante y comprensiva, despierta en el hombre el deseo de vivir una vida mejor, y de ser el esposo y padre que él sabe que debe ser.

Hace poco, tuve el privilegio de sellar en el tem­plo a una familia que conozco desde hace muchos años. La escena estaba colmada de tranquilidad. Las preocupaciones del mundo exterior desapare­cieron temporalmente. La quietud y la paz de la casa del Señor henchía el corazón de cada uno de los que estaban reunidos en la sala. Yo sabía que esta pareja había estado casada por dieciocho años y nun­ca había entrado al templo. Dirigiéndome al esposo, le pregunté: “Juan, quién es responsable de que este maravilloso acontecimiento se lleve a cabo?” Son­rió y señaló a su amada esposa que estaba sentada a su lado. Yo pensé que esta encantadora mujer nunca había estado tan orgullosa de su esposo como en esos momentos. Luego Juan me señaló a uno de los hermanos que servían de testigos y me dijo que también él había influido en su vida. Cuando los tres hermosos niños quedaron sellados a sus pa­dres, noté que las lágrimas inundaban los ojos de la hija adolescente, y se deslizaban suavemente por sus mejillas hasta caer en sus manos enlazadas. Eran lágrimas sagradas, lágrimas de suprema alegría, que expresaban silenciosa pero elocuentemente la grati­tud de un corazón demasiado henchido de alegría para poder hablar.

Entonces pensé: “Oh, ¿por qué esperar dieciocho años para recibir estas inapreciables bendiciones?”

Sin embargo, hay quienes piensan que por su negligencia, sus malos hábitos o por desviarse del camino recto, Dios los abandona, y no escucha sus ruegos, no ve sus apuros ni se compadece de ellos. Tales sentimientos no son compatibles con estas palabras del Señor:

«. . . Un hombre tenía dos hijos;

“Y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les re­partió los bienes.

“No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente.

“Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a fal­tarle.

“Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos.

“Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba.

“Y volviéndose en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre!

“Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti.

“Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros.

“Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó.

“Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo.

“Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies.

“Y traed el becerro gordo y matadlo, y contamos y hagamos fiesta;

“Porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado . . .» (Lucas 15:11-24.)

Si acaso hay alguno que se considera demasiado débil para cambiar los altibajos de su vida, o no se anima a hacer mejor las cosas por temor al fra­caso, no hay nada que pueda ayudarle tanto como las palabras del Señor:      «. . . Basta mi gracia a todos los hombres que se humillan ante mí; porque si se humillan ante mí, y tienen fe en mí, entonces haré que las cosas débiles les sean fuertes.” (Eter 12:27.)

Hay hombres y mujeres en todo el mundo que serían mejores si les ayudásemos. Tal vez son nues­tros vecinos, nuestros amigos, nuestros consocios; todos son nuestros hermanos.

La oración de mi corazón es que tales personas en todo el mundo respondan a la bondad y gentileza del Maestro, que tan voluntariamente murió para que podamos vivir eternamente, esperando que ten­gamos ojos que realmente vean, oídos que oigan y corazones que entiendan y sientan. En el nombre de Jesucristo. Amén.

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