Lecciones aprendidas durante Jornada de la vida

7 de noviembre de 1999

Lecciones aprendidas durante Jornada de la vida

Joseph B. Wirthlinpor el élder Joseph B. Wirthlin
del Quórum de los Doce Apóstoles

Charla fogonera del Sistema Educativo de la Iglesia celebrada en la Universidad Brigham Young el 7 de noviembre de 1999.

Algunas de las personas más felices que conozco no tienen nada de lo que, según insiste el mundo, uno debe tener para sentir satisfacción y gozo.

No me es difícil recordar el tiempo en que estudié en la universidad. Me encantaban muchas cosas de la vida universitaria; me gustaba aprender, me encantaba la camaradería estudiantil y adoraba el fútbol americano.

Siempre había soñado con jugar al fútbol a nivel universitario y durante mis tres primeros años allí, me puse el uniforme rojo y jugué de “defensor”.

En aquella época, el mundo estaba al borde del caos; había enconadas fuerzas políticas opuestas y la tensión repercutía por todas partes. Los países se provocaban entre sí, y daba la sensación de que todo el mundo estaba rugiendo como un volcán listo para entrar en erupción. Durante ese periodo, todo país y toda persona sentía los efectos de esos días difíciles.

Recuerdo cuando mi padre me habló luego de terminada la temporada de fútbol de 1936.

“Joseph”, me dijo, “¿deseas ir a la misión?”

Le dije que sí.

“Entonces debes ir ahora”, dijo. “Si esperas, nunca irás”.

Yo no quería creerle; deseaba hacer realidad mi sueño y continuar jugando al fútbol y graduarme en la universidad, porque si aceptaba un llamamiento misional, debía abandonarlo todo. En esos días, el llamamiento misional era de treinta meses y sabía que si aceptaba, habría una gran probabilidad de que nunca jugaría al fútbol otra vez y quizás ni siquiera me graduaría.

Sin embargo, sabía que lo que mi padre decía era verdad. Mi obispo era Marion G. Romney (1897–1988), quien más tarde fue miembro de la Primera Presidencia de la Iglesia. Él me había hablado sobre servir en una misión, y yo fui a verle para decirle que había llegado el momento de ir.

Pocos meses después me embarqué en el buque SS Manhattan y empecé un largo viaje que me llevaría al corazón de la crisis mundial. Mi llamamiento misional fue a la Misión Alemania–Austria.

Mi primer lugar de trabajo fue en Salzburg, Austria. No había suficientes misioneros y poco después de mi arribo, se transfirió a mi compañero a otro distrito de la misión, por lo que me encontré solo en Salzburg… un misionero joven en un lugar nuevo y desconocido.

Ocurría entonces otro suceso que no he mencionado: se estaba reuniendo un gran ejército del Tercer Reich de Hitler en la frontera, a unos 30 kilómetros de Salzburg. Por todas partes había un ambiente de creciente tensión. Nadie sabía si el día de mañana sería el momento en que los tanques Panzer se desbordarían por la frontera.

Recuerdo muy bien esos días. No creo que ha habido una época de mi vida en la que me haya sentido más desalentado, más perdido. La misión era difícil; nadie parecía tener tiempo para mí ni para el mensaje que llevaba y me preguntaba si algún día habría suficientes miembros en esa ciudad para crear un barrio.

Estuve solo seis semanas; durante seis semanas esperé un compañero; durante seis semanas me preguntaba qué estaría haciendo si me hubiera quedado en Salt Lake City y hubiera continuado mis estudios.

Aun cuando aquellos días y noches parecían interminables, finalmente pasaron. Llegó un compañero mayor y nos esforzamos al máximo por servir al Señor bajo esas circunstancias.

Ese año, al aproximarse la Navidad, decidimos caminar hasta Oberndorf, una pequeña aldea anidada entre los hermosos Alpes bávaros. Permítanme recordarles que la belleza y majestad de esa aldea inspiraron a Joseph Mohr a escribir en 1818 el hermoso himno “Noche de luz” (Himnos, número 127).

La víspera de Navidad caminamos a la aldea y por un rato nos sentamos en silencio en una iglesia pequeña y humilde para escuchar la hermosa música del órgano. Al regresar, lo hacíamos bajo una fría y despejada noche invernal. Caminamos bajo un cielo estrellado y sobre la quietud de la nieve recién caída; quizás ésa era una noche similar a la que inspiró al ayudante de un sacerdote protestante a escribir la letra de uno de los himnos más queridos de la cristiandad hace más de cien años.

Mientras caminábamos, mi compañero y yo conversamos sobre nuestras esperanzas y sueños; hablamos de nuestras metas y de lo que deseábamos que sucediera en nuestra vida. Cuanto más hablábamos, más empezamos a tomar en serio la idea de lograr aquello que nos proponíamos. Al caminar bajo la luz de la luna, ambos tomamos determinaciones solemnes.

Esa noche me comprometí a que no perdería el tiempo, que renovaría mis esfuerzos por servir al Señor. Tomé la decisión de que magnificaría cualquier llamamiento que recibiera en el reino del Señor.

Ésa fue también la noche en la que decidí con quién me casaría. No sabía su nombre, pero tenía en mente el tipo de persona que sería: una mujer que viviera el Evangelio y que fuera espiritualmente fuerte. Incluso se la describí a mi compañero: le dije que mediría 1,65 metros de estatura, que tendría ojos azules y cabello rubio. La hermana Wirthlin encaja en la descripción que hice de ella en aquella ocasión sin siquiera conocerla. Así que aquélla fue una noche importante para mí. Pasaron dos años y medio y, antes de que me diera cuenta, me encontraba de nuevo en mi hogar. Recuerdo que alguien mencionó un nombre: Elisa Rogers, una joven que estaba a cargo de un baile universitario en el Hotel Utah. Había algo especial en ese nombre y decidí que tenía que conocerla.

Recuerdo la primera vez que la vi. Como favor a un amigo, yo había ido a la casa de ella a buscar a su hermana. Entonces, Elisa abrió la puerta y yo me quedé mirándola: Allí estaba, hermosa, de 1,65 metros de altura, ojos azules y cabello rubio.

Ella debió haber sentido algo también porque las primeras palabras que me dijo fueron con un terrible error gramatical.

Pronto se dio cuenta de su horrible equivocación y se ruborizó. Para entender bien el problema, tengo que agregar que ella, en sus estudios universitarios, estaba especializándose en la gramática del idioma inglés.

Después de todos estos años, todavía recuerda la vergüenza de ese momento. Y por supuesto que el que yo siempre cuente la historia no sirve de mucho, pero espero que me perdone.

Han pasado seis décadas desde esa víspera de Navidad en Oberndorf cuando tomé esas decisiones. Mucho ha pasado durante esos años. El presentimiento que tenía en cuanto a jugar al fútbol fue correcto: nunca más jugué; aunque sí me gradué en la universidad. Sin embargo, no me he arrepentido jamás de haber servido en una misión ni de haberme comprometido a servir al Señor. Al hacerlo, mi vida ha estado llena de aventuras, de experiencias espirituales y del gozo que sobrepasa todo entendimiento.

Quizás muchos de ustedes puedan estar pasando por un momento en su vida en que se sientan un poco desilusionados o solos. Quizás se sientan un poco perdidos, quizás hasta un poco temerosos. Todos han sentido eso alguna vez en la vida; todos se han preguntado si su vida será feliz.

Hace más de dos milenios, Aristóteles sugirió que toda persona tiene el mismo objetivo básico: ser feliz (véase Ética Nicomáquea, libro 1, capítulos 4, 7). Después de haber vivido más de 80 años, he empezado a entender lo que hace feliz a la gente y le da éxito. Deseo hablarles de cinco puntos que, si los toman en serio y los llevan a la práctica en su vida, les traerán felicidad, éxito y el logro de una herencia en el reino celestial.

TENGAN FE EN SU PADRE CELESTIAL

Primero, tengan fe en su Padre Celestial. Él sabe quiénes son ustedes; les escucha cuando oran; les ama; está al tanto de ustedes; desea lo mejor para ustedes.

Luego de servir un tiempo en Salzburg, se me transfirió a Zúrich, en Suiza. Mientras estaba allí, se me acercó el hermano Julius Billeter, miembro de la Iglesia. Era un genealogista profesional y me dijo que, al hacer su trabajo, había encontrado varias personas con el apellido Wirthlin y se ofreció a investigar mis líneas familiares. Yo escribí a mi casa y mi padre consideró que era una buena oportunidad, así que lo contratamos.

Un año más tarde me entregó un libro de 36 centímetros de largo por 46 de ancho, que pesaba 6,2 kilos. Tenía casi 6.000 nombres de mis antepasados y era un volumen inapreciable que en verdad atesoré. Muy poco antes de mi relevo de la misión, empaqué el precioso libro en un baúl antiguo junto con otras posesiones y lo embarqué a casa. Rogué que llegara a salvo y que esa preciosa historia familiar no se perdiera.

Pero llegué a casa antes que el baúl. Es más, las semanas pasaron y el baúl no llegaba. Entonces, empecé a preocuparme de que ese libro irreemplazable se hubiera perdido. Seis meses después de mi arribo, recibí un telegrama de la estación de ferrocarril, con la noticia de que había llegado un baúl para mí. Me apresuré a buscarlo; pero al verlo, casi desmayo: el candado estaba destrozado.

Levanté la tapa y al ver el interior me sentí peor. Todo se había mojado con agua de mar, y además me di cuenta de que alguien había esculcado entre mis pertenencias y faltaban cosas.

Con cuidado saqué las capas de ropa en busca del preciado libro y, al encontrarlo, mi corazón rebosó de sorpresa y gozo. No sólo estaba allí, sino que las hojas estaban completamente secas. Sé que el libro fue preservado por intervención divina.

El Salvador preguntó: “¿No se venden dos pajarillos por un cuarto? Con todo, ni uno de ellos cae a tierra sin vuestro Padre.

“Pues aun vuestros cabellos están todos contados.

“Así que, no temáis; más valéis vosotros que muchos pajarillos” (Mateo 10:29–31).

Del mismo modo, si el salvar un libro del agua de mar es digno de atención celestial, ¿cuánto más interesado estará nuestro Padre Celestial en la vida y las necesidades de ustedes?

En una oportunidad, el presidente Thomas S. Monson, actualmente Primer Consejero de la Primera Presidencia, me dijo: “Existe una influencia celestial sobre todas las cosas. A menudo, cuando suceden las cosas, no es por accidente. Un día, cuando miremos atrás a aquello que pareció coincidencia en nuestra vida, nos daremos cuenta de que quizás, después de todo, tal vez no haya sido así”.

El Señor sabe de sus problemas, sabe de sus victorias, y si ustedes “[se fían] de Jehová de todo [su] corazón y no [se apoyan] en [su] propia prudencia…” sino que lo reconocen “en todos [sus] caminos… él enderezará [sus] veredas” (Proverbios 3:5–6).

ESTABLEZCAN METAS RECTAS

Segundo, establezcan metas rectas. Muchas cosas exigirán la atención de ustedes a medida que surcan el camino de la vida. Habrá innumerables distracciones; habrá personas y cosas que serán como dulces voces de sirenas, tentándoles a buscar las riquezas, el placer y el poder.

Éxito es una palabra seductora. Se han escrito miles de libros al respecto, en los que se promete dinero, libertad, ocio y lujos; miles de personas dicen tener fórmulas seguras para hacerse ricos. J. Paul Getty, por ejemplo, sugiere un proceso de tres etapas para hacerse rico. Uno, levantarse temprano; dos, trabajar duro; tres, encontrar petróleo.

Otras fórmulas, quizás más prácticas, recomiendan variaciones de un mismo tema: ustedes deben enfocar todos sus pensamientos, sentimientos y acciones en sus metas; deben desear la meta con toda la pasión de su corazón; deben enfocar sus pensamientos en su meta; deben concentrar todas sus energías en alcanzar la meta.

Por supuesto que cuando los aplicamos a lo que es justo, esos métodos pueden ser de gran valor. El problema es que, en la mayoría de los casos, la búsqueda de la riqueza, del placer y del poder lleva a un lugar que, a primera vista, parece ser deseable, pero cuanto más nos acercamos, tanto más nos damos cuenta de lo que se trata. El precio del éxito mundano muy a menudo se consigue por el precio de nuestra primogenitura. Los que lleven a cabo ese trueque se sentirán algún día como Esaú, que después de darse cuenta de lo que había perdido, “clamó con una muy grande y muy amarga exclamación” (Génesis 27:34).

Con frecuencia, otra trampa en la que caemos cuando nos obsesiona el éxito es que queremos pensar que lo hemos logrado gracias a nuestras habilidades físicas e intelectuales y olvidamos al Señor que nos ha bendecido y hecho prosperar.

Moisés dijo a los hijos de Israel: “no suceda que comas y te sacies, y edifiques buenas casas…

“y tus vacas y tus ovejas se aumenten, y la plata y el oro se te multipliquen, y todo lo que tuvieres se aumente…

“y digas en tu corazón: Mi poder y la fuerza de mi mano me han traído esta riqueza.

“Mas si llegares a olvidarte de Jehová tu Dios y anduvieres en pos de dioses ajenos, y les sirvieres y a ellos te inclinares, yo lo afirmo hoy contra vosotros, que de cierto pereceréis” (Deuteronomio 8:12–13, 17, 19).

¿Creen ustedes que pueden utilizar el dinero que han ganado en esta vida como moneda en la próxima? Pongan a nuestro Padre Celestial primero en su vida. Comprométanse a seguirle y a obedecer Sus mandamientos y a esforzarse cada día por llegar a ser más como Cristo. Enfoquen sus esfuerzos en obtener riquezas celestiales porque el hacer lo contrario los llevará finalmente a la desilusión y al dolor.

Acude a mi mente la parábola del Salvador sobre el hombre que trabajó arduamente para acumular riquezas. Tenía tantas posesiones que no tenía un lugar suficientemente grande para guardarlas, por lo que construyó inmensos graneros para almacenarlas. Su idea era que en cuanto encontrara un lugar seguro para todos sus bienes, podría descansar y llevar una vida de reposo, comiendo, bebiendo y regocijándose.

Pero cuando terminó sus edificios, “…Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será?” (Lucas 12:20).

La solemne pregunta que el Salvador hizo a los de Su época hace eco a través de los siglos: “Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?” (Mateo 16:26).

¿Es el dinero necesariamente malo? El gran profeta del Libro de Mormón, Jacob, contestó esa pregunta. Él enseñó a su pueblo: “Considerad a vuestros hermanos como a vosotros mismos; y sed afables con todos y liberales con vuestros bienes, para que ellos sean ricos como vosotros.

“Pero antes de buscar riquezas, buscad el reino de Dios.

“Y después de haber logrado una esperanza en Cristo obtendréis riquezas, si las buscáis; y las buscaréis con el fin de hacer bien: para vestir al desnudo, alimentar al hambriento, libertar al cautivo y suministrar auxilio al enfermo y al afligido” (Jacob 2:17–19).

Moisés dijo a la gente de su época: “Cuando haya en medio de ti menesteroso de alguno de tus hermanos en alguna de tus ciudades… no endurecerás tu corazón, ni cerrarás tu mano contra tu hermano pobre” (Deuteronomio 15:7).

TRABAJEN PARA ALCANZAR SUS METAS

Tercero, una vez que hayan establecido metas dignas, trabajen con todas sus fuerzas por alcanzarlas. En las palabras del presidente David O.McKay (1873–1970), cuando integraba el Quórum de los Doce Apóstoles: “Entendamos que el privilegio de trabajar es una dádiva, que el poder trabajar es una bendición, que el amor al trabajo es éxito” (en Conference Report, octubre de 1909, pág. 94; la letra cursiva es del artículo original).

El trabajo es la terapia del alma. El Evangelio de Jesucristo es el evangelio de trabajo. Yo creo que mucho del ocio que experimentamos es porque no comprendemos la expiación del Señor. Simplemente no podemos sentarnos sin hacer nada y esperar tener éxito en las cosas espirituales ni en las temporales. Tenemos que hacer todo lo que esté a nuestro alcance por alcanzar nuestras metas, y el Señor hará el resto.

Recuerden las palabras del presidente Gordon B. Hinckley: “La mayor parte del trabajo del mundo no la hacen los genios, sino gente común y corriente, con vidas equilibradas, que ha aprendido a trabajar de una manera extraordinaria” (“Our Fading Civility” [El declive de nuestra educación], discurso de apertura de cursos de la Universidad Brigham Young, 25 de abril de 1996, pág. 15).

Permítanme mencionar a una persona admirable que se responsabilizó de su vida e hizo algo con ella a pesar de sus humildes comienzos. Su nombre es Ben Carson. El doctor Carson nació y se crió en un barrio pobre de Detroit; creció en un hogar sin padre. Su madre asumió la responsabilidad de criar a la familia y ella le transmitió a su hijo ese sentido de la responsabilidad.

El doctor Carson decía que su madre preguntaba a menudo a sus hijos: “¿Tienen cerebro?”. Y si contestaban que sí, ella respondía: “Entonces debieron haber pensado en la manera de salir de esa situación. No importa lo que hizo Fulano ni Mengano ni nadie. Ustedes tienen cerebro, así que piensen y no se metan en problemas”.

El doctor Carson relata: “Empecé a entender que yo estaba en control, que podía llegar a donde yo quisiera llegar. La única persona que podía determinar o limitar mi éxito era yo. Una vez que entendí eso, dejé de verme como una víctima y me di cuenta de que no debía simplemente sentarme y esperar a que alguien hiciera algo por mí” (“Seeing the Big Picture: An Interview with Ben Carson, M.D.”, Saturday Evening Post, julio–Agosto de 1999, págs. 50–51).

El doctor Carson no se sentó a esperar a que alguien hiciera algo por él. Tomó control de su vida, estudió mucho y le fue bien, tan bien que llegó a ser médico. Progresó hasta llegar a ser el director de neurocirugía pediátrica del hospital para niños Johns Hopkins, en Baltimore, un hospital de fama mundial. En 1987 el doctor Carson realizó con éxito la primera intervención quirúrgica para separar hermanos siameses unidos en la parte trasera de la cabeza.

Sócrates dijo: “Los dioses nos dan todas las cosas buenas por el precio del trabajo” (Jenofonte, Recuerdos de Sócrates, libro 2, capítulo 1, sección 20).

El presidente Gordon B. Hinckley se hace eco de ese sentimiento: “No hay substituto bajo los cielos para el trabajo productivo”, dijo. “Es el proceso por el cual los sueños se hacen realidad. Es el proceso por el cual las visiones dormidas se trasforman en logros dinámicos.

“Es el trabajo lo que marca una influencia positiva en la vida; es el desarrollar nuestra mente y el utilizar las habilidades de nuestras manos lo que nos eleva por encima de la mediocridad” (citado en “Pres. Hinckley Shares 10 Beliefs with Chamber”, Church News, 31 de enero de 1998, pág. 3).

MAGNIFIQUEN SUS LLAMAMIENTOS

Cuarto, magnifiquen sus llamamientos y sean miembros fieles de la Iglesia. Cuando vamos a la Iglesia, nos rodeamos de gente que ha hecho los mismos compromisos que nosotros de obedecer los mandamientos y de seguir al Salvador.

Algunos incorrectamente piensan que la Iglesia es un lugar donde se reúne gente perfecta para decir cosas perfectas, pensar cosas perfectas y tener sentimientos perfectos. Permítanme disipar de inmediato esa idea. La Iglesia es un lugar donde nosotros, como personas imperfectas, nos reunimos para ayudarnos y fortalecernos unos a otros a medida que nos esforzamos por regresar a nuestro Padre Celestial. Cada uno de nosotros viajará por caminos distintos en esta vida terrenal. Todos progresaremos a un ritmo diferente. Las tentaciones que aflijan a su hermano quizás no les afecten a ustedes.

Nunca subestimen a los que sean menos perfectos que ustedes. Nunca se molesten porque alguien no pueda hablar tan bien como ustedes, dirigir como ustedes, servir como ustedes, tejer, labrar o brillar tan bien como ustedes.

La Iglesia es una sociedad de mejoramiento mutuo con la meta de ayudar a todo hijo e hija de Dios a regresar a Su presencia. Una forma de medir el valor de ustedes en el reino de Dios es preguntarse: “¿Cuán bien estoy ayudando a otros a lograr su potencial? ¿Apoyo a los demás miembros de la Iglesia o hablo de sus faltas y defectos?”. Si critican a los demás, están criticando al reino de Dios. Si edifican a otros, están edificando el reino.

Otra forma de saber su valor en el reino es preguntarse si están esforzándose enérgicamente por magnificar sus llamamientos en la Iglesia. Cuando magnifican sus llamamientos, no se contentan con un esfuerzo mínimo sino que se esmeran por servir con todo su corazón, alma, mente y fuerza.

Si no tienen un llamamiento en la Iglesia, sírvanse ir al obispo y decirle que están ansiosos de servir y deseosos de poner el hombro a la lid.

Al servir fielmente, el Señor estará con ustedes y sentirán Su Espíritu y Su mano guiadora.

Hace varios años, en una conferencia general, el élder Boyd K. Packer, del Quórum de los Doce Apóstoles, relató la historia de Joseph Millet, un miembro poco conocido de la Iglesia.

Ese hermano vivió durante los primeros días de la Iglesia y cruzó las praderas con otros fieles miembros para cultivar un desierto y encontrar un nuevo hogar. En esos días, la comida con frecuencia escaseaba, los inviernos eran particularmente difíciles y, a menudo, los alimentos que tenían no les alcanzaban para todo el invierno.

Joseph Millet escribió en su diario: “Uno de mis hijos me vino a decir que la familia del hermano Newton Hall no tenía pan; que ese día no habían comido.

“Entonces puse parte de mi harina en un saco para enviarla al hermano Hall. De pronto, él llegó.

“Yo le dije: ‘Hermano Hall, ¿es verdad que se le terminó la harina?’

“Él contesto: ‘No tenemos nada…’.

“ ‘Bueno’, dije, ‘ahí tiene algo en ese saco, hermano Hall; la puse aparte y estaba por mandársela ya que sus hijos les dijeron a los míos que ya no tenían’.

“El hermano Hall empezó a llorar. Dijo que había pedido ayuda a otros, pero no había podido obtener nada; entonces, se había alejado a unos árboles para orar y el Señor le dijo que fuera a ver al hermano Millet.

“Bueno, hermano Hall, no me tiene que devolver la harina. Si el Señor lo envió a buscarla, usted no me debe nada’ ”.

Esa noche Joseph Millet registró una frase notable en su diario personal: “Nadie podrá saber jamás el gozo que sentí al darme cuenta de que el Señor sabe de la existencia de tal persona como yo, Joseph Millet” (Diario de Joseph Millett, holografía, Archivos del Departamento Histórico, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días; citado en Boyd K. Packer, “A Tribute to the Rank and File of the Church,” Ensign, mayo de 1980, pág. 63).

Ésa es una sensación maravillosa, el saber que el Señor confía en nosotros y nos ama lo suficiente para utilizarnos para bendecir la vida de otras personas. Hermanos y hermanas, nuestro Padre Celestial desea utilizarlos a ustedes para el mismo propósito. A medida que magnifiquen sus llamamientos y hagan el bien, les prometo que el Señor derramará bendiciones de satisfacción y gozo sobre sus cabezas, hasta que no haya donde contenerlas.

DISFRUTEN DE LA JORNADA

Quinto, disfruten de la jornada. El pueblo de Dios es un pueblo alegre. Entendemos que hay momentos para ser serios, reverentes y devotos, pero también entendemos que poseemos los gozosos principios que llevan a la vida eterna. Tenemos tantas razones para sonreír, para ser felices, incluso para reírnos.

Son tantos los que siempre están esperando ser felices. “Si tan sólo pudiera graduarme; si tan sólo pudiera comprar un auto; si tan sólo pudiera casarme…” Para algunos, la felicidad está en el horizonte; es inalcanzable. Cada vez que subimos una colina, la felicidad nos llama tras la próxima.

Es algo terrible estar esperando siempre el mañana, dependiendo siempre del mañana, siempre buscando excusas para no disfrutar del presente porque estamos seguros de que sólo en el futuro tendremos lo que nos hará sentir realizados.

No esperen el mañana. No esperen el trabajo perfecto, la casa perfecta, el salario perfecto, el cuerpo perfecto. Sean felices hoy. Sean felices ahora.

Abraham Lincoln dijo: “La mayoría de la gente es feliz en la medida que deciden serlo”(en John Cook, recopilador, The Book of Positive Quotations, 1997, pág. 7).

Decídanse a ser felices, aun cuando no tengan dinero, aun cuando no sean guapos, aun cuando no ganen el Premio Nobel. Algunas de las personas más felices que conozco no tienen nada de lo que, según insiste el mundo, uno debe tener para sentir satisfacción y gozo. ¿Por qué son felices? Supongo que es porque no oyen muy bien. O porque escuchan muy bien lo que el corazón les dice: saben apreciar la majestad de la belleza de la tierra, de los ríos, de los paisajes y el canto de los pájaros. Disfrutan del amor de sus familias, del paso incierto de un niñito, de la sonrisa sabia y tierna de un anciano.

Sienten satisfacción por un trabajo honrado, se deleitan en las Escrituras, se regocijan en la presencia del Espíritu Santo.

Algo que sé con certeza es que el tiempo pasa demasiado rápido. No pierdan más tiempo sentados, permitiendo que la vida los pase de largo.

Permítanme darles un consejo más. Estén dispuestos a reír de ustedes mismos. Cuando se llamó al élder Matthew Cowley (1897–1953) al Quórum de los Doce Apóstoles, el presidente J. Reuben Clark (1871–1961) lo invitó a su oficina y conversó con él sobre su nueva asignación. El presidente Clark era uno de los grandes líderes y pensadores de la Iglesia. Había dejado el cargo de embajador de los Estados Unidos en México para aceptar el cargo en la Primera Presidencia de la Iglesia. Era un hombre acostumbrado a tener grandes responsabilidades.

Al acercarse a su fin la conversación entre el presidente Clark y el élder Cowley, el presidente Clark dijo: “Ahora bien, joven” [el presidente Clark llamaba “joven” a todos los miembros del Quórum de los Doce]. “Ahora bien, joven, no olvide la regla número seis”. “¿Cuál es la regla número seis?”, preguntó el élder Cowley. “No te tomes  muy en serio a ti mismo”. “¿Cuáles son las otras cinco?”,  preguntó el élder Cowley. El presidente Clark dijo: “No existen” (Matthew Cowley Speaks, 1954, págs. 132–133).

Algunas personas se toman tan en serio a sí mismas que creen que no se pueden sentir satisfechas hasta que se “encuentren a sí mismas”. Algunas abandonan a la familia, el trabajo o los estudios en esa búsqueda por descubrir quiénes son.

George Bernard Shaw dijo: “La vida no se trata de encontrarse a uno mismo, sino de crearse a uno mismo”. No se preocupen por buscar quiénes son, sino dirijan sus energías a crear la clase de persona que desean ser. Si lo hacen, descubrirán que al seguir esa jornada no sólo “se encontrarán a ustedes mismos”, sino que es muy probable que se sorprendan gratamente y sientan orgullo de la persona que llegaron a ser.

No demoren un minuto más. Cada momento es precioso. ¡Decidan ya que harán de sus vidas algo admirable!

No hace mucho tuve la oportunidad de regresar con la hermana Wirthlin al lugar donde empecé mi servicio misional. Mi asignación era organizar la Estaca Salzburg, Austria. Para mí, era como regresar a casa. Recordé los días en que caminaba por las calles empedradas y me preguntaba si alguna vez habría suficientes miembros para tener un pequeño barrio, y aquí estaba ahora, listo para organizar una estaca. Tenía el corazón rebosante de emoción al ver esa congregación de miembros fieles y recordar el tiempo que pasé allí.

Ahora, al mirar hacia el pasado, me pregunto si esas pruebas y esa soledad no hayan servido de instrumentos en el fortalecimiento de mi carácter y en mi deseo de tener éxito. Esa época que pareció de fracasos puede haber sido la más importante de mi vida porque me preparó para las cosas mayores que vendrían.

Mientras estuvimos allá, viajamos mi esposa y yo a Oberndorf y caminamos por el mismo camino por el que había caminado con mi compañero hacía tantos años. Y allí, ante las majestuosas montañas y la inmaculada belleza de esa pequeña aldea bávara, le relaté a ella una vez más sobre esa noche de paz cuando describí a mi compañero la mujer con la que me casaría.

Las decisiones que tomé esa noche sagrada en Oberndorf, Austria, han sido una firme guía a lo largo de mi vida. Aun cuando todavía tengo mucho por aprender y lograr, he hecho todo lo que está a mi alcance por tener fe en Dios, me he esforzado por centrarme en las cosas que son importantes en la vida, me he esforzado por trabajar duro en tareas justas, me he esforzado por magnificar los llamamientos que he recibido en la Iglesia y me he esforzado por disfrutar de la jornada.

Ruego que ustedes hagan lo mismo al crear de sus vidas algo digno de su herencia divina.

Testifico que el objetivo de mi misión en la lejana Europa es el mismo ahora que el de entonces: Testificar que tenemos un amoroso Padre Celestial y también a Su Hijo Amado, Jesucristo, quien nos dio la gran Expiación. Testifico que José Smith fue un profeta de Dios que recibió la plenitud del Evangelio eterno y estableció la Iglesia del Señor sobre la tierra en estos últimos días. Doy testimonio de que Gordon B. Hinckley es nuestro profeta, vidente y revelador hoy día.

A medida que busquen realizar sus deseos justos, el Señor estará con ustedes y guiará sus pasos. Él desea que sean felices y que tengan éxito, desea que vengan a Él. Ruego que encuentren paz y regocijo en su jornada por la vida.

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