Octubre 1971
Comencemos por el hogar
por el élder Boyd K. Packer
del Consejo de los Doce
Discurso presentado en la Conferencia General de la Sociedad de Socorro
Deseo dirigir hoy mis palabras a aquellas hermanas de la Sociedad de Socorro cuyos esposos no son en la actualidad activos en la Iglesia, o que todavía no sean miembros de la Iglesia. Al hacerlo, me doy cuenta de que me estoy dirigiendo a una vasta audiencia. A las que tienen la fortuna de que los esposos sean activos, hablaré a través de vosotras a las hermanas que necesitan alguna ayuda. Tal vez os hayáis percatado de que no dije nada de los que no son miembros. Simplemente me referí a aquellas cuyos esposos todavía no son miembros.
Durante las conferencias de estaca a las que concurrimos, tenemos siempre la oportunidad de conocer directores de estacas que se unieron a la Iglesia después de muchos años, a través del incansable aliento de una paciente, y a menudo sufrida esposa.
En muchas oportunidades he dicho que un hombre no puede resistirse a hacerse miembro de la Iglesia si su esposa en realidad quiere que lo sea, y especialmente si sabe cómo alentarlo para que finalmente se decida. Muy frecuentemente nos damos por vencidos con respecto a este problema. Pero no podemos darnos por vencidos. No podéis daros por vencidas, hermanas, ni en esta vida ni en la venidera. Jamás podréis daros por vencidas.
Muchas personas se han unido a la Iglesia ya casi en el ocaso de su vida, o luego de prolongar por muchos años su decisión antes de dar el paso definitivo. Luego viene el arrepentimiento por los años desperdiciados y la pregunta: «¿Por qué no me habré dado cuenta antes? Ya es muy tarde para aprender el evangelio como debo o progresar en él.»
Creo que deberíamos encontrar gran consuelo en la parábola del amo que contrató obreros para trabajar en su viña en horas tempranas de la mañana, conviniendo con ellos en pagarles un precio determinado. Luego, «halló a otros que estaban desocupados, y les dijo: ¿Por qué estáis aquí todo el día desocupados?
Le dijeron: Porque nadie nos ha contratado. Él les dijo: Id también vosotros a la viña, y recibiréis lo que sea justo» (Mateo 20:6-7).
Y así sucedió que aún a la hora undécima, El contrató a otros y los puso a trabajar. Y cuando llegó la noche les pagó a todos los obreros el mismo salario. Aquellos que habían llegado temprano murmuraron, diciendo: «Estos postreros han trabajado una sola hora, y los has hecho iguales a nosotros, que hemos soportado la carga y el calor del día.
El, respondiendo, dijo a uno de ellos: Amigo, no te hago agravio, ¿no conviniste conmigo en un denario?
Toma lo que es tuyo, y vete; pero quiero dar a este postrero, como a ti.
¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío? . . .» (Mateo 20:12-15).
El Señor en realidad no estaba hablando de dinero.
Las puertas del reino celestial se abrirán para aquellos que lleguen temprano o tarde. Hermanas, jamás os deis por vencidas. Si tenéis suficiente fe y deseos, todavía llegaréis a tener a la cabeza de vuestro hogar, a un padre y esposo que sea activo y fiel a la Iglesia.
Algunas que ya hace mucho tiempo que perdieron las esperanzas, han dicho amargamente: «Se necesitaría un milagro.» Y eso es lo que yo pienso, ¿por qué no? ¿Por qué no puede realizarse un milagro? ¿Existe acaso un mejor propósito que ése?
Durante la Conferencia General realizada en Inglaterra, les hablé a las hermanas de esta misma forma, alentándolas a que consideraran a sus esposos del mismo modo que si fueran miembros activos de la Iglesia, haciéndolo con la fe necesaria para que se lleven a cabo sus deseos. Hace unos días recibí una larga carta de una hermana que asistió a esa reunión. Sólo puedo leer una o dos frases.
«En mi bendición patriarcal,» dice, «se me dice que a través de la suave persuasión y guía, amorosa enseñanza y entendimiento, mi esposo ablandará su actitud con respecto a la Iglesia, y que dada la oportunidad, él aceptará el evangelio. Que encontrará dificultades, pero si abre su corazón y permite que el Señor y el Espíritu Santo influyan en él, entonces reconocerá el evangelio y seguirá su curso.
«Esto me preocupó,» continúa, «porque no siempre puedo ser suave, amorosa y comprensiva, sino que a veces me enojo con él, aun sabiendo que estoy actuando equivocadamente. Oré al Señor para que me ayudara, y esa ayuda me fue dada a través de sus palabras, cuando usted dijo que deberíamos tratar a nuestros esposos como si fueran miembros de la Iglesia.
«Eso fue precisamente lo que hice durante los días pasados y me ha ayudado tremendamente, porque si mi esposo fuera poseedor del Sacerdocio de Dios, entonces yo sería una esposa más obediente y honraría el sacerdocio.
«Ahora nos hemos acercado mucho, y me doy cuenta de que a menos que yo sea suave, amorosa y comprensiva ahora, no seré digna de ser honrada con el sacerdocio en mi hogar.»
Y luego agregaba con esperanzas esta hermana de Inglaterra: «Ojalá que mi esposo y yo, junto con nuestros seis hijos, podamos ser sellados en el sagrado Templo y servir al Señor como familia unida en Cristo.»
A fin de hacer posible milagros como éste, me gustaría hablar de lo que es el hombre y hacer algunas sugerencias con respecto a cómo enfocar este desafío.
Primero, prácticamente todo hombre sabe que debería dirigir rectamente la vida espiritual del hogar. Las escrituras lo dicen muy claramente, que «los hombres tienen el conocimiento suficiente para poder discernir el bien del mal. . .» (2 Nefi 2:5).
Frecuentemente, cuando la mujer se une a la Iglesia antes que el marido, y si ya es miembro cuando se casan, se convierte en la directora espiritual de la familia. Ante una situación como ésta, el padre no sabe cómo actuar, ya que reconoce que ella está ocupando un lugar que le correspondería a él. Quizás tema ofenderla, y dada esta situación, se sentirá incómodo, detenido en sus responsabilidades, y resistirá sin saber cómo luchar en contra de esta dirección espiritual de su esposa.
Existen sentimientos muy delicados relacionados con este problema y con el ego masculino, que toca el mismo centro de la naturaleza del hombre. Y debo decir con toda imparcialidad, que no es raro que la mujer sienta tal determinación de dirigir a su esposo hacia la Iglesia, que no se dé cuenta de que podría permitir que él fuera quien la guiara rápidamente hacia el mismo propósito.
Recordad queridas hermanas, que el hogar y la familia constituyen una unidad de la Iglesia. Una vez que reconozcáis esto, podréis saber en un sentido muy real, que cuando estáis en el hogar estáis en la Iglesia, o que por lo menos deberíais estarlo. Algunas veces nos hacemos la idea de que el hombre no es activo a menos que asista regularmente a las reuniones de la capilla. Recuerdo que en una oportunidad el presidente Lee dijo que alguien muy cercano a él, era inactivo, y que aún así él sabía que se trataba de un hombre santo. El mero acto de salir de la casa y dirigirse al otro edificio, constituye un símbolo de actividad en la Iglesia.
Esto se convierte entonces en lo primero que tratamos de hacer, hacer que asista a las reuniones de la capilla, cuando generalmente esto no constituye de ninguna manera el principio. Eso sucede más tarde. Ahora, permitidme haceros esta sugerencia: Es difícil conseguir que un hombre vaya a la Iglesia cuando no se siente a gusto en ella. Puede ser una experiencia completamente nueva y diferente para él, o tal vez todavía conserve algunos hábitos que debe superar, y su conciencia no le permita sentirse cómodo allí. Pero hay otra solución, y es la de hacer que se sienta como si estuviera en la Iglesia cuando está en el hogar.
No siempre apreciamos lo que hace cuando está en la casa. Es el ir a la capilla lo que se ha fijado en nuestra mente como el símbolo de la actividad en la Iglesia. Peto muchas veces pueden ser las cosas que hace en el hogar las que sean en cierto sentido más importantes.
Entonces es que surge la sugerencia: ¿Por qué no empezáis donde estáis, en el hogar? Y repito, si vuestro esposo no se siente cómodo yendo a la Iglesia, entonces haced todo lo posible para que se sienta como en la Iglesia mientras está en su casa.
¿Cómo podéis lograr esto? Creo que la Sociedad de Socorro puede contestar esta pregunta. Estoy convencido de que el desafío más grande que enfrenta la Sociedad de Socorro en la actualidad, es ayudar a que las hermanas alienten a sus maridos a llevar a cabo buenas obras.
Recientemente se realizó un estudio relacionado con familias cuyos padres son inactivos o no son miembros de la Iglesia. Estos padres estuvieron de acuerdo, después de alguna persuasión, de instituir en sus hogares el programa de la noche de hogar; gradualmente, fueron llevados a participar en el programa. Se sintieron atraídos porque esto se llevó a cabo en su propio y confortable medio ambiente, y podían realizarlo de acuerdo con sus propios deseos, ya que este es un programa que cuenta con el mérito de ser adaptable.
El resultado fue muy interesante. Cuando se sintieron cómodos con la Iglesia en su propia casa, comenzaron a asistir a las reuniones con sus familias.
El traer algunas de las cosas del cielo al hogar, es asegurarse de que los miembros de la familia participarán gradualmente de las actividades de la Iglesia. La noche de hogar, claro está, se adapta perfectamente a este requisito; es una reunión hecha en la casa, que puede ser organizada para ajustarse a todas las necesidades; y puede considerarse como si fuera una reunión de la Iglesia que se lleva a cabo en la capilla.
Tal vez sea necesario un milagro para que vuestros esposos se reactiven o se conviertan a la Iglesia. Algunos pensamos que un milagro sólo se lleva a cabo instantáneamente; pero sin embargo no es así, sino que los milagros pueden desarrollarse lentamente; la paciencia y la fe pueden precipitar acontecimientos que de otro modo nunca llegarían a suceder. A una hermana mía le llevó diecisiete años de paciencia, pero valió la pena. Conozco a un obispo a quien le llevó treinta años ser activo en la Iglesia; decía que no creía en que se debiera precipitar los acontecimientos.
Entonces, comenzad donde os encontráis en la actualidad, en el hogar; y tened paciencia, ya sea que os lleve poco tiempo o que tengáis que esperar mucho, o aun cuando sea necesario, toda una eternidad. Hay una escritura muy significativa en el libro de Eter: «. . . no contendáis porque no veis, porque no recibís el testimonio sino hasta después que vuestra fe ha sido puesta a prueba» (Eter 12:6).
Crear un cielo en vuestro hogar, ayudará mucho a llevar a cabo estos milagros.
Cuando una de las familias que tomaba parte en este experimento fue visitada después de varios meses de llevar a cabo la noche de hogar, se le hizo la pregunta, «¿Han tenido la noche familiar todas las semanas?»
La esposa respondió, «No estamos seguros. Hay una semana en la cual no sabemos si tuvimos noche familiar o no.»
Se le preguntó entonces, «¿Qué hicieron?»
Con lágrimas en los ojos ella dijo, «Esa fue la noche en que fuimos con nuestros hijos al templo para ser sellados.»
El esposo, que ya poseía el Sacerdocio de Melquisedec, lleno de gozo relató cómo la noche de hogar les hizo comprender la verdadera importancia de la vida familiar y la necesidad de la espiritualidad.
La esposa explicó: «La noche en que fuimos al templo era mi cumpleaños. No recibí ningún regalo porque ahora estamos pagando los diezmos y no teníamos ningún dinero extra.» Inmediatamente, mirando al marido dijo: «El regalo más preciado que recibí de ti, fue la noche en que nos llevaste al templo.»
Otra hermana dijo de su marido, «La mejor noche de hogar fue cuando mi esposo me enseñó la lección.»
Al oír esto el esposo respondió, «Pero, si no lo hice tan bien.»
Y ella dijo, «Pero lo hiciste. Estoy orgullosa de ti.»
Entonces él comentó: «Creo que lo hice bastante bien. Después de todo, siempre he sido la oveja negra; pero cuando le enseñé a mi propia familia, tuve un sentimiento que no había experimentado antes, y todo pareció cobrar sentido.»
Y ahora este hombre asiste a la capilla y es activo. Todo empezó con la Iglesia en el hogar.
Pero si el esposo en el comienzo no contribuye con la realización del milagro, entonces la mujer debe hacer el mejor de sus esfuerzos, presentándole el evangelio de tal modo que no pueda resistírsele.
Hace algunos años el hermano Tuttle y yo fuimos a ver a un director local de la Iglesia antes de trasladarnos a otra ciudad; él todavía no había llegado del trabajo y su esposa se encontraba atareada en la cocina, y nos invitó a que nos sentáramos junto a la mesa y esperáramos allí, mientras ella continuaba con su trabajo.
Mientras esperábamos, nos explicó que se había pasado la mayor parte de la tarde preparando una cena especial, la predilecta de su esposo. Poco antes de que él llegara, sacó del horno unos pasteles de cerezas, de los cuales nos ofreció insistentemente hasta que no pudimos resistirnos.
De pronto miró a su esposo, que se había sentado con nosotros, y yo pude imaginar lo que estaba pensando: «A él le gustaría comer un pedazo también; pero comer el pastel dulce le arruinaría el apetito para la cena. No es justo que los invitados coman y él esté sentado mirándolos, pero es que si come no disfrutará de la cena que tanto trabajo me dio preparar. ‘‘
Finalmente, la silenciosa lucha mental llegó a su fin cuando ella cortó decididamente otro pedazo de pastel notablemente más grande que los nuestros. Lo puso sobre la mesa delante de él, le hizo una amorosa caricia y dijo: «Querido, ¿no te parece que el evangelio así vale la pena?»
Más tarde, cuando le hice unas bromas con respecto a que estaba echando a perder al marido, ella dijo: «Lo tengo asegurado; yo sé cómo tratar a un hombre.»
Repito que el desafío más grande que enfrenta la Sociedad de Socorro en la actualidad, es ayudar a las esposas de estos centenares de miles de hombres, a alentar a sus esposos, a hacer de sus hogares un cielo. Hermanas, haced que el evangelio valga la pena para ellos, y luego hacedles saber que ese es vuestro propósito.
La mayoría de las mujeres esperan que los hombres perciban esas cosas, y se irritan y algunas veces hasta se enojan cuando ellos no lo hacen. Pero es que los hombres no son tan sensibles. Un hombre puede tener «la cabeza muy dura» o pueden «resbalarle» este tipo de cosas. Cuando una de vosotras piensa o comenta con alguien: «Pero es que él debería saber que eso es lo que yo más deseo,» tal vez en realidad él debiera saberlo, pero probablemente no lo sepa y sea necesario que alguien se lo diga.
Ayer precisamente, un maestro orientador me contó que en una reunión familiar estaba tratando de lograr que el padre ofreciera la oración, pero él se negó y se sentó en el sofá; finalmente se arrodilló, pero no quiso orar. Su esposa dio entonces la oración, y entre lágrimas volcó todo su corazón al Señor, rogándole por aquello que más deseaba.
Cuando terminó la oración, el marido, que creo que en muchos sentidos es un hombre muy inocente, dijo sorprendido: «Yo no sabía eso; no sabía qué era lo que tú más querías. Te prometo que en el futuro vas a ver algunos cambios en mí.»
Él tiene que saber, necesita que le digan que su esposa se preocupa tanto por el evangelio pero que se preocupa infinitamente más por él, como consecuencia del evangelio y por lo que significa para ella. Haced saber a vuestros esposos que vuestra bondad como esposa, como madre y como compañera de amor, se desarrolla y crece por vuestro testimonio del evangelio.
Y ahora quisiera decir algo a las hermanas que están solas. Sería conveniente que reconstruyera la frase ya que nadie se encuentra solo. Me refiero a vosotras, las que no habéis tenido el privilegio de casaros o que hayáis perdido vuestros esposos a través de la tragedia del divorcio o tal vez por medio del inevitable llamado de la muerte.
Algunas de vosotras estáis luchando completamente solas, para criar a vuestros hijos, basadas a menudo en magros presupuestos, sufriendo un vacío y una soledad que no deseasteis. Sé que existe un gran poder de compensación; sé que existe un espíritu que puede daros el poder para ser padre y madre al mismo tiempo, si esto es necesario.
En nuestro pequeño círculo de las Autoridades Generales hay más de un hombre que fue criado en el hogar de una solícita y amante madre viuda. Yo oí a uno de ellos brindar su testimonio en una conferencia, de que en los días de su niñez, ellos tenían todas las cosas que el dinero no podía comprar.
Está el refugio del sacerdocio, hermanas, bajo el cual podéis protegeros; está el obispo, que actúa como padre del barrio; permitidle ayudaros, así como a los otros poseedores del sacerdocio por él delegados. Permitid que vuestros maestros orientadores os ayuden, especialmente cuando se trate de problemas que necesiten la influencia del hombre con respecto a la crianza de los muchachos.
Recordad que no estáis solas. Os acompaña el Señor que os ama, que os cuida, y el poder del Espíritu, que compensa todas las cosas.
Y entonces a vosotras también os digo, que jamás debéis daros por vencidas. Nunca, ni en este mundo ni en el venidero. Porque habrá un tiempo en que todas las cosas serán juzgadas, y como el Señor lo dijo en esa parábola:
«. . . y os daré lo que sea justo» (Mateo 20:4).
Existe una interesante escritura en Alma: «. . . mas he aquí, te digo que por medio de estas cosas pequeñas y sencillas se realizan las grandes; y en muchos casos, los pequeños medios confunden a los sabios» (Alma 3 7:6).
Entonces, aquí tenemos a una hermana de la Sociedad de Socorro, una amante madre con una cuchara y una taza, con un delantal y una escoba, con una asadera, una batidora, un tenedor y un cuchillo, con un gesto maternal, con paciencia, con benignidad, con afecto, con la aguja y el hilo, con una palabra de aliento, con ese poco de fe y determinación para construir el hogar ideal. Con todas estas pequeñas cosas, vosotras y la Sociedad de Socorro pueden ganar para sí, para la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y para el Señor, la fortaleza y el poder de una familia compacta, sellada por el tiempo y por toda la eternidad; un gran ejército de hombres, algunos deseosos y dignos, otros que todavía no lo son, pero que deben servir en el ministerio de nuestro Señor; hombres que ahora están hechos a un lado; esposos y padres que no comprenden—algunos ni siquiera desean comprender—que han de ser- fortalecidos por la ayuda del Señor que realmente se preocupa por ellos.
Que Dios os bendiga, hermanas. Que bendiga a todas las viudas y a quienes estén criando familias sin la ayuda de un esposo. Que bendiga a los cientos de miles de esposas y madres, para que a través de la Sociedad de Socorro puedan ser fortalecidas hasta el fin, para que sus sueños se hagan realidad.
Él es el Cristo; Él vive; ésta es su Iglesia, Los días de los milagros no han cesado. Y estos son los milagros que pueden llevarse a cabo. De esto os dejo mi testimonio, en el nombre de Jesucristo. Amén.
























