Octubre de 1972
Justicia para los muertos
por el presidente José Fielding Smith
Ya que el Todopoderoso gobierna el universo entero mediante leyes inmutables, el hecho de que el hombre, que representa a la más grande de todas sus creaciones, debe obedecer en forma especial dichas leyes, debería ser aceptado por toda la gente. El Señor declaró esta verdad en forma breve y convincente, en una revelación dada a la Iglesia:
«A todos los reinos se ha dado una ley;
«Y hay muchos reinos; porque no hay espacio en el cual no hay reino; ni hay reino en el cual no hay espacio, sea un reino mayor o menor.
“Y a cada reino se ha dado una ley; y cada ley tiene también ciertos límites y condiciones.
«‘Todos los seres que no se sujetan a esas condiciones no son justificados» (D. y C. 88:36-39).
Esta verdad es evidente. Es por lo tanto razonable que esperemos que el reino de Dios sea gobernado por la ley y que todos aquellos que deseen entrar a dicho reino, se adhieran y estén sujetos a dicha ley. «He aquí, mi casa es una casa de orden, dice Dios el Señor, y no de confusión» (D. y C. 132:8).
El Señor le ha dado al hombre un código de leyes que llamamos el evangelio de Jesucristo. Debido a la falta de inspiración y guía espiritual, los hombres pueden diferir con respecto a estas leyes y su aplicación, pero difícilmente puede existir ninguna disputa con respecto al hecho de que tales leyes existen en realidad, y que todo aquel que desee entrar en el reino de Dios, debe sujetarse a ellas.
Nosotros enseñamos como fundamentos, primero, fe en Dios el Padre, en su Hijo, y en el Espíritu Santo; segundo, arrepentimiento sincero de todo pecado; tercero, bautismo por inmersión para la remisión de los pecados; cuarto, la imposición de manos para conferir el don del Espíritu Santo. Ningún hombre puede entrar en el reino de Dios sin cumplir primero con todos estos requisitos. Esto es virtualmente lo que el Señor le declaró a Nicodemo cuando dijo: «De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios» (Juan. 3:5).
Este edicto tiene que ser aceptado como verdadero y definitivo por todos aquellos que profesen creer en nuestro Salvador. Sin embargo, en los siglos pasados y aún ahora, en muchas de las llamadas comunidades cristianas, las equivocadas aplicaciones de esta doctrina han guiado a la comisión de serios errores, e inadvertidamente, a la perpetuación de graves pecados. Me refiero a la doctrina que proclama que todo aquel que no haya profesado en la carne la creencia en nuestro Señor, o haya oído hablar de El antes de que la muerte lo quitara de la tierra, son para siempre condenados sin tener medios de escape de los tormentos del infierno. Esta falsa idea y aplicación de la verdad del evangelio ha sido una enseñanza del llamado cristianismo, desde los primeros siglos de la fe hasta nuestra era, aun cuando nunca formó parte del evangelio de Jesucristo.
En su «Divina Comedia», Dante pinta la doctrina de la condenación de las almas infortunadas que murieron sin el conocimiento de Cristo, doctrina que se enseñaba en el siglo XIII. De acuerdo con la obra, Dante se halla perdido en el bosque, donde se encuentra con el poeta romano Virgilio, quien le promete mostrarle los castigos del infierno y el purgatorio, pasando más tarde a tener una visión del paraíso. Dante sigue a Virgilio a través del infierno y más tarde hacia el limbo que es el primer círculo del infierno. Allí se encuentran confinadas las almas de aquellos que vivieron vidas virtuosas y honorables pero que, no habiéndose bautizado, merecieron el castigo y se les negó la eterna bendición de la salvación. Dante queda maravillado al mirar a estas almas miserables que residen en la esfera superior del infierno, entre las cuales ve muchos y grandes personajes, y tanto niños, como mujeres y hombres.
El guía le preguntó si no estaba interesado en saber acerca de los espíritus que estaba viendo.
Dante le manifestó el deseo de saber, por lo que el guía le explicó que eran almas que no habían pecado, y que a pesar de haber hecho méritos en la vida, no había sido suficiente, ya que no habían sido bautizados, y que aunque se encontraban viviendo en el cristianismo, no habían adorado a Dios; y él era uno de éstos.
Que por tales defectos y por ninguna otra falta, se encontraban perdidos; y así afligidos vivían sin esperanza, en el deseo.
En respuesta al diligente interrogatorio de su invitado mortal, quien deseaba saber si los que así eran castigados alguna vez tendrían el privilegio de levantarse de su triste condición de tormento, el espíritu poeta declara que los justos que conocieron a Dios, desde nuestros primeros padres hasta el tiempo de Cristo, han sido exaltados. Pero de estos desafortunados que nunca oyeron acerca de Cristo, le dijo que podía estar seguro de que no había espíritu humano que jamás hubiera sido salvo.
Sin embargo, Dante no fue el autor de esta desafortunada y errónea doctrina, sino que teniendo su origen en las enseñanzas de Jesucristo, proviene de los primeros tiempos de la apostasía.
El historiador Mothey, en su «Surgimiento de la República Holandesa», relata el siguiente incidente ocurrido cuando el cristianismo había sido recién introducido en Europa Occidental. Radbod, un caudillo frisio que aparentemente se había convertido, había pedido ser bautizado, y en aquellos tiempos bajaban a las aguas y eran sumergidos para efectuar la ceremonia. Mientras se encontraba en el agua esperando que se llevara a cabo la ceremonia, Radbod, dirigiéndose al sacerdote Wolfran, le preguntó: «¿Dónde se encuentran en la actualidad mis antepasados muertos?» El imprudente sacerdote, replicó con más celo que sabiduría: »En el infierno, junto con los otros infieles.» «Perfectamente,» replicó el pagano caudillo saliendo del agua y con la ira encendida, «entonces prefiero celebrar con mis antepasados nuestra reunión,en las mansiones de Odín, en lugar de morar con vuestra banda de hambrientos cristianos en el cielo.» (Vol. 1, pág. 20.) Bajo similares circunstancias, ¿qué respuesta habría dado usted?
Qué vergüenza es que esta misma atroz doctrina haya venido resonando desde el distante día del obscurantismo espiritual, y haya hecho resonar su repique de tormento en forma repetida en los oídos de las almas que han buscado la salvación de los seres amados que han dejado este mundo con anterioridad. Bien recuerdo la angustia en el corazón de una amorosa madre a quién el bien intencionado, pero equivocado sacerdote, le había dicho que su infante muerto estaba eternamente perdido porque no había sido bautizado.
Yo me encontraba de visita en la casa de esta mujer, que me relató el siguiente acontecimiento: Algunos años antes había perdido a una pequeña criatura, que no había sido llevada para que el ministro la rociara con agua, muriendo por lo tanto en esa condición. Los padres consultaron con el ministro y le pidieron que dirigiera el funeral y le brindara a su pequeño cristiana sepultura; sin embargo, este humilde pedido fue solemnemente—y sin embargo, brutalmente—denegado. El ministro les dijo que la criatura estaba perdida para siempre. Con el corazón destrozado, sepultaron al pequeño del mismo modo que podía haber sido enterrado un prófugo, sin los ritos de la Iglesia y sin «‘cristiana sepultura.» ¡Cómo padecieron los corazones de esos buenos padres! ¡Cómo fueron despedazados sus sentimientos!
Por varios años esta madre, con fe en las enseñanzas de ese sacerdote, sufrió la más grande y cruel agonía mental. Sabía que no era culpa de su hijo el que no hubiera sido bautizado, porque él era inocente de cualquier mal. ¿No era entonces acaso su propia culpa? Y, como consecuencia de esta falsa enseñanza, ¿no se sentía ella misma la única responsable por el eterno sufrimiento del pequeño? Se sintió como el asesino arrepentido que no puede restaurar la vida que ha quitado, y en la angustia de su alma sufrió el castigo de los condenados.
Fue un día feliz cuando yo llegué a la casa de aquella atormentada madre. Aun ahora puedo ver el gozo que experimentó cuando le expliqué que esa doctrina era falsa, tan falsa como las profundidades del infierno de donde procedía. Le enseñé que esa no es la doctrina de Jesucristo, quien amó a los pequeños y declaró que ellos pertenecían al reino de los cielos; le leí las palabras pronunciadas por Mormón a su hijo Moroni, en el Libro de Mormón, y le expliqué que el Señor le reveló a José Smith que «todos los niños que mueren antes de llegar a la edad de responsabilidad»—o sea a los ocho años— «se salvan en el reino de los cielos» (Enseñanzas del Profeta José Smith, pág. 125). Si, el Señor lo dio a conocer en este glorioso día de la restauración:
«Todos los que han muerto sin el conocimiento de este evangelio, que lo habrían recibido si se les hubiese permitido quedar, serán herederos del reino celestial de Dios; también todos aquellos que de aquí en adelante murieren sin saber de él, que lo habrían recibido de todo corazón, serán herederos de ese reino; pues yo, el Señor, juzgaré a todos los hombres según sus obras, según el deseo de sus corazones» (Enseñanzas del Profeta José Smith, pág. 125).
El evangelio de Cristo es evangelio de misericordia. Es también evangelio de justicia; tiene que serlo, porque procede de un Dios de misericordia y no de un cruel monstruo, tal como algunos religiosos continúan creyendo y declarando:
«Por el decreto de Dios, para la manifestación de su gloria algunos hombres y ángeles están predestinados a la vida eterna, y otros preordenados a la muerte eterna. Estos ángeles y hombres, son así presdestinados y preordenados en forma individual e inmutable; y su número es tan cierto y definitivo que no puede ser aumentado ni disminuido.»
¿No es horrible contemplar que una verdad del evangelio haya sido pervertida y corrompida hasta llegar a convertirse en tal abominación? La justicia al igual que la misericordia, aboga por aquellos que murieron sin el conocimiento del evangelio. ¿Cómo podría administrarse la justicia si todas las innumerables multitudes que murieron sin el conocimiento de Jesucristo fueran consignadas eternamente, sin esperanzas, a la condenación del infierno, aun cuando su tormento se encontrara en el primer círculo del lugar de los condenados?
La escritura dice: «Justicia y juicio son el cimiento de tu trono; misericordia y verdad van delante de tu rostro» (Salmos 89:14).
La misericordia y el amor de un Dios justo alcanzan a todos sus hijos. En la restauración del evangelio a través del profeta José Smith, el Señor renovó su proclamación de la salvación de los muertos; El ha declarado:
«¡Regocíjense vuestros corazones y llenaos de alegría! ¡Prorrumpa la tierra en canto! ¡Alcen los muertos himnos de alabanza eterna al Rey Emmanuel, quien decretó, antes de existir el mundo, lo que nos habilitaría para redimirlos de su prisión; porque los presos quedarán libres!» (D. y C. 128:22).
























