Tribunales de amor

Tribunales de amor

Robert L. Simpsonpor el élder Robert L. Simpson
Ayudante del Consejo de los Doce
Discurso pronunciado en la Conferencia General, el 9 de abril de 1972


Aclaraciones en cuanto a los propósitos y funciones del tribunal del obispo y consejo a los obispos

Mis queridos hermanos: estoy muy agradecido a mi Padre Celes­tial por el espíritu de este día, y especialmente porque he sido precedido por estas hermanas de la Primaria. La Primaria ha signifi­cado mucho para mí en mis respon­sabilidades de los últimos años, y su canto me ha brindado la paz y el sentimiento que necesito en este momento.

Qué experiencia tan maravillosa ha sido sentarme aquí hoy día y contemplar la creciente sección de líderes de allende el mar; y estoy seguro de que la palabra del Señor, tal como se encuentra en la sección 33 de Doctrinas y Convenios, se está cumpliendo:

“Y aun así juntaré a mis electos de los cuatro cabos de la tierra, aun a cuantos creyeren en mí y escucharen mi voz» (D. y C. 33:6).

Y cuán maravilloso es ver a estos líderes que han escuchado, que han obedecido, que han sido dignos y fieles y se encuentran dignos para ser contados como di­rectores en sus áreas respectivas.

Al escuchar al Profeta esta ma­ñana así como a los demás her­manos que han tomado la palabra, acudió a mi mente el gran pasaje de escritura que oímos tan a menu­do: «Lo que yo, el Señor, he habla­do, he dicho, y no me excuso; . . . sea por mi propia voz, o por la voz de mis siervos, es lo mismo» (D. y C. 1:38).

Verdaderamente es lo mismo, y cuando un Profeta de Dios se dirige a nosotros, indudablemente estamos escuchando la voluntad del Señor.

Permitidme tomar unos breves segundos para rendir tributo a dos de los hombres más maravillosos que he conocido en mi vida: el obispo Vandenberg y el obispo Brown. Estos dos grandes com­pañeros han significado tanto para mí y me han dado tanto durante mi vida, como lo han hecho con voso­tros durante sus viajes por toda la Iglesia.

Nunca he conocido a un hombre de mayor valor e integridad que el obispo John H. Vandenberg; nunca he estado con una persona tan capacitada en asuntos adminis­trativos y con una mayor habilidad para organizar que el obispo Víctor L. Brown. Estos hombres son de mucho valor para la obra del Señor, y me siento muy agrade­cido por la bendición que obtuve de mi relación con ellos.

Al viajar por toda la Iglesia durante los últimos diez años y medio, qué gran gozo ha sido conocer a tantos de nuestros obis­pos,, presidentes de estaca, hombres que han sido designados como jueces comunes en Israel, hom­bres que actúan como guardianes del rebaño, hombres a los que se ha dado un puesto y una responsa­bilidad incomparables. Quisiera tomar unos minutos en esta sesión de nuestra conferencia para discu­tir lo que yo creo que sea quizás la reunión más mal interpretada de todas las que se efectúan en la Iglesia. Me refiero al tribunal del obispo; y quisiera comenzar rela­tando una historia.

El breve episodio que voy a relatar es verídico, y los hechos son exactos porque los que estu­vieron presentes nunca los olvi­darán.

Era ya muy tarde; la habitación estaba tranquila excepto por los sollozos audibles de un joven que acababa de recibir el veredicto de un tribunal de la Iglesia. La justicia había tomado su curso; aparente­mente no había ninguna alterna­tiva y la decisión unánime, después de una seria deliberación, ayuno y oración, fue la excomunión.

Después de unos minutos, un rostro abrumado levantó la vista, y la voz del joven rompió el silen­cio cuando dijo: «Acabo de perder la cosa más valiosa de mi vida, y nada se interpondrá en mi camino hasta que la haya recobrado.»

El procedimiento que llevó hasta la corte no fue fácil. Cierta­mente, el valor es un factor muy importante para cada persona que se haya deslizado seriamente pero que desee volver al lado del Señor.

Después de concluir la reunión, los comentarios que siguieron a la dramática declaración del joven de su esperanza para el futuro fueron muy alentadores. De algunos hubo firmes promesas de ayuda durante los meses siguientes de su arrepen­timiento continuo; de otros, una palmada en la espalda y un apretón de manos, con una seguridad que transmitía un sentimiento de con­fianza y compañerismo. Entre todos los presentes en esa reunión reinaba la plena seguridad de que todo podría recobrarse en la vida de este joven si se hacía de acuerdo con la voluntad del Señor.

Este joven acababa de dar su primer gran paso. Como miembro excomulgado de la Iglesia y con un corazón resuelto a arreglar las cosas, se encontraba en mejores condiciones que hacía unos días, cuando su registro de miembro se encontraba intacto, pero en su corazón llevaba el engaño que parecía exclamar la palabra hipó­crita con cada acción que desem­peñaba en la Iglesia.

Este episodio se llevó a cabo hace algunos años. La promesa del joven ha sido cumplida, y en mi opinión no hay miembro que esté más firme en la Iglesia que aquel que ha tenido el valor de confesarse con su autoridad del sacerdocio y poner las cosas en orden con su Maestro. Qué alivio tener nueva­mente la paz que «sobrepasa todo entendimiento.»

Los tribunales del sacerdocio de la Iglesia no son tribunales de retribución; son tribunales de amor. ¡Oh, si los miembros de la Iglesia pudiesen comprender esta verdad!

El adversario infunde un temor en el corazón del transgresor, lo cual le dificulta hacer lo que debe hacerse; y en las palabras de James E. Talmage: «Al paso que se va demorando el arrepentimiento, la habilidad para arrepentirse se va debilitando; el pasar por alto las oportunidades en cuanto a cosas santas produce la inhabilidad» (Artículos de Fe, pág. 126). Esto sim­plemente significa que hacer lo que se requiere nunca será más fácil que ahora mismo. Tal como en los demás senderos y guías que se nos han provisto para lograr nuestro destino eterno de exaltación, no hay atajos.

Nuestro Padre Celestial no es antiprogresista: Él es el autor del progreso eterno. Estas son sus palabras: «Porque, he aquí, esta es mi obra y mi gloria: Llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre» (Moisés 1:39).

El logro de nuestra vida eterna le añade gloria a su nombre, y es el único objetivo aceptable para un verdadero Santo de los Últimos Días.

O en palabras más sencillas, nuestra misión aquí en la tierra es vencer las debilidades de la carne y todas las irregularidades en nuestra vida, hasta el grado de que el control de nuestros deseos personales sea suficiente para crear un modelo de vida y pensamiento diario, que sea compatible con la Santa Presencia.

No seáis engañados por la doc­trina del adversario de que cierta­mente habrá un punto mágico en la eternidad en que repentina­mente todas las acciones egoístas e incorrecta serán eliminadas automáticamente de nuestro ser. Las Sagradas Escrituras han confirmado repetidamente que tal no es el caso, y a través de las edades, los profetas nos han asegurado que ahora es el tiempo para arre­pentimos, aquí, en esta esfera mortal. Nunca será más fácil que ahora; y volviendo al pensamiento del hermano Talmage, aquel que demora el día o espera un método que pueda requerir menos valor, espera en vano, y mientras tanto, las posibilidades disminuyen. Está jugando el juego que Satanás desea que juegue, y la exaltación en la presencia de Dios se vuelve más remota cada día.

Obispos, manteneos al alcance de vuestros miembros; mostradles la ternura y compasión que do­mina vuestra alma; no os encontréis tan ocupados en los asuntos de la administración de vuestro barrio que fracaséis en transmitirles todos esos maravillosos atributos a los cuales se hace referencia en la sección 121 de Doctrinas y Con­venios. Me refiero a los atribu­tos de persuasión, longanimidad, dignidad, mansedumbre y amor sincero.

Obispos, aprended el gran prin­cipio de la delegación, a fin de que vuestro corazón y vuestra mente puedan estar libres para aconsejar a los santos. Vosotros sois su juez común; no hay otro en todo el barrio que haya sido designado por el Señor. Es a vosotros a quien deben acudir, por tanto, debéis estar a su alcance y, de igual impor­tancia, debéis vivir de tal manera que la voz de los cielos encuentre expresión por medio de vosotros para la bendición y edificación de vuestros miembros.

Estoy seguro de que un punto básico de la verdadera justicia es la compasión. Quizás aún más importante que la transgresión misma sea la sensibilidad del alma de una persona y su deseo de arre­pentirse y de seguir al Maestro.

Sería mucho más fácil hablar acerca de una seria transgresión a alguien que nunca se hubiera visto y que posiblemente nunca se vol­vería a ver; o mejor aún, hablar en completo aislamiento a un oído invisible y ahí mismo recibir perdón de labios también invisibles; pero en tal proceso, ¿quién estaría a vuestro lado en los difíciles meses futuros, mientras tratarais con muchos esfuerzos de arrepentiros completamente, y tratarais de evitar una trágica repetición?

Muy pocos hombres, si los ha habido, tienen la fortaleza para ascender solos esa colina, y quiero que sepáis que es un camino difí­cil. Se requiere ayuda, alguien que verdaderamente os ame, alguien que haya sido divinamente comi­sionado para ayudaros confiden­cialmente, silenciosa y certera­mente; y quisiera recalcar la pala­bra confidencialmente, porque como dije antes, Satanás ha difundido el falso rumor de que muy raras veces se guardan las confidencias.

Quisiera aseguraros que los obispas y los presidentes de estaca no tienen la costumbre de trai­cionar estas sagradas confidencias. Antes de ser ordenados y aparta­dos, su propia vida ha sido exami­nada en ese cuarto superior en el templo, por aquellos que han sido divinamente llamados como pro­fetas, videntes y reveladores. Indu­dablemente, se encuentran entre los nobles y grandes de este mundo y deben ser considerados como tales.

¡Qué plan tan glorioso es éste! Qué reconfortante saber que todos tenemos esperanza para una bendi­ción total, a pesar de todos los errores que hayamos cometido; que puede haber un pleno cumpli­miento; que podemos entrar con nuestras unidades familiares a su Santa Presencia.

Aun la excomunión de esta Iglesia no es el fin del mundo; y si este procedimiento es necesario para llevar a cabo la verdadera justicia, os testifico solemnemente que aun este severo castigo de la exco­munión puede ser el primer paso gigantesco hacia la regeneración, con la condición de que siga una sincera sumisión al Espíritu y fe en la autenticidad del plan de Dios,

Este proceso se puede llevar a cabo en esta Iglesia únicamente a través de la debida autoridad del sacerdocio, porque la Casa del Señor es una casa de orden. Todo esto se recalca claramente en Doc­trinas y Convenios, de donde cito lo siguiente:

“Y además, de cierto os digo, que lo que la ley gobierna, tam­bién preserva, y por ella es per­feccionado y santificado.

«Aquello que traspasa la ley, y no vive conforme a ella, mas pro­cura ser una ley a sí mismo, y quiere permanecer en el pecado, y del todo persiste en el pecado, no puede ser santificado por la ley, ni por la misericordia, la justicia o el juicio. Por tanto, tendrá que quedar sucio aún.

«A todos los reinos se ha dado una ley;

«Y hay muchos reinos; porque no hay espacio en el cual no hay reino; ni hay reino en el cual no hay espacio, sea un reino mayor o menor.

«Y a cada reino se ha dado una ley; y cada ley tiene también cier­tos límites y condiciones.

«Todos los seres que no se su­jetan a esas condiciones, no son justificados» (D. y C. 88:34-39).

En otras palabras, hermanos y hermanas, todos los seres que no se sujetan a esas condiciones, los que no tratan de corregir las in­fracciones de la ley eterna mediante los debidos procedimientos del sacerdocio que han sido estable­cidos para tales correcciones, no son aceptables por el Señor y probablemente nunca serán elegi­dos para morar en su presencia.

Dios nos bendiga para aceptar la ley eterna y comprender que no hay ningún otro camino, es mi humilde oración, que ruego para cada uno, en el nombre de Jesu­cristo. Amén.

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