Un desafío al sacerdocio

Un desafío al sacerdocio

Vaughn J. Featherstonepor el obispo Vaughn J. Featherstone
del Obispado Presidente
Discurso pronunciado en la Conferencia General, el 9 de abril de 1972


La importancia de ayudar a los poseedores del Sacer­docio Aarónico a cumplir sus llamamientos

Mis queridos hermanos de la gran Iglesia de Jesucristo, quisiera deciros cuán humilde me siento por esta gran oportunidad. Me gusta la anécdota que cuenta un amigo mío. Su esposa, que es algo sorda, usa un aparato para oír; una noche mientras estaban senta­dos en la sala y ella estaba tejiendo, él dejó de leer el diario por unos momentos y le dijo: «Sabes, estoy enamorado de ti.» A lo que ella le respondió: «Y sabes, yo también estoy cansada de ti.»

Cuando el presidente Lee y el presidente Tanner, bajo la direc­ción del presidente José Fielding Smith, me hablaron por teléfono, yo no estaba seguro de haber oído bien.

Por más de veinte años he veni­do a la sesión del sacerdocio de la conferencia a aproximadamente las cuatro de la tarde. Las sesiones de la tarde las veo en casa por televisión hasta que faltan veinte minutos para las cuatro y luego venimos a esperar aquí afuera con mis hijos o con amigos. Entramos para la reunión del sacerdocio tan pronto como abren las puertas y nos sentamos por dos o tres horas antes de que empiece la reunión.

Durante ese tiempo he tenido en mente un solo propósito. Ade­más de escuchar las palabras de los

Apóstoles y Profetas y grandes Autoridades Generales, he con­templado y estudiado sus rostros. Y estoy seguro de que cada vez he encontrado pureza de corazón; he encontrado integridad; he en­contrado gran amor y entendi­miento; he encontrado autodisci­plina; he encontrado todas las buenas cualidades que un poseedor del sacerdocio quisiera poseer. Y entonces he salido renovado y decidido a que quiero poner en mi rostro las cosas que he visto en el de ellos.

Después de recibir este llama­miento el otro día, me fui al patio de atrás, y en mi imaginación podía ver huestes de poseedores del Sa­cerdocio Aarónico . . . jóvenes buenos y fieles que están dedica­dos al Señor con todo su corazón y alma, que desean poner en su rostro la misma mirada que vemos en las caras de los Hermanos que están ante nosotros hoy día. Y lo estaban haciendo, y eran obe­dientes y seguían a sus líderes.

Y con gran tristeza, vi a otro nu­meroso grupo de poseedores del Sacerdocio Aarónico a quienes no les fue posible poner esto en sus rostros porque fueron desobedientes; estaban dejándose persua­dir por amigos y compañeros.

Entonces vi a un tercer grupo que me entristeció aún más, por­que éstos eran los que hubieran sido fieles si hubieran recibido dirección. Si alguien les hubiese extendido una mano de ayuda y los hubiese levantado, alentado y se hubiese preocupado por ellos, hubieran podido introducir en su vida todas estas buenas cualidades de integridad, amor y pureza de corazón.

Estoy más agradecido a mi es­posa de lo que jamás podría ex­presaros. Ella tiene que ser la per­sona más dulce y amable que he conocido, y tiene en su rostro esa mirada que he visto en los Após­toles y Profetas, y las Autoridades Generales. Tengo seis hijos; dos de ellos en misiones, uno en los Es­tados del Golfo y otro en Carolina del Norte-Virginia. Por las noticias que recibimos de ellos, sabemos que ambos están tratando con todo su corazón de servir al Señor en sus llamamientos.

Tengo otros dos hijos—Joe y Scott—que son Caballeros Aguila, y nos sentimos muy orgullosos de ellos porque son obedientes como deben serlo. Tengo otro hijo de once años de edad, Lawrence, quien pienso que tiene la estatura de Mormón. Es un muchacho alto y fuerte, y me siento muy orgulloso de él. Tenemos también una hija,  la menor, Jill, y estoy seguro de que fue enviada a nuestro hogar como un ángel especial.

Estoy agradecido por la con­fianza del obispo Víctor L. Brown. Al meditar sobre los acontecimien­tos de esta semana pasada—y es la semana más larga que he vivido en mi vida—al haber pensado en las grandes almas que conozco en la Iglesia, y la poderosa influen­cia y la gran dirección que tienen y la gran voluntad para seguir al Señor, me siento humilde al pensar que él llamó a uno como yo, o que el Señor me llamó por medio de él.

Quisiera dejaros mi testimonio. Primeramente quisiera mencionar a mi buena madre, y a la familia de mi esposa. Son personas mara­villosas; puede decirse que mi buena madre crió sola a nuestra familia; ella me ha dado la guía y la ambición mental y física; ella ha fomentado esto en nosotros y des- seaba que hiciéramos algo por nosotros mismos, y me siento muy orgulloso de ella.

Para concluir permitidme cita­ros las palabras del Profeta del Libro de Mormón, Alma, cuando Aarón le había hablado todo el día al rey de los lamanitas, y final­mente éste creyó; y éstas son las palabras:

«Y aconteció que después de haberle explicado Aarón estas cosas, dijo el rey: ¿Qué haré para obtener esta vida eterna de que has hablado? Sí, ¿qué haré para poder nacer de Dios, arrancar de mi pe­cho este espíritu inicuo y recibir el Espíritu de Dios para sentirme lleno de gozo, y no ser desechado en el postrer día? He aquí, daré cuanto poseo, sí, abandonaré mi reino a fin de poder recibir este gran gozo.

«Entonces Aarón le dijo: Si de­seas esto, si te humillas delante de Dios, sí, si te arrepientes de todos tus pecados y te postras ante Dios . , . creyendo que recibirás, entonces obtendrás la esperanza que deseas.

«Y sucedió que cuando Aarón hubo dicho estas palabras, el rey se postró de rodillas ante el Señor; sí, se humilló hasta el polvo, y clamó de todo corazón, diciendo:

«¡Oh Dios! Aarón me ha dicho que hay un Dios; y si hay un Dios, y si tú eres Dios, házmelo saber, y abandonaré todos mis pecados para conocerte. . . (Alma 22:15-18).

Hay grandes huestes de posee­dores del Sacerdocio Aarónico que abandonarían todos sus pecados, que abandonarían todo lo que el mundo ofrece, y abandonarían sus riquezas si supieran que El está ahí. Nuestra gran responsabilidad es ayudar a estos poseedores del Sacerdocio Aarónico a entender y conocer los grandes llamamien­tos, saber que Dios vive, de lo cual testifico que así es, y que tenemos profetas vivientes sobre la tierra.

Durante esos veinte años vi en­trar a este recinto a nuestro amado Profeta y al Consejó de los Doce, y sé que son hombres inspirados, que son hombres santos; son Pro­fetas. De esto testifico en el nom­bre de Jesucristo. Amén.

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