La navidad no se compra en la tienda

La navidad no se compra en la tienda

Jeffrey R. Hollandpor el élder Jeffrey R. Holland
del Quorum de los Doce Apóstoles

Parte del propósito de narrar el relato de la Navidad es para recordarnos que ésta no se com­pra en la tienda. Es más, no obstante cuán grande sea el deleite que nos brinde, aun de niños, cada año va cobrando mayor significado; y no importa cuántas veces leamos el relato bíblico de esa noche en Belén, al hacerlo, siempre acuden a nuestra mente uno o dos pen­samientos en los cuales no habíamos reparado antes.

Hay tantas lecciones que se pueden aprender del sagrado relato del nacimiento de Cristo, que siempre vacilamos al hacer hincapié en una en particular, sin considerar todas las demás. Perdónenme si hago exacta­mente eso.

Al principio los pastores tuvieron «gran temor» cuando los ángeles les proclamaron el nacimiento de Jesús; pero al regocijarse con las «nuevas de gran gozo», se convirtieron en los primeros testigos del «niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre» (véase Lucas 2:8-16).

Una impresión que siempre he tenido es que éste es un relato de intensa pobreza. Me pregunto si Lucas no quiso darle un significado especial cuando, en vez de escribir “no había lugar en el mesón”, escribió, en forma más específica “no había lugar para ellos en el mesón” (Lucas 2:7; cursiva agregada). No podemos estar segu­ros, pero pienso que en esa época, al igual que en la nuestra, con dinero se podían conseguir los favores que se quisieran. Creo que si José y María hubieran sido per­sonas influyentes o de dinero, habrían encontrado aloja­miento, aun en esa época tan ocupada del año.

Me pregunto si la Traducción de José Smith de Lucas 2:7 [este versículo no fue traducido al español] no sugiere también que ellos no conocían a ninguna per­sona influyente, al decir que no había nadie que les diera un cuarto en el mesón.

No estamos muy seguros de la intención del historia­dor, pero lo que sí sabemos es que estos dos seres eran sumamente pobres. Para la ofrenda de purificación que los padres hacían después del nacimiento de un niño, un par de tórtolas substituyeron al cordero, algo que el Señor había permitido en la ley de Moisés para aliviar la carga de los que eran muy pobres (véase Levítico 12:8).

Los Reyes Magos llegaron más tarde llevando consigo obsequios que le añadieron algo de esplendor y riqueza a la ocasión. Pero es importante destacar que ellos prove­nían de un lugar distante, probablemente de Persia, un viaje de varios cientos de kilómetros por lo menos. Y a no ser que lo hubieran comenzado mucho antes de que apareciera la estrella, no les hubiese sido posible llegar la misma noche del nacimiento del niño. En verdad, Mateo registró que cuando ellos llegaron, Jesús era un “niño” y la familia vivía en una “casa” (Mateo 2:11).

Quizás este hecho proporcione una importante dis­tinción que debemos recordar durante la época de festi­vidades navideñas. Tal vez todo lo de comprar regalos y el confeccionarlos, envolverlos y decorarlos debería separarse, aunque fuera un poco, de los momentos tran­quilos y personales en los cuales se reflexiona acerca del significado del Niño (y de Su nacimiento), quien nos inspira a dar esos obsequios.

El oro, el incienso y la mirra se ofrecieron humilde­mente y se recibieron con agradecimiento. Y de esa misma manera debemos hacerlo nosotros, todos los años y siempre. Mi esposa y mis hijos podrán decirles que nadie es más pueril cuando se trata de dar y recibir pre­sentes que yo; pero precisamente por esa razón, al igual que ustedes, necesito recordar la escena sencilla y de extrema pobreza de una noche sin oropeles ni presentes, desprovista de las cosas materiales de este mundo. Solamente cuando comprendamos a ese único, sagrado y sencillo objeto de nuestra devoción, el Niño de Belén, sabremos por qué es tan apropiado el dar regalos.

Como padre, he pensado muchas veces en José, ese hombre fuerte y silencioso, casi desconocido, que debió de haber sido el más digno de todos los mortales para ser el padre adoptivo del Hijo viviente de Dios. Fue José el elegido entre todos los hombres para enseñar a trabajar a Jesús; fue José quien le enseñó los libros de la Ley; fue José quien, en la soledad del taller, le ayudó a comenzar a comprender quién era Él y lo que llegaría a ser.

Cuando nació nuestro primer hijo, yo apenas había terminado mi primer año universitario en la Universidad Brigham Young. Éramos muy pobres, aunque no tanto como José y María. Mi esposa también asistía a la universidad y ambos trabajábamos, además de ser los encarga’ dos de un edificio de apartamentos cerca de la universidad, con el fin de solventar los gastos del alquiler. Teníamos un pequeño Volkswagen cuya batería estaba casi agotada, pero no teníamos dinero para comprar una nueva (ni un nuevo coche ni una nueva batería).

No obstante, cuando me di cuenta de que nuestra noche especial estaba por llegar, creo que hubiera hecho cualquier cosa honorable en este mundo y hubiera hipotecado cualquier futuro para asegurarme de que mi esposa tuviera sábanas limpias, instrumentos esteriliza- dos, enfermeras hábiles y doctores competentes que tra­jeran al mundo a nuestro primer hijo. Si tanto ella como mi hijo hubieran necesitado atención especial en la clí­nica privada más cara, creo que hubiese vendido hasta mi propia vida con tal de conseguirla.

Comparo esa forma de sentir (que he experimentado con el nacimiento de cada uno de nuestros hijos) con lo que José debió de haber sentido al caminar por las calles de una ciudad desconocida, sin amigos ni familiares cerca, sin nadie que estuviera dispuesto a tenderle una mano. En esas últimas y más dolorosas horas de su “con­finamiento”, María cabalgó o caminó aproximadamente ciento sesenta kilómetros, desde Nazaret en Galilea, hasta Belén en Judea. Con toda seguridad, José debió de haber llorado ante la valentía silenciosa de ella. Y solos, sin que nadie se perca­tara de su situación, rechazados por los seres humanos, tuvieron que ir a un establo, al lado de los animales, para dar a luz al Hijo de Dios.

Me pregunto cómo se ha de haber sentido José al limpiar el estiércol y la basura del lugar; me pregunto si se le llenaron los ojos de lágrimas al tratar apresuradamente de encontrar la paja más limpia y retirar a los animales hacia un lado. Me pregunto si él pensaría: “¿Habrá cir­cunstancias más insalubres, más propensas a las enferme­dades y más despreciables en las que pueda nacer un niño? ¿Es éste un lugar digno de un rey? ¿Se debe esperar que la madre del Hijo de Dios entre en el “valle de som­bra de muerte” (Salmos 23:4) en un lugar tan pestilente y extraño como ése? ¿Está mal desear que ella tenga un poco de comodidad? ¿Es correcto que El nazca aquí?” Pero estoy seguro de que José no murmuró ni María se quejó. Ellos tenían un gran conocimiento e hicieron lo mejor que pudieron bajo las circunstancias.

Esos padres tal vez supieran aun entonces que tanto en el principio de Su vida terrenal, al igual que hasta el final de la misma, ese pequeño niño que les había nacido tendría que descender hasta lo más profundo del sufri­miento y la desilusión humanos. Él lo haría con el fin de ayudar a aquellos que sintieran que también habían nacido sin ninguna oportunidad en la vida.

He pensado también en María, la mujer más favore­cida de todas en la historia del mundo, a quien, siendo todavía una jovencita, se le apareció un ángel que pro­nunció las palabras que cambiarían no solamente su pro­pia vida sino la de toda la humanidad: “!Salve, muy favorecida! El Señor es contigo; bendita tú entre las mujeres” (Lucas 1:28). La naturaleza de su espíritu y la profundidad de su preparación se pusieron de manifiesto en su respuesta, la cual demuestra madurez e inocencia a la vez: “He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra” (Lucas 1:38).

Es aquí donde vacilo, donde trato de comprender lo que siente la madre que sabe que ha concebido un alma viviente, que siente que la vida comienza a crecer den­tro de su vientre, mientras espera el momento del alum­bramiento. En esos momentos, los padres se hacen a un lado y observan, pero las madres nunca se olvidan de lo que les ha pasado. Nuevamente, pienso en las palabras que con tanto cuidado escribió Lucas acerca de la sagrada noche en Belén:

“Y aconteció que… se cumplieron los días de su alumbramiento.

“Y dio a luz a su hijo primogénito, y [ella] lo envolvió en pañales, y [ella] lo acostó en un pesebre” (Lucas 2:6-7; cursiva agregada).

Esos sencillos pronombres resuenan en nuestros oídos, para hacernos saber que, solamente después del niño mismo, María es la figura principal, la majestuosa reina, la madre de madres, que ocupa el lugar más importante en éste, el más grandioso momento de toda la historia del mundo. Y esos mismos pronombres hacen resonar en nuestros oídos que, salvo por su amado esposo, ella se encontraba muy sola.

Me he preguntado si esta joven, en cierta forma una niña ella misma, al traer al mundo a su primer bebé, no hubiera deseado que su madre, una tía o una hermana hubieran estado a su lado durante el parto. No hay lugar a dudas de que el nacimiento de un hijo como éste mere­cía la atención y el auxilio de todas las parteras de Judea. Nuestro deseo habría sido que alguien le hubiera soste­nido la mano, le hubiera refrescado la frente y, cuando ese momento tan difícil hubiera pasado, que la hubieran hecho descansar entre sábanas limpias y frescas.

Pero no había de ser así. Sólo con la ayuda inexperta de José, ella sola trajo al mundo a su primer hijo, lo envolvió en pañales que prudentemente había llevado consigo en el viaje y quizás lo acostó en una almohada de heno.

Entonces, de ambos lados del velo, una multitud de huestes celestiales irrumpió: «¡Gloria a Dios en las altu­ras, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hom­bres!” (Lucas 2:14). Pero, con excepción de esos testigos celestiales, los tres se encontraban solos: José, María y el pequeño niño llamado Jesús.

En este punto crítico de la historia de la raza humana, un punto iluminado por una nueva estrella que había aparecido en los cielos especialmente para ese propósito, es muy probable que ningún otro mortal haya presen­ciado este suceso; nadie, sólo un pobre y joven carpin­tero, una hermosa madre virgen y unos silenciosos animales de campo que carecían del poder para expresar el carácter sagrado de lo que habían presenciado.

Pronto llegarían los pastores y, más adelante, los reyes magos desde el Oriente. Pero al principio y para siempre sólo hubo esa pequeña familia, sin juguetes, árboles u oropeles. Con un niño pequeño… así es como comenzó la Navidad.

Es por ese niño que debemos exclamar al unísono: “Escuchad el son triunfal de la hueste celestial… nació Cristo en Belén… De tu trono has bajado y la muerte conquistado para dar al ser mortal nacimiento celestial” (Himnos, No. 130).

Quizás al recordar las circunstancias de ese don, de Su propio nacimiento y de Su niñez, tal vez al recordar la pureza, la fe y la sincera humildad que se requerirán de toda alma celestial, Jesús habrá dicho muchas veces al mirar a los ojos de los niños que le amaban (ojos que siempre pudieron ver qué y quién era El en realidad): “…si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mateo 18:3).

La Navidad es, por lo tanto, para los niños “de todos las edades”. Supongo que ésa es la razón por la que mi villancico navideño favorito es una canción para los niños que canto con más emoción que ninguna otra:

Jesús en pesebre, sin cuna, nació;
Su tierna cabeza en heno durmió…
Te amamos, oh Cristo, y mírame, sí,
aquí en mi cuna, pensando en ti…
Te pido, Jesús, que me guardes a mí,
amándome siempre, como te amo a ti.
A todos los niños da tu bendición,
y haznos más dignos de tu gran mansión.
(Himnos, No, 125.)

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