Regalos y bendiciones de la Navidad

Regalos y bendiciones de la Navidad

Thomas S. Monsonpor el presidente Thomas S. Monson
Primer Consejero de la Primera Presidencia

“¿Qué recibiste para la Navidad [o para el día de los Reyes]?” Esa es la pregunta universal que se hacen los niños durante los días subsiguientes al feriado más celebrado del año. Una pequeña quizás diga: “Una muñeca, un vestido nuevo y un juego”. Un niño quizás responda: “Una navajita, un tren y un camión con luces”. Los nuevos regalos se ponen a la vista y se admiran a) alborear la Navidad, luego se les pierde el interés.

Los Reyes Magos que llegaron de tierras muy lejanas para adorar al Niño Dios no ofrecieron presentes de mayor significado que los que nosotros podemos dar generosamente de corazón.

Los regalos que se han adquirido son efímeros. Las muñecas se rompen, los vestidos se gastan y los juegos se vuelven aburridos. Las navajas se pierden, los trenes no hacen nada más que dar vueltas y los camiones se dejan a un lado una vez que las pilas se gastan.

Si cambiamos una sola palabra de nuestra pregunta acerca de la Navidad, el efecto es completamente diferente. “¿Qué obsequiaste para la Navidad?” inspira pensamientos de satisfacción, despierta tiernos sentimientos y hace que el brillo de la memoria resplandezca aún más.

El dar, y no el recibir, es lo que hace florecer en su plenitud al espíritu de la Navidad: se perdona a los enemigos, se recuerda a los amigos y se obedece a Dios. El espíritu de la Navidad ilumina la ventana del alma y, al contemplar el ir y venir del mundo, nos interesamos más en la gente que en las cosas.

Siendo tan pobre,
¿qué puedo darle yo?
Le daría un cordero si fuera pastor.
Y si Rey Mago fuera, le daría otro don.
Mas yo ¿qué he de darle?
Le daré el corazón.
(Christina Georgina Rossetti, traducción libre.)

Siempre se recuerda la Navidad en la que el dar reemplaza al recibir. En mi vida, ese hecho ocurrió cuando tenía diez años. Se aproximaba la Navidad y yo anhelaba un tren eléctrico, pero con el deseo que sólo puede tener un niño. Sin embargo, lo que quería no era un tren barato y común de cuerda, sino uno eléctrico. Eran los tiempos de la depresión económica; pero mis padres, con gran sacrificio, estoy seguro, me presentaron en la mañana de la Navidad un hermoso tren eléctrico.

Pasé horas operando el transformador, mirando cómo la locomotora tiraba de los vagones y luego poniéndola para que fuera marcha atrás.

De pronto, mi madre entró en el cuarto y me dijo que había comprado un tren de cuerda para Marcos, el hijo de la viuda que vivía un poco más adelante, en la misma calle. Al enterarme, le pedí que me lo mostrara. La locomotora era corta y nada vistosa, muy distinta de la hermosa línea del tren que yo había recibido; sin embargo, vi que tenía un vagón de petróleo que el mío no tenía, y me llené de envidia. Tal fue el alboroto que hice cine mi madre sucumbió a mis suplicas y me entregó el vagón de petróleo, diciéndome:

—Si crees que lo necesitas más que Marcos, quédate con él.

Sin remordimiento, lo tomé y lo enganché a mi tren, quedando muy satisfecho con el resultado.

Más tarde, mamá y yo tomamos el resto del tren y lo llevamos a la casa de Marcos, que era uno o dos años mayor que yo; él jamás había esperado recibir un regalo similar, y no tenía palabras para expresar su agradecimiento. Le dio cuerda a la locomotora, que no era eléctrica como la mía, y se llenó de alegría al ver cómo el tren marchaba por la vía.

Sabiamente mamá me preguntó:

—¿Qué piensas del tren de Marcos, Tommy?

Entonces me invadió un sentimiento de culpabilidad y comprendí mi egoísmo; en seguida le dije a mamá:

—Espera un momento; en seguida vuelvo.

Corrí a casa tan rápido como mis piernas pudieron llevarme, tomé el tanque de petróleo y además otro vagón de mi propio tren, y corrí de regreso a la casa de los Hansen, donde le dije alegremente a Marcos:

—Nos olvidamos de traerte dos vagones que pertenecen a tu tren.

El chico agregó los dos vagones al tren, y yo observé mientras lo ponía en marcha por la vía; en ese momento sentí un gozo supremo, difícil de describir e imposible de olvidar. Mi alma se había llenado con el espíritu de la Navidad.

Esa experiencia hizo que me resultara más fácil tomar una difícil decisión precisamente un año más tarde. Otra vez había llegado la época navideña y nos encontrábamos preparando un enorme pavo para ponerlo en el horno [en los Estados Unidos es tradición comer pavo el día de la Navidad], saboreando de antemano el sabroso festín que nos esperaba. Un amigo del vecindario me hizo una extraña pregunta:

—¿Qué gusto tiene el pavo?

—Más o menos como la gallina —le contesté.

—Y, ¿qué gusto tiene la gallina? —volvió a preguntar.

Fue en ese momento que me di cuenta de que mi amigo no había comido nunca ni gallina ni pavo. Le pregunté entonces qué iba a comer su familia para las fiestas. No me contestó de inmediato, sólo bajó la mirada y murmuró:

—No tengo idea; no hay nada para comer en casa.

Me puse a pensar qué podía hacer, pero no se me ocurría nada. Yo no tenía pavos, ni gallinas, ni dinero. Entonces recordé que tenía dos conejos como mascotas. Inmediatamente tomé una determinación, puse los conejos en una caja y se los di a mi amigo. Al entregársela, le dije:

—Aquí tienes estos dos conejos; son muy sabrosos, tal como las gallinas.

Tomó la caja, pasó al otro lado de la valla y se dirigió a su casa con la cena de Navidad asegurada en las manos. Al cerrar la puerta del jaulón vacío de los conejos, se me empezaron a salir las lágrimas; sin embargo, no me sentía triste, ya que un tierno sentimiento de indescriptible gozo inundaba mi corazón. Fue una Navidad realmente memorable.

Recuerdo a un jovencito que, a la edad de 13 años, con gran éxito logró que su quorum de diáconos encontrara el espíritu de Navidad. Él y sus compañeros vivían en una vecindad donde residían muchas viudas ancianas cuyos medios económicos eran limitados. Durante todo el año los muchachos habían ahorrado y hecho planes para realizar una animada fiesta de Navidad, pero pensaban únicamente en sí mismos, hasta que el espíritu navideño los inspiró a pensar en otras personas. Franlc, siendo el líder del grupo, les sugirió a sus compañeros que los fondos que habían acumulado tan cuidadosamente no se utilizaran para la fiesta que habían planeado, sino que mejor se usaran para el beneficio de tres ancianitas que vivían juntas.

Los jóvenes hicieron planes, y lo único que tuve que hacer yo, como su obispo, fue prestarles mi apoyo. Con el entusiasmo de una nueva aventura, los jóvenes compraron la gallina más grande que pudieron encontrar, papas, verduras, fruta y todos los demás ingredientes que acompañan a un tradicional banquete navideño [en los Estados Unidos]. Se dirigieron a la casa de las viudas llevando consigo sus regalos de gran valor. Caminaron por entre la nieve hasta que llegaron al portal medio caído; llamaron a la puerta, escucharon el sonido de los pausados pasos y por fin estuvieron frente a las ancianas.

Con las desentonadas voces, características de los niños de trece años, entonaron “Noche de luz, noche de paz; reina ya gran solaz”. Después hicieron entrega de los regalos que habían llevado. Los ángeles de aquella noche gloriosa de hace tanto tiempo no cantaron más hermoso, ni los reyes magos dieron regalos de mayor significado. Contemplé el rostro de esas maravillosas mujeres y pensé: La madre de alguien. Luego miré el semblante de esos nobles muchachos y pensé: El hijo de alguien. Entonces pasaron por mi mente las palabras de un inmortal poema de Mary Dow Brine:

La mujer era vieja y de harapos vestía,
agobiada por el helado frío de ese día.
Mojaba la calle la nieve recién caída,
y bajo el peso de los años, andaba la mujer vencida.
En un cruce se detuvo y esperó cansada,
en medio de la multitud, sola y desamparada.
A pesar de las almas que a su lado pasaban,
nadie hizo caso de su ansiosa mirada.

Risas y gritos desde el final de la calle llegaban;
la escuela terminó, felices y libres anunciaban
los chicos que como rebaño de ovejas se acercaban,
mientras por la blanca y profunda nieve jugaban…

Uno de ellos a su lado se detiene y le murmura:
“Le ayudo a cruzar, si desea pasar con premura’…

“Saben, muchachos, es la madre de alguien.
A pesar de ser vieja, lenta y pobre ya lo ven,
y yo espero que también alguien su mano tienda
para ayudar a mi madre; quiero que entiendan
si alguna vez olla es pobre y vieja y harapienta
y su hijo estuviera lejos para atenderla”.
Y la “madre de alguien” esa noche con fervor oró:
“Sé bueno Dios, con el muchacho que tanto me ayudó
porque el hijo de alguien es, su orgullo y su alegría.
(“Somebody’s Mother”, traducción libre)

Ninguno de esos muchachos olvidó jamás esa peregrinación. Los regalos de la Navidad se convirtieron en bendiciones.

Los tiempos cambian, los años pasan rápidamente, pero la Navidad sigue siendo sagrada. Es por medio del hecho de dar y no de recibir que el Espíritu de Cristo llega a nuestra vida. Dios aún revela Su voluntad, nos inspira, nos guía, nos bendice y nos da.

Hace muchos años, el presidente Harold B. Lee me contó una experiencia relacionada con el presidente Ballantyne, quien se crió en la zona de Star Valley, estado de Wyoming. Ese es un lugar en donde las temperaturas son extremas; los veranos son cortos y fugaces, mientras que los inviernos se prolongan y son verdaderamente crudos. El presidente Ballantyne contó un relato de los días de su niñez acerca de una temporada de Navidad que fue muy especial. Él relató lo siguiente: “Éramos una familia numerosa y algunas veces, después de vender la cosecha y pagar los gastos, no nos quedaba mucho con que vivir. Por esa razón, papá tenía que ir a buscar trabajo en algunas de las grandes haciendas, por una paga de quizás un dólar al día. Él ganaba apenas un poco más que lo suficiente para mantenerse y le quedaba muy poco para mandar a casa a fin de sostener a mamá y a los niños. La situación comenzó a ponerse bastante difícil para nosotros.

“Solíamos ofrecer nuestras oraciones familiares alrededor de la mesa; y fue en una ocasión así, en la cual papá se encontraba trabajando fuera, que nos reunimos, y mamá dividió la leche que había en una jarra entre los niños, sin servirse nada para ella. Yo, al presentir que la leche de la jarra era lo único que teníamos, le acerqué mi vaso y le dije:

—Tenga, mamá; beba la mía.

—No, hijo, gracias; hoy no tengo hambre.

“Me preocupé mucho, pero bebimos la leche y nos fuimos a la cama. Yo no podía dormir y de puntillas bajé las escaleras y vi a mi madre, arrodillada en el piso orando. Ella 110 me oyó llegar, ya que bajé descalzo, pero al verla, me arrodillé yo también y la oí decir:

“‘Padre Celestial, no tenemos nada de comida en casa. Por favor, Padre, te ruego que conmuevas el corazón de alguien para que mis hijos no pasen hambre mañana’.

“Cuando terminó de orar, miró a su alrededor y al ver que yo había escuchado, me dijo un tanto avergonzada: —Ve a acostarte, hijito; todo saldrá bien.

“Me fui a la cama, confiando en la fe de mi madre. A la mañana siguiente, me despertó el ruido de los platos y las ollas en la cocina y el aroma de la comida. Bajé de inmediato y le dije:

—Mamá, creí que habías dicho que no teníamos comida.

Lo único que me dijo fue:

—¿Creíste, hijo, que el Señor no iba a contestar mi oración?

“Ésa fue toda la explicación que recibí.

“Pasaron los años y me fui a la universidad; luego me casé y volví para ver a los viejos amigos. El obispo Gardner, ya entrado en años, me relató lo siguiente: “‘Permíteme, hijo, que te cuente una experiencia que tuve con tu familia una Navidad. Un día, después de terminar las tareas y de cenar, me senté junto a la chimenea para leer el periódico. De pronto, escuché una voz que me decía: “La hermana Ballantyne no tiene nada de comida en casa”. Pensé que había sido mi esposa la que me hablaba, y le pregunté:

‘“¿Qué dijiste, querida?’ Ella se acercó a mí, secándose las manos en el delantal, y dijo:

‘“¿Me llamaste, cariño?’

‘“No, yo no te dije nada, pero escuché una voz que me hablaba’.

“‘¿Y qué te decía?’, me preguntó.

“‘Que la hermana Ballantyne no tenía nada de comida en casa’.

“‘Bueno, entonces es mejor que te pongas los zapatos y el abrigo y le lleves algo de comida’.

“‘Esa helada noche de invierno, uncí la yunta y coloqué en la carreta un saco de harina, una buena porción de carne de res, algunos frascos de fruta envasada y hogazas de pan recién horneado. La noche estaba fría pero mi alma se llenó con un cálido sentimiento cuando tu madre me recibió y yo le entregué la comida. Dios había escuchado la oración de una madre’”.

El Padre Celestial siempre está pendiente de aquellos que lo necesitan, que le buscan, que confían, que oran y que le prestan atención cuando habla. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). El don de Dios es nuestra bendición. Que nuestro corazón se abra plenamente para recibirlo, el día de la Navidad y siempre.

(Liahona Diciembre 1995)

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