En verdad, el Hijo de Dios

En verdad, el Hijo de Dios

Spencer W. Kimballpor el presidente Spencer W. Kimball

Estamos otra vez en Navidad, una fecha en que la mente de muchas personas se concentra en nuestro Señor Jesucristo. Quisiera hablar una vez más de su gloriosa misión.

Los senderos que Jesús recorrió
En otra Navidad, hace algunos años, recorrimos los mismos senderos por los que anduvo Jesús. Pasamos unas horas preciosas en lo que, según dicen, es el Jardín, de Getsemaní, y tratamos de imaginar los sufrimientos por los que El pasó antes de su crucifixión y resurrección. Estuvimos en las proximidades de los lugares donde El oró, donde lo hicieron prisionero, donde fue juzgado y condenado.

Más allá de los muros de la ciudad subimos la rocosa colina, marcada acá y allá por pequeñas cuevas que dan a uno de los lados el aspecto de una calavera; se nos dijo que allí era el Gólgota, el lugar donde el Salvador fue crucificado. Bajamos por el otro lado de la colina hasta los escarpados riscos, y allí entramos por la pequeña abertura que conduce a una cueva toscamente labrada en la roca, donde se dice que yació su cuerpo.

Pasamos también algunas horas en el jardincito que rodea la tumba, y nos empapamos de la historia bíblica de su sepultura y resurrección, que allí tuvieron lugar. Con meditación y oración leímos sobre la visita de las mujeres al sepulcro, el ángel que quitó la piedra que cubría la entrada, y el asombro de los asustados guardias. Casi podíamos imaginar que veíamos a los dos ángeles con refulgentes vestiduras, que hablaron a María, diciéndole:

«¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?

«No está aquí, sino que ha resucitado.» (Lucas 24:5-6.)

La misión se había cumplido
El Señor había predicho:

«Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de hombres pecadores, y que sea crucificado, y resucite al tercer día.» (Lucas 24:7.)

Recordamos también el diálogo que se desarrolló entre María, los ángeles y el Señor:

«Mujer, ¿por qué lloras? Les dijo: Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto.

«Cuando había dicho esto, se volvió, y vio a Jesús que estaba allí; mas no sabía que era Jesús.

«Jesús le dijo: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, pensando que era el hortelano, le dijo: Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo lo llevaré.

«Jesús le dijo: ¡María! Volviéndose ella, le dijo: ¡Raboni! (que quiere decir, Maestro).

«Jesús le dijo: No me toques, porque aún no he subido a mi Padre; mas vé a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios.» (Juan 20:13-17.)

El Monte de los Olivos
Después, nos dirigimos caminando trabajosamente por la empinada cuesta del Monte de los Olivos, posiblemente muy cerca del mismo camino que El recorrió como preludio a su Ascensión, luego de haber pasado cuarenta días en la tierra después de la Resurrección y, por medio de pruebas indisputables, llevado la certeza a cientos de personas que por fin habían comprendido que su resurrección era una realidad. Allí, en la cumbre del Monte de los Olivos, les dijo a aquellos hombres atribulados a quienes tanto amaba:

«Y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría, y hasta lo último de la tierra» (Hechos 1:8).

Sentados allí, al pie de un antiguo olivo, leímos estos pasajes y podíamos fácilmente imaginar al Señor, de pie cerca de ese mismo lugar, en medio del grupo de los preocupados y perplejos discípulos que tanto lo amaban. Luego, los envolvió la niebla, la nube cubrió la cumbre del monte, y El ya no estaba entre ellos. Casi podíamos oír a los ángeles con blancas vestiduras diciendo:

«Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo.» (Hechos 1:11.)

Buscamos entonces los escritos de Pablo a los efesios:

«Por lo cual dice: Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad. . .

«El que descendió, es el mismo que también subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo.» (Efesios 4:8, 10.)

El significado de la Navidad
A veces, nuestras celebraciones de acontecimientos notables parecen tomar un colorido mundano, y no comprendemos cabalmente la importancia de la verdadera razón por la que los celebramos. Esto se aplica a la Navidad, cuando muy a menudo celebramos más la festividad que el profundo significado del nacimiento y la resurrección del Señor. Desafortunados aquellos que desconocen la condición divina de Cristo, su naturaleza de Hijo de Dios. Ciertamente, compadecemos a los que consideran el milagro de la resurrección como una experiencia subjetiva de los discípulos, algo que ellos vieron de acuerdo con sus emociones, y no un acontecimiento histórico real. Pero nosotros en verdad sabemos que es real. Cristo le habló de sí mismo a Nicodemo, diciendo:

«De cierto, de cierto te digo, que lo que sabemos hablamos, y lo que hemos visto, testificamos; y no recibís nuestro testimonio.»(Juan 3:11.)

También Pedro testificó lo siguiente:

«Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo.» (Hechos 2:36.)

«Mas vosotros negasteis al Santo y al Justo. . .

«y matasteis al Autor de la vida, a quien Dios ha resucitado de los muertos, de los cual nosotros somos testigos.» (Hechos3:14-15.)

Pedro y Juan, ante el concilio, declararon valientemente:

«Sea notorio a todos vosotros, y a todo el pueblo de Israel, que en el nombre de Jesucristo de Nazaret, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de los muertos, por él este hombre [que antes era cojo] está en vuestra presencia sano.

«Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos.» (Hechos4:10-12.)

Cuando el concilio reprendió a los dos Apóstoles y les mandó que no hablaran de esas cosas ni las enseñaran en el nombre de Jesús, ellos contestaron con estas palabras;

«Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios;

«porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído.» (Hechos 4:19-20.}

«Y con gran poder los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús, y abundante gracia era sobre todos ellos.» (Hechos 4:33.)

El testimonio de Pedro
Nosotros también sabemos que la resurrección es algo real. Pedro dijo a los del concilio que lo perseguían:

«El Dios de nuestros padres levantó a Jesús, a quien vosotros matasteis colgándole en un madero.

«Y nosotros somos testigos suyos de estas cosas, y también el Espíritu Santo, el cual ha dado Dios a los que le obedecen.» (Hechos 5:30, 32.)

Nos sentimos maravillados ante el gran Pedro, quien había adquirido una absoluta certeza en su conversión, y que con tan buena voluntad tomó sobre sí las responsabilidades del liderazgo, el manto de autoridad y el valor de los inspirados y seguros. Qué gran fortaleza llegó a tener al conducir a los santos y enfrentar al mundo con todos sus perseguidores, sus incrédulos y sus dificultades. Y ante sus muchos testimonios de que tenía un conocimiento absoluto, nos gloriamos en su valor al enfrentarse con populachos, con prelados y con oficiales gubernamentales que podían quitarle la vida, y al proclamar intrépidamente al Señor resucitado, el Príncipe de Paz, el Santo de los justos, el Autor de la vida, el Príncipe y Salvador. Ciertamente, Pedro estaba seguro de sí, era indestructible y tenía la firme determinación de no volver a vacilar. Su certeza debería servirnos para extraer de ella gran seguridad.

Es también notable leer las palabras y el testimonio de Esteban, el santo mártir que dio la vida por su fe.

«Esteban, lleno del Espíritu Santo, puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús que estaba a la diestra de Dios.

«y dijo: He aquí, veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios.» (Hechos 7:55-56.)

Esteban fue un mártir y es heredero de la vida eterna. Su testimonio revela que Cristo no está muerto, porque él lo vio vivo y en un estado exaltado y glorificado con su Padre.

El testimonio de Pablo
El testimonio de Pablo es sumamente convincente. El oyó la voz del Cristo resucitado diciéndole: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» A fin de asegurarse de la Identidad de quien le hablaba, él preguntó: «¿Quién eres, Señor?» y recibió la certeza:

«Yo soy Jesús, a quien tú persigues; dura cosa te es dar coces contra el aguijón.» (Hechos 9:4-5.)

Y ese mismo Pablo, que había recuperado la fortaleza, que había recibido una bendición del sacerdocio que le restauró la vista, visitó las sinagogas y confundió a los judíos de Damasco «demostrando que Jesús era el Cristo» (Hechos 9:22).

Más tarde, Pablo se presentó a los Apóstoles en Jerusalén, y Bernabé «les contó cómo Saulo había visto en el camino al Señor, el cual le había hablado, y cómo en Damasco había hablado valerosamente en el nombre de Jesús» (Hechos 9:27}.

Después, Pablo mismo les dijo:

«Y habiendo cumplido todas las cosas que de él estaban escritas, quitándolo del madero, lo pusieron en el sepulcro.

«Mas Dios lo levantó de los muertos.

«Y él se apareció durante muchos días a los que habían subido juntamente con él de Galilea a Jerusalén, los cuales ahora son sus testigos ante el pueblo.

. . .Dios ha cumplido a los hijos de ellos, a nosotros, resucitando a Jesús. . .

«Y en cuanto a que le levantó de los muertos para nunca más volver a corrupción. . .» (Hechos 13:29-31, 33-34.)

Pablo en el Areópago
Su testimonio en el Areópago, en Atenas, era poderoso. Los griegos aceptaban a cualquier dios que se les propusiera, y en un altar habían inscrito las palabras: «Al Dios no conocido». Pablo utilizó esa expresión en aquella oportunidad para decirles que, a pesar de todos sus dioses de piedra y madera, ellos no conocían al Dios verdadero:

«El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por manos humanas,

«. . . pues él es quien da a todos vida y aliento y todas las cosas.

«. . .y les ha prefijado el orden de los tiempos, y los límites de su habitación;

«. . .dando fe a todos con haberle levantado de los muertos.» (Hechos 17:24-26,31.)

Pablo repitió más adelante la historia de su conversión, de que había oído la voz de Cristo que le decía: «Yo soy Jesús de Nazaret», y que Ananías le había prometido: «Porque serás testigo suyo a todos los hombres, de lo que has visto y oído.»(Hechos.22:8, 15.)

Después le hizo esta pregunta al rey Agripa:

«¿Se juzga entre vosotros cosa increíble que Dios resucite a los muertos?» (Hechos 26:8.)

Y a los corintios dio este testimonio:

«¿No soy apóstol? ¿No soy libre? ¿No he visto a Jesús el Señor nuestro? ¿No sois vosotros mi obra en el Señor?

«. . . porque el sello de mi apostolado sois vosotros en el Señor.» (1 Corintios 9:1-2.)

También les testificó que el Cristo resucitado «apareció a más de quinientos hermanos a la vez. . .

«Después apareció a Jacobo; después a todos los apóstoles;

«Y al último de todos, como a un abortivo, me apareció a mí.» (1 Corintios 15:6-8.)

A continuación, Pablo pronunció una hermosa disertación sobre la resurrección de los muertos.

Siento gran admiración y afecto por nuestro hermano Pablo, nuestro compañero Apóstol. Fue tan dedicado, tan humilde, tan inocente y sincero; tan entusiasta y consagrado a la obra. A pesar de sus problemas, debe de haber tenido una personalidad muy agradable, porque a la gente le gustaba estar con él y se entristecía cuando él tenía que alejarse.

Quiero a Pablo, porque él proclamó la verdad y se interesó en el bienestar de los demás; lo quiero por su constancia, inalterable aun frente al martirio y la muerte, y me fascinan sus relatos de los peligros que enfrentó a fin de predicar el evangelio a los miembros de la Iglesia y a los que no lo eran.

El testimonio de testigos oculares
Uno de los últimos testimonios de Pedro quizás se haya dirigido a todas las personas, tanto a los que se habían convertido al evangelio como a aquellos en quienes sus palabras pudieran influir, y es un monumento a su memoria, digno de recordarse en toda época.

Al enfrentarse con la muerte y saber que no pasaría mucho tiempo hasta que tuviera que dejar su tabernáculo de carne y pasar al otro mundo, este gran Profeta decidió escribir su mensaje testificante a fin de que todas las generaciones futuras conocieran su testimonio. Millones de personas lo han leído y oído.

«Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad.

«Pues cuando él recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi Hijo Amado, en el cual tengo complacencia.

«Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo.» (2 Pedro 1:16-18.)

El testimonio de José Smith
El testimonio del Profeta de nuestros días, José Smith, nos eleva el espíritu al darnos la segundad de la resurrección. El élder George A. Smith citó el último discurso del Profeta en junio de 1844, pocos días antes de ser cruelmente asesinado:

«Estoy listo para ser ofrecido en sacrificio por este pueblo, porque, ¿qué pueden hacer nuestros enemigos? Sólo pueden matar el cuerpo, y ahí se termina su poder. Manteneos firmes, amigos míos; no retrocedáis. No procuréis salvar la vida, porque aquel que tema morir por la verdad perderá la vida eterna. Perseverad hasta el fin, y resucitaremos y seremos como dioses, reinando en reinos y principados celestiales y en dominios eternos.» (History of the Church, 6:500.)

La seguridad de la resurrección
Innumerables personas en el mundo cristiano tienen la certeza de la resurrección. El poeta y escritor francés, Víctor Hugo, escribió:

«Siento dentro de mí la vida futura. Cuanto más cerca del fin estoy, más claramente escucho a mí alrededor las inmortales sinfonías. Cuando descienda a la tumba podré decir, como muchos: ‘Ha terminado mi labor del día, pero no podré decir ‘Ha terminado mi vida’. Mi día de trabajo volverá a comenzar al día siguiente. El sepulcro no es un callejón sin salida, sino un amplio camino; se cierra con el ocaso, pero se abre al amanecer.» (Del poema «A Villequier».)

Un escritor anónimo expresó en un poema este sentimiento natural de inexplicable anhelo por la inmortalidad.

Este anhelo por la inmortalidad,
¿de dónde viene esta esperanza dulce,
este íntimo deseo?
¿De dónde este secreto espanto,
este profundo horror
de caer en la nada ?
¿Por qué se encoge el alma
y se aterra ante la destrucción ?
Es la divina chispa
que se agita en nosotros,
el cielo mismo
que señala el Más Allá
e insinúa al hombre la eternidad.

La pregunta y la respuesta de Job
La pregunta que Job hizo la han hecho también millones de personas que han tenido que enfrentar la muerte de un ser querido: «Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir?» (Job 14:14.}

La pregunta ha recibido una respuesta aceptable para muchas de esas personas, al sentir que una dulce paz cae sobre ellas como rocío del cielo; e innumerables veces aquellos que se habían debilitado en un sufrimiento agonizante han sentido el beso de esa paz que sobrepasa todo entendimiento. Y cuando una profunda serenidad del alma ha llevado nueva certeza a los que han estado turbados y desgarrados, éstos podrían repetir con el admirable Job:

«Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo;

«Y después de desecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios;

«Al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro, aunque mi corazón desfallece dentro de mí.» (Job 19:25-27.)

Job había expresado el deseo de que su testimonio pudiera escribirse en un libro y esculpirse en piedra para que las generaciones futuras lo leyeran. Su deseo le fue concedido, pues muchas almas han encontrado la paz al leer ese extraordinario testimonio.

La visión de Juan
Para terminar, quisiera citar la visión de Juan el Revelador:

«Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras.

«Y el mar entregó los muertos que había en él; y la muerte y el Hades entregaron los muertos que había en ellos; y fueron juzgados cada uno según sus obras.» (Apocalipsis 20:12-13.)

Así como la fresca renovación de la primavera sigue a lo gris y moribundo del invierno, toda la naturaleza proclama la divinidad del Señor resucitado. En esta Navidad, recordemos que Él fue el Creador, que Él es el Salvador del mundo, que es, en verdad, el Hijo de Dios.

Diciembre de 1983

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