Mayo de 1976
Como una madre
por Ardeth G. Kapp
El presidente de la estaca me envió para que hablara con usted. Dijo que usted podría comprender mi problema ya que tampoco tiene hijos.” El tono de su voz denotaba cierto resentimiento, mientras permanecía hablando en la puerta de mi casa. Aun cuando en ese momento éramos dos perfectas desconocidas, reconocí inmediatamente que ese resentimiento era una especie de cortina de humo para ocultar un corazón desesperado. Durante las horas que siguieron a esa presentación, ella me expresó sus sentimientos más íntimos; lloró, mientras hablaba de las bendiciones que le habían sido negadas por la imposibilidad de tener hijos.
Aunque había llegado a mi casa como una completa extraña, nos convertimos en hermanas, compartiendo nuestras profundas preocupaciones personales; me sentí enormemente agradecida de que el presidente de la estaca hubiera tenido la inspiración de dirigir hacia mi hogar a esa sensible jovencita. Cuando se retiraba, se volvió para mirarme y después de un breve momento de silencio, dijo en un tono de gratitud: “El presidente de la estaca tenía razón; usted comprende. Gracias”.
Me sentí feliz de haber sido capaz de aliviar los dolores y problemas ajenos, ya que comprendía perfectamente la aflicción de esa joven. Al verla partir y desaparecer a lo largo de la calle, recordé un pensamiento que oí una de vez de labios del élder Neal A. Maxwell, Ayudante del Consejo de los Doce:
“Cada vez que navegamos seguros por este angosto camino, hay otras naves que se encuentran pérdidas o casi perdidas, pero que pueden encontrar el camino con la ayuda de nuestra luz.” (Discurso presentado durante una charla en la Universidad de Brigham Young.)
No siempre conté yo con esta comprensión, esta luz; en realidad, en varias oportunidades existió en mi vida la bruma de la oscuridad. Pero aun esas brumas son parte necesaria de nuestra vida.
“Existen condiciones de inseguridad, dificultades, tentaciones e incertidumbre y aun así, éstos son ingredientes que le dan su profundo significado a la mortalidad. Porque sólo bajo esas condiciones, es posible que el hombre pueda alcanzar sus logros, investigar, y anhelar lo suficiente como para desarrollarse espiritualmente.” (Bruce C. Hafen, profesor adjunto de Derecho en la Universidad de Brigham Young.) Podemos lograrlo, es posible, pero hubo épocas durante los años pasados, cuando en realidad dudé de que así fuera.
Un momento típico de confusión tuvo lugar un domingo por la mañana de hace algunos años. La Escuela Dominical era para mí una ocasión de regocijo, excepto en el Día de la Madre. En esas oportunidades me sentía profundamente triste porque no podía ser madre. Pero ese año en especial, me propuse que todo sería diferente.
Durante la reunión se les pidió a todas las madres que se pararan, y a cada una de ellas se le entregó una flor. La música del órgano podía oírse suavemente a medida que las jovencitas se movían con agilidad entre los bancos de la capilla, pasando las flores a lo largo de las filas, para las madres que aún permanecían paradas. Ese año me había prometido ser más valiente que los anteriores, pero a medida que cada madre recibía su pequeño regalo y las jovencitas se aproximaban a mi fila, volvieron a mí los sentimientos que tan bien conocía. Nuevamente deseé no haber ido a la Escuela Dominical, por lo menos en esa oportunidad.
Las flores se repartieron a lo largo de cada fila hasta que todas las madres recibieron la suya; entonces, al igual que en oportunidades anteriores, las jóvenes pasaron una flor más y nuevamente oí el familiar susurro: “Vamos, acéptela, usted se la merece”. Inmediatamente, forzándome a tomar la flor, alguien susurró: “Usted es como una madre”.
La reunión finalizó. Traté de salir rápidamente por la puerta de atrás, pero parecía que mi paso se veta bloqueado con objetos y gente que ya no podía identificar. Las lágrimas me nublaban la vista, “No debo llorar” me había dicho. “Debo dar un buen ejemplo,” Pero continuaba oyendo aquel eco: «Usted es como una madre” y el eco parecía burlarse de mí, mientras mis manos se resistían a soportar el peso de aquella flor.
Ese año no fue diferente, Pensé entonces en lo que dicen, que “el tiempo cura todas las heridas”, pero los años seguían pasando y las mías no se curaban, mi angustia continuaba y el corazón me pesaba con el dolor. Mi mente se inundó con las preguntas que tan frecuentemente me había formulado: ¿No recibimos acaso mi compañero y yo el mandamiento de multiplicarnos y henchir la tierra, y tener gozo en nuestra posteridad? ¿No habríamos de tener posteridad? ¿No tendríamos gozo?
Me apresuré a llegar a casa, sólo a unas pocas cuadras de la capilla; pero aun allí me seguía el eco de la soledad. Traté de ignorar la mesa del almuerzo que había preparado con amor y cuidado, pero sólo con dos platos. Otro día había pasado, y trataría nuevamente y con mayor esfuerzo de resistir la tensión.
Una semana más tarde, un pequeño que hacía poco tiempo se había mudado con su familia a nuestro vecindario golpeó la puerta. Cuando abrí, miró ansiosamente hacia donde me encontraba y me preguntó: “¿Les da permiso a sus niños para venir a jugar conmigo?”
Un profundo frío pareció estremecerme cuando, casi con un susurro, le contesté: “Yo no tengo niños”.
Entonces él me preguntó en tono inquisitivo: “¿Usted no es una mamá?” Concisamente le respondí: “No, no lo soy”.
El niño me miró como si le fuera difícil entender y, con la inocencia propia de sus pocos años, me hizo la pregunta que yo jamás me había atrevido a materializar en palabras. “Pero, si usted no es una mamá, ¿qué es?”
Después que el niño se alejó de mi puerta, toda mi alma gritó con angustia: “¡Mi Dios querido! Si no soy una madre, ¿qué soy?” Nuevamente se agolpó tempestuosamente en mi cabeza la insoluble pregunta de antes. “¿Es acaso el plan de Dios para mi marido y para mí? ¿Qué quiere el Señor que hagamos?”
Varios de nuestros amigos habían adoptado niños que les llevaron el gozo de sentirse padres. Se trataba de niños que no eran como sus propios hijos, sino que eran sus propios hijos y con ellos, llegaron a ser una unidad familiar eterna mediante el poder sellador del Sagrado Sacerdocio.
Nosotros también queríamos adoptar hijos. Continuamente nos encontrábamos ayunando y orando para poder saber si la adopción era la voluntad del Señor, pero sentíamos el estupor de pensamiento del cual hablan las escrituras cuando lo que se desea no es justo.
“Pero, he aquí, te digo que tienes que estudiarlo en tu mente; entonces has de preguntarme si está bien; y si así fuere, causaré que arda tu pecho dentro de ti; por lo tanto, sentirás que está bien.
Mas si no estuviere bien, no sentirás tal cosa, sino que vendrá sobre ti un estupor de pensamiento que te hará olvidar la cosa errónea.” (D. y C. 9:8-9.)
¿Pero cuál era el motivo del estupor de pensamiento cuando tan ansiosamente esperábamos la seguridad que pudiera proporcionarnos el Espíritu Santo? Queríamos aumentar nuestra fe para estar en condiciones de recibir una respuesta positiva. Finalmente, un día recibimos el mensaje:
“Fíate de Jehová, de todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia. Reconócelo en todos tus caminos, y él enderezará tus veredas.” (Proverbios 3:5-6.)
Las palabras, por supuesto, no eran nuevas; pero el mensaje lo recibimos como una respuesta a nuestras oraciones.
Nuevamente y con gran excitación, los pensamientos inundaron mi mente. Fe en el Señor Jesucristo; ¿no era acaso este el primer principio del evangelio? Fe en que todas las cosas tendrían lugar en el debido tiempo del Señor.
Ansiosamente esperé el momento para compartir estos sentimientos con mi esposo. Había desarrollado la costumbre de esperar hasta que él regresara de sus reuniones, aun cuando se tratara de altas horas de la noche, porque habíamos llegado a apreciar de una manera muy especial el tiempo que pasábamos juntos en esas oportunidades. En un hogar donde un fiel esposo posee el Sacerdocio de Dios y magnifica su llamamiento, existe una reserva de ilimitado poder, a la cual puede recurrir la esposa para unirse de la fortaleza que necesita. Esa noche yo pediría otra bendición de mi esposo, mediante el cual Dios me hablaría, y con el ejercicio de nuestra fe podríamos conocer la voluntad del Señor con respectó a nosotros.
El sintió que yo necesitaba hablar; después de hacerlo y después de reconfortarme, me dio una bendición.
Guiados por la inspiración del Señor, encontramos juntos la dirección que llegaría a ser el propósito de nuestra vida. Recordamos las palabras del presidente David O. McKay: “El propósito más noble de la vida es esforzarnos por hacer felices a otras personas”. Mi esposo dijo en su bendición: “No necesitas poseer hijos para amar; amar no es sinónimo de posesión y posesión no es necesariamente amor. El mundo se encuentra lleno de gente que necesita ser amada, guiada, enseñada, elevada”.
Finalmente, leímos juntos las palabras del profeta José Fielding Smith, que dicen:
“Si a una persona se le niegan en esta vida las bendiciones que tan fácilmente reciben otras, pero aún así vive fielmente y hace su máximo esfuerzo para vivir de acuerdo con los mandamientos del Señor, entonces nada estará perdido. Tal persona llegará a tener todas las bendiciones que puedan ser dadas. El Señor le restituirá plenamente después que finalice esta vida y nazca a la plenitud de vida. El Señor no pasará por alto ni una sola alma digna, sino que le otorgará todo lo que pueda ser otorgado. . .” (Doctrines of Salvation, 2, págs. 176-177.)
No oí completamente las palabras finales de mi marido, porque mi alma se encontraba en paz.
Después de esa experiencia, nunca volví a sentir lo mismo. Una serena paz me invadió como el sol naciente, cuando el calor de sus rayos sube hacia el cielo hasta abarcarlo completamente, no habiendo nubes que lo oscurezcan en ninguna dirección.
Sabíamos que nuestro matrimonio era eterno y que lograríamos desarrollarnos juntos hasta la perfección. Hicimos el voto de confiar en el Señor y en sus disposiciones, sabiendo que “todo lo que mi Padre tiene le será dado” (D. y C, 84:38). Sin duda alguna que todavía se nos presentarían interrogantes pero entonces también tendríamos las respuestas. ¿Qué habríamos de hacer entretanto? Mi esposo me dio entonces la respuesta: “El fin más noble de la vida es tratar de hacer felices a los demás”.
No recuerdo exactamente cuándo fue que comenzó a efectuarse el cambio, pero nuestro hogar se convirtió en el centro de actividad del vecindario. Siempre temamos visitantes; tanto los niños como sus padres venían a casa usando la misma excusa: “. . . ¿podemos visitarlos?” En casi todos los casos, tenían la esperanza de que mi marido estuviera en casa; él siempre tenía tiempo de escuchar a los demás, divertirlos y darles un buen consejo de vez en cuando.
Mis recompensas las recibí de variadas e inesperadas formas. En una oportunidad, encontrándome en la caja de la tienda para pagar mis compras, y mientras el empleado ponía mis cosas en la bolsa de papel, me dijo espontáneamente: “Su esposo es una persona extraordinaria. Me encanta hablar con él”.
En otra oportunidad, una agradecida madre le escribió una carta a mi esposo diciendo: “Le agradezco por haberle hablado a mi hijo; esa conversación fue sumamente importante para él. Ha sido muy difícil para él crecer sin su padre, pero ahora está definitivamente decidido a ir a una misión. Le agradezco infinitamente por el tiempo que le dedicó.”
Un día un pequeñito se me presentó en la puerta de la cocina, guiado por un amigo ya “experimentado”. “Bradley dice que podemos tomar dos bizcochos cada uno”, me dijo, mientras el otro niño, a quien yo conocía muy bien, se afanaba por abrir el armario de los bizcochos para comenzar con su selección. Haciendo un esfuerzo para disimular la risa, respondí: “Bradley tiene razón”. Los observé mientras dios elegían cuidadosamente su tesoro. Pocos después los pequeños “asaltantes” partieron puerta afuera con su botín mientras yo los miraba con el corazón rebosante de gozo.
Un pequeño milagro comenzaba a producirse en nuestra vida. “Doy a los hombres debilidad para que sean humildes, y basta mi gracia a todos los hombres que se humillan ante mí; porque si se humillan ante mí, y tienen fe en mí, entonces haré que las cosas débiles les sean fuertes” (Eter 12:27). Las bendiciones que parecen sernos negadas son a menudo solamente demoradas, y sólo en aquellos asuntos de profundas consecuencias las almas se unen en el común esfuerzo de alcanzar a Dios, Y Él está allí: “. . . he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:20).
Los años se sucedieron vertiginosamente. Compartimos con nuestros amigos el gozo de ver partir a sus hijos en misiones y planear los casamientos eternos. Aun llegamos a compartir esa especial ansiedad reservada solamente para aquellos que están por ser abuelos. En las oportunidades en que me sentía predispuesta a tener un fugaz sentimiento de ansiedad, mi esposo me alentaba y reconfortaba.
A través de los años hemos sido bendecidos con infinidad de oportunidades de desarrollo, oportunidades de servir a nuestro prójimo, ya se tratara de jóvenes como de adultos, y de regocijarnos en el don de la vida. Hemos aprendido a ver la influencia de Dios en todo lo que es bueno.
Hace un tiempo, la semana siguiente al Día de la Madre, me encontraba yo revisando la correspondencia. Inmediatamente reconocí el remitente de uno de los sobres y me regocijé al ver otra carta de “una de mis muchachas”. Generalmente esas cartas nos llegaban anunciándonos un acontecimiento importante, como el nacimiento de un nuevo niño. Pero el mensaje de ésta era diferente y fue como la respuesta a una oración ya por largo tiempo olvidada:
“Quisiera compartir con usted algunos de los sentimientos que tengo en este Día de la Madre. Puedo recordar otro día como éste, siendo yo sólo una niña que repartía a las madres las flores en el barrio. ¡Parecía algo tan especial! En aquella época esperaba que pudiera llegar el día en el cual yo también pudiera ser honrada junto con otras madres. Este de ahora llegó con un significado especial para mí, mientras recordaba a mi dulce y frágil abuela, de noventa y seis años. Pensé en los sacrificios y en el amor de mi propia madre y en los de mi buena suegra, quienes siempre han sabido escucharme. Ahora tengo yo también a mi hijita que me mira sonriente, con confianza en mí.
Pero no solamente recordé a las madres directamente relacionadas conmigo por lazos familiares sino también a una hermosa persona que cambió mi vida e hizo que llegara a amarla y respetarla del mismo modo que si fuera mi propia madre. ¡Si usted tan sólo pudiera saber cuántas veces con el mero hecho de pensar en usted me sentí mejor, llegué a ser más buena, y pude humillarme ante nuestro Padre Celestial, cuando su guía y ayuda me eran tan necesarias!”
La carta me hizo llorar hasta convertirse en un escrito borroso. Mientras las lágrimas me rodaban por las mejillas, pensé en el privilegio que habíamos tenido de ayudar a Jim, Karen, Becky, Paul, Mark, Mindy, Wanda, y tantas otras preciosas almas que habíamos amado tan profundamente. En ese momento una oración asomó a mis labios.
“He aquí la sierva del Señor, hágase conmigo conforme a tu palabra.” (Lucas 1:38.)
Me sequé las lágrimas y continué leyendo la carta.
“La quiero con todo mi corazón y siempre ruego al Señor que su Espíritu la guíe para que usted pueda continuar siempre bendiciendo la vida de quienes la rodean.
Usted es como una madre para mí. Con todo mi amor. Cathie.”
La hermana Ardeth G. Kapp sirve en la presidencia general de la Organización de Mujeres Jóvenes de la Iglesia.
























