Los obreros fieles

Liahona Enero 1976

Los obreros fieles

Loren C. Dunnpor el élder Loren C. Dunn
del Primer Consejo de los Setenta

Un tributo para aquellos que se han sacrificado por compartir el evangelio… Y nosotros, ¿cuándo haremos nuestra parte?

Mis queridos hermanos, en los últimos meses el presidente Spencer W. Kimball nos ha vuelto a recomendar que, como cuerpo de la Iglesia nos alleguemos al resto de los hijos de nuestro Padre Celestial.

Se nos ha pedido que hagamos un esfuerzo mayor en dos aspectos generales. Primero, es necesario que cada miembro de la Iglesia haga que su luz brille de tal manera que los demás vean el evangelio de Jesucristo por medio de su ejemplo. En Doctrinas y Convenios el Señor nos dice:

«Y además, os digo que os doy el mandamiento de que todos los hombres, tanto los élderes, presbíteros y maestros, así como también los miembros se dediquen con su fuerza, con el trabajo de sus manos, a preparar y acabar las cosas que he mandado.

Y sea vuestra predicación la voz de amonestación, cada hombre a su vecino, con mansedumbre y humildad.» (D. y C. 38:40-41.)

Cada familia en la Iglesia ha recibido el encargo de relacionarse en un plan amigable con otra familia de personas que no sean miembros.

Segundo, a todo joven apto se le ha pedido que se prepare para servir en una misión regular. Y nuevamente leemos:

«Por lo tanto, trabaja con tu fuerza y llama obreros fieles a mi viña para que la poden por la última vez.

Y si se arrepienten y reciben la plenitud de mi evangelio, y se santifican, detendré mi juicio.

Sal, por lo tanto, diciendo en alta voz: El reino de los cielos se ha acercado. ¡Hosanna! ¡Bendito sea el nombre del Dios Altísimo!

Ve, bautizando con agua, preparando la vía delante de mi faz para la hora de mi venida.

Porque el tiempo está cerca; ningún hombre sabe ni el día ni la hora; mas de cierto llegará.» (D. y C. 39:17-21.)

Es sobre este último punto que quisiera hablar. Recientemente tuve el honor de recibir la asignación de visitar la Misión de Samoa-Apia y asistir a algunas conferencias de estaca en ese país. Encontré bien a todos los misioneros y la obra progresando. Una tarde, después de nuestra reunión el Presidente de la Misión, Patrick Peters, que es nativo de Samoa, me dijo: «Élder Dunn, hay algo que quisiera mostrarle». Recorrimos unos cuantos kilómetros desde la casa de la misión y subimos a la cima de una pequeña colina, a un lugar que estaba separado por palmeras y otras plantas, típicas de la vegetación tropical; de pronto comprendí que nos encontrábamos en un cementerio muy viejo. En el centro de aquel lugar había un lote rodeado por una pared de cemento lo suficientemente baja como para pasar por arriba. El presidente Peters y su esposa me explicaron que en aquel lugar es donde se encuentran sepultados algunos de los primeros misioneros.

Vi allí ocho sepulturas. Lo que me llamó la atención fue que de las ocho, cuatro eran de niños menores de dos años, y una pertenecía a una joven esposa y madre de veintiún años. «¿Qué función pudieron haber desempeñado estas personas en la obra misional en Samoa?», me pregunté.

Durante los dos días siguientes, siempre que dispuse de tiempo, investigué la historia de la misión para obtener la respuesta, Aunque no pude reunir información sobre los ocho, descubrí lo siguiente:

Durante los primeros días de la Iglesia era común enviar a los matrimonios jóvenes a la misión y algunos de éstos fueron asignados a Samoa. La primera persona sepultada en aquel lugar fue la hermana Katie Eliza Hale Merrill. Los hermanos Merrill habían estado en la misión sólo tres meses cuando ella se enfermó y dio a luz un bebé prematuro, que murió al día siguiente. El relato dice así: «Una hora después de la muerte del pequeño, la madre llamó a su lado a la hermana Lee (esposa del presidente de la misión) y después de agradecerle por haberla atendido durante su enfermedad, agregó que ‘iba a morir’ y que ‘no podía quedarse porque habían venido por ella’; en seguida habló con su esposo, le dio un beso de despedida y todo concluyó. La madre y el bebé fueron sepultados juntos en un féretro.» Después de su misión, el hermano Merrill se llevó los restos de su esposa y su hijo a Utah, para sepultarlos allá.

El élder Thomas H. Hilton y su esposa Sara, se encontraban sirviendo en la Misión de Samoa, donde perdieron a tres de sus hijos entre los años de 1891 y 1894. La pequeña Jeanette vivió menos de un año, George Emmett sólo siete días y Thomas Harold un año y medio. Sobre la muerte de este último se lee en el registro: «El domingo 11 no se sintió muy bien. . . Durante los dos días siguientes daba la impresión de haber mejorado; pero en la mañana del 14 su madre se preocupó nuevamente por su estado, Desde ese momento hasta el día de su muerte el 17 de marzo de 1894, hubo manos amorosas que hicieron todo lo posible por su recuperación, pero el niño empeoró rápidamente. . . ¡Oh, cuán difícil fue para todos aceptar aquella realidad! ¡Qué pena ver a nuestra querida hermana acongojada una vez más y tan lejos de sus queridos padres y amistades de quienes se había alejado por el evangelio! Thomas Harold Hilton tenía aproximadamente un año y medio y era un hermoso niño, muy querido por todos los misioneros así como por los nativos que lo conocían. Sentimos mucho la aflicción de los padres e invocamos sobre ellos las bendiciones del Señor.»

A los veintinueve años de edad, Ransom Stevens servía como Presidente de la Misión de Samoa cuando lo atacó la fiebre tifoidea, que se complicó con un problema cardíaco. Falleció el 23 de abril de 1894. Su viuda, la hermana Annie D. Stevens, inició el viaje de regreso por barco el 23 de mayo del mismo año. Llegó a Ogden el domingo 10 de junio, donde la recibieron el presidente Joseph F. Smith y el élder Franklin D. Richards. El 11 de junio tuvo una entrevista con la Primera Presidencia en Salt Lake City y en seguida regresó a su hogar en Fairview, Condado de Sanpete, adonde llegó a la hora 18.

La historia relata: «Las manifestaciones de bienvenida fueron por necesidad breves, ya que la hermana Stevens se encontraba enferma y tuvo que retirarse temprano a la cama; a la hora 22, cinco horas después de su llegada, dio a luz un hermoso niño.» Había atravesado todas aquellas pruebas durante los últimos meses de su embarazo.

Otra anotación fue hecha el viernes 2 de marzo de 1900: «El pequeño Loi Roberts fue desahuciado por el Dr. Stuttaford en el Sanatorio de Apia. El pequeño y paciente enfermito recibía diariamente unciones que le proporcionaban alivio. . . Sus padres (el élder E. T. Roberts y su esposa) se esforzaban incansablemente por mitigarle el dolor y el sufrimiento.» El sábado 3 de marzo, «el pequeño Loi murió en el Sanatorio de Apia, sumando otro día triste a la historia de la misión». No es de extrañar que en la tumba aparecieran estas palabras: «Descansa, dulce Loi, descansa». Tenía solamente un año y medio.

A continuación encontramos el relato sobre el élder William A. Moody y su esposa Adelia, de Thatcher, estado de Arizona, llamados a servir una misión en Samoa, en noviembre de 1894. Indudablemente, ellos alimentarían las mismas esperanzas y aspiraciones de cualquier joven pareja que inicia su vida matrimonial, El 3 de mayo de 1895, Adelia dio a luz una pequeñita de casi cuatro kilos, a consecuencias de lo cual perdió la vida. Su hijita, Hazel Moody, fue atendida por los santos de aquel lugar mientras el padre continuaba con su misión. Finalmente, un año más tarde, leemos que en un vapor que partía para los Estados Unidos, entre cuyos pasajeros estaban cuatro ex misioneros, se encontraba también «Hazel, la hija del élder Moody, pequeña de un año, a quien enviaban a vivir bajo el cuidado de parientes amorosos en Sión».

Se ha pagado un alto precio por el establecimiento del evangelio de Jesucristo en la tierra de Samoa, y es interesante observar que la mayor parte de éste ha sido pagada por pequeñitos. Sospecho que han de existir varios cementerios desconocidos en muchas de las naciones del mundo, similares a aquel pequeño lugar en Samoa, que surgen como un mudo testigo de las pruebas y sufrimientos que formaron parte de la obra misional en esta dispensación.

Gracias a los adelantos en el nivel de vida y en la técnica médica, esta clase de tribulaciones es casi una cosa del pasado. Al visitar Samoa, por ejemplo, vi que los misioneros están bien. Hay allá misioneros de salud, incluyendo una joven pareja y sus dos hijos, que se encuentran ayudando a mejorar las normas de salud de los miembros y a cuidar la salud de los misioneros cuando es necesario. Se cuenta un relato sobre un general aliado, que a fines de la Segunda Guerra Mundial llegó al frente de batalla una noche a inspeccionar las tropas. AI caminar frente a los soldados, señalaba hacia la distancia y preguntaba: «¿Podéis verlos? ¿Podéis verlos?» Finalmente, alguien le dijo: «General, no vemos nada. ¿Qué quiere usted decir?» A lo que él contestó: «¿No los veis? Son vuestros colegas; son aquellos que dieron su vida hoy, ayer y anteayer. Allá están todos, preguntándose qué vais a hacer vosotros; preguntándose si habrán muerto en vano».

Queridos hermanos, como miembros de esta Iglesia podemos hacernos la misma pregunta: ¿Podemos verlos? Son aquellos que pagaron, algunos con su vida, a fin de que el evangelio del reino pudiera ser establecido en éstos, los Últimos Días. Son los Hilton, los Roberts, los Stevens, los Moody, y muchos otros más. Personas como nosotros, que respondieron a un llamado de Dios. Estoy seguro de que de vez en cuando ellos pueden vemos para enterarse de cómo va la obra, para ver qué estamos haciendo con nuestra herencia espiritual, para descubrir si han muerto en vano o no.

Me pregunto, jóvenes, cuánto éxito tendríais tratando de convencer a un padre joven que hubiese sepultado a tres de sus hijos en un cementerio olvidado, en algún lugar alejado del mundo, a causa del evangelio de Jesucristo, de que la misión es demasiado sacrificio para vosotros porque deseáis compraros un auto o un aparato estereofónico, porque no deseáis interrumpir vuestros estudios, o por cualquier otra razón.

Como miembros de la Iglesia, me pregunto cuán eficaces seriamos tratando de convencer a alguien de que estamos demasiado ocupados o tal vez que nos sentimos un tanto avergonzados como para compartir el evangelio con nuestros vecinos; especialmente si ese alguien fuese un hombre que hubiese sepultado a su joven esposa mientras servía en una misión y hubiese tenido que poner a su pequeña hija bajo el cuidado de sus parientes hasta que terminara su servicio al Señor,

¿No creéis que es hora de que escuchemos la voz de un profeta? ¿qué es tiempo de que hagamos un mayor esfuerzo? ¿No creéis que ha llegado el momento de que enseñemos el evangelio del reino al mundo, a nuestro prójimo?

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