Una iglesia de conversos
por el presidente Spencer W. Kimball
Son pocas las cosas en que puedo pensar que sean de más utilidad para todos los miembros adultos de la Iglesia, que la firme resolución de leer y estudiar profundamente las Escrituras.
Esto causaría un gran impacto en nuestra vida, nuestro hogar, el matrimonio, nuestros hijos, nuestros llamamientos y trabajos en la Iglesia. En nuestras reuniones y clases se sentirla un espíritu de testimonio mucho más fuerte, y nuestra comprensión de las doctrinas y principios del evangelio también lo serían. Al tener un mejor entendimiento de estas doctrinas, trataríamos de aplicar sus principios eternos y de salvación en nuestra vida.
A través de los años, he aprendido que, si decididamente perseguimos esta digna meta personal en una forma determinada y consciente, de hecho encontraremos respuestas a nuestros problemas y tendremos paz en nuestro corazón. Podremos ver cómo el Espíritu Santo aumenta nuestro entendimiento; cómo nos ayuda a encontrar un nuevo significado, y nos muestra una nueva perspectiva de las Escrituras. De este modo la doctrina del Señor tendrá mucho más significado del que jamás hubiéramos podido pensar, y como consecuencia tendremos mayor sabiduría, con la cual podremos guiarnos nosotros mismos y dirigir a nuestra familia, para que podamos servir como una luz y fuente de fortaleza a los amigos que no son miembros de la Iglesia, y con quienes tenemos la obligación de compartir el evangelio.
‘’Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí’” (Juan 5:39.)
Recuerdo que cuando era joven quedaba muy impresionado al leer las conmovedoras narraciones de los antiguos apóstoles y de otros hermanos. Cuando era tan sólo un niño y aún no era diácono, solía subir las escaleras que conducían al desván de nuestra casa. Allí, en aquel oscuro y tosco cuarto, noche tras noche, leía la Biblia a la luz de una lámpara de queroseno; recuerdo cómo se emocionaba mi alma al leer las epístolas de Pedro, ese poderoso y selecto líder, ese hombre de fe, conocimiento, integridad, sentido de compasión y comprensión humanas tales, que sobresale como uno de los más admirables líderes y profetas de todos los tiempos.
Al leer estas antiguas narraciones, ¿os habéis imaginado a vosotros mismos allí, con Pedro y Juan, cuando cierto día iban a entrar en el templo?
Había allí “un hombre cojo de nacimiento, a quien ponían cada día a la puerta del templo que se llama la Hermosa, para que pidiese limosna de los que entraban en el templo”. Cuando éste vio a Pedro y a Juan, les pidió una limosna, pero Pedro, “fijando en él los ojos, le dijo: Míranos.
Entonces él les estuvo atento, esperando recibir de ellos algo.
Mas Pedro dijo: No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda.
Y tomándole por la mano derecha le levantó; y al momento se le afirmaron los pies y los tobillos” (Véase Hechos 3:1-7)
“Lo que tengo.” Todos nosotros debemos considerar cuidadosamente estas palabras. ¿Tenemos nosotros también algo que necesitamos compartir? ¡Sí! Tenemos el evangelio de Jesucristo, el evangelio de paz, el evangelio de gozo. Tenemos verdades que pueden hacer mejor a cualquier persona, más feliz y amoroso a cualquier matrimonio, verdades que pueden hacer que cualquier hogar sea más celestial. Tenemos el poder del Sacerdocio de Dios para bendecir nuestro hogar, nuestra vida y la vida de otras personas. Sí, es a nosotros mismos, nuestros hogares, nuestros quórumes, nuestras clases, nuestras asignaciones en la Iglesia, que debemos llevar con más fuerza aquellas cosas que hemos recibido. Y ahora se nos pide que digamos a nuestro prójimo que no sea miembro de la Iglesia: “Lo que tengo te doy”. El Señor nos ha dado este mandamiento y debemos esforzarnos por cumplirlo.
Para mí, ha sido siempre emocionante leer las obras de Pablo, de cómo llevó el evangelio a nuevos países—a Chipre, a países conocidos actualmente como Turquía, Grecia, e Italia — y del impacto que el evangelio hizo en la gente. Recordad la ocasión en que “se le mostró a Pablo una visión de noche: un varón macedonio estaba en pie, rogándole y diciendo: Pasa a Macedón i a y ayúdanos” (Hechos 16:9). Sucede exactamente lo mismo en nuestra época; el espíritu del macedonio nos rodea. Ahora es el momento en el tiempo del Señor de llevar el evangelio más allá de donde ha sido llevado antes; más allá, geográficamente y más allá en cuanto al número de personas a quienes se debe predicar. Hay mucha gente en este mundo que clama sin saber por qué (y otros que si lo saben): “ven y ayúdanos”. Estos bien pueden ser nuestros vecinos; nuestros amigos; nuestros familiares; pueden ser personas que hayáis conocido ayer. Nosotros tenemos lo que ellos necesitan. Tomemos ahora nuevas fuerzas del estudio y oremos como Pedro: “Y ahora, Señor, mira sus amenazas, y concede a tus siervos que con todo denuedo hablen tu palabra” (Hechos 4:29).
Siempre he sentido un gran interés y ha sido muy instructivo para mi leer acerca del ministerio de Pedro y aprender sobre Esteban, y Felipe, y las maravillosas obras de Bernabé y el valeroso trabajo de Pablo, y ver como ellos siempre trabajaron para servir dentro del evangelio, en la misma forma que muchos de nuestros selectos santos lo hacen hoy en día. He disfrutado mucho al leer Sus sermones de estos líderes escogidos, percibiendo la inspiración del Señor que estaba sobre ellos, mientras lidiaban con los problemas de su época.
Ha sido para mí un verdadero regocijo imaginar la amistad y hermandad que debe haber florecido en muchas de esas primeras ramas de la Iglesia; se nota que había en ellos una gran preocupación por el bienestar eterno de cada uno, un interés sincero por la felicidad de todos; se pronunciaban palabras cariñosas, quizás tan cariñosas y tan hermosas como los términos hermano y hermana lo son para nosotros en estos tiempos.
Muy a menudo me he preguntado si todos esos primeros miembros de la Iglesia realmente se aceptarían los unos a los otros como hermanos, tal como se les enseñó.
En aquellos tiempos, la Iglesia estaba integrada por miembros nuevos; todos eran conversos—algunos de un año, otros de diez, otros de veinte años como miembros de la Iglesia— ¿se ayudarían siempre el uno al otro con amor? Los partos, los medos, los elamitas y los que habitaban en “Mesopotamia, en Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia y en Panfilia, en Egipto y en las regiones de Africa más allá de Cirene, y romanos aquí residentes tanto judíos como prosélitos, cretenses y árabes” (Hechos 2:9-11), ¿trabajarían juntos en amor y hermandad, sin envidias ni celos, sin divisiones de categorías, educación o nacionalidad? Es suficientemente claro aún para nosotros porqué el Señor dedicó sus últimas horas, antes de ir a Getsemaní, a enseñar: “Este es mi mandamiento: Que os améis unos a otros, como yo os he amado” (Juan 15:12).
El mensaje es exactamente el mismo pava nosotros hoy en día. Su Iglesia será siempre una Iglesia de conversos. Sea en Salt Lake City, Sao Paulo, Los Angeles o Londres, Tokio o Roma, es el plan del Señor que haya conversos entre nosotros, hermanos recién traídos al redil de Jesucristo, a través de los esfuerzos de sus amigos y vecinos que les aman. Hermanémonos y amémonos los unos a los otros en la verdad del espíritu del evangelio.
Siempre me ha reconfortado leer la corta epístola de Pablo a Filemón, que nos enseña un principio y el espíritu de hermandad del evangelio; el sirviente de Filemón, Onésimo, se había escapado de su amo y se había unido a Pablo en Roma.
Pablo convirtió a Onésimo al evangelio, y cuando lo envió de regreso a Filemón era un hombre cambiado, y Pablo aprovechó la ocasión para enseñarles a ambos algunas verdades importantes; quería enseñar a Onésimo, el sirviente, la necesidad de ser obediente a la ley, y a Filemón, la necesidad de tener, más amor, el suficiente amor como para liberar a un sirviente haciéndolo su igual.
“Te ruego por mi hijo Onésimo, a quien engendré en mis prisiones,
el cual en otro tiempo te fue inútil, pero ahora a ti y a mí nos es útil,
el cual vuelvo a enviarte; tú, pues, recíbele como a mí mismo.
Yo quisiera retenerle conmigo, para que en lugar tuyo me sirviese en mis prisiones por el evangelio;
pero nada quise hacer sin tu consentimiento, para que tu favor no fuese como de necesidad, sino voluntario.
Porque quizás para esto se apartó de ti por algún tiempo, para que le recibieses para siempre;
No ya como esclavo, sino como más que esclavo, como hermano amado, mayormente para mí, pero cuánto más para ti, tanto en la carne como en el Señor.
Así que, si me tienes por compañero, recíbele como a mí mismo.
Y si en algo te dañó, o te debe, ponlo a mi cuenta. . .
Sí, hermano, tenga yo algún provecho de ti en el Señor. . .
Te he escrito confiando en tu obediencia, sabiendo que harás aún más de lo que te digo. ” (Filemón 10-18, 20-21. Cursiva agregada.)
Qué espíritu de hermandad nos enseña este gran misionero, éste Apóstol de Jesús que también dijo a los corintios que llegaría aun a cambiar sus hábitos de comer si esto significaba la diferencia para mantener a alguien cerca de Dios. (Véase 1 Corintios 8.)
Es una inspiración y un gozo ver actuar este mismo espíritu en toda la Iglesia, ver a los santos abrazarse y ayudar y orar por aquellos que diariamente entran en el reino de nuestro Señor. Continuad ayudándoos los unos a los otros, así como a todos aquellos que entren a la Iglesia. Dadles la bienvenida, amadles y rodeadlos de interés fraternal.
























