Caminaremos por la misma senda

Caminaremos por la misma senda.

presidente Spencer W. Kimball
Liahona enero 1977

Hace mucho tiempo, un anciano hermano navajo me dijo algo en lo cual he meditado en muchas ocasiones: “Esto evangelio es algo que hemos esta­do tratando de recordar toda nuestra vida; y ahora lo recor­damos de inmediato. Nuestros antepasados solían estar con vuestros antepasados hace mucho tiempo; pero entonces lle­gamos a una bifurcación en el camino, en medio del cual había una gran piedra; nosotros tomamos por un lado y vosotros por el otro; anduvimos alrededor de esta gran roca por mucho tiempo; pero ahora estamos nuevamente juntos, y de ahora en adelante siempre andaremos juntos”.

Estas palabras encierran un gran conocimiento de la histo­ria de los hechos del Señor con su pueblo.

Este hermano lamanita y yo tenemos padres comunes; y mi alma se conmueve cuando me acuerdo de que en nuestras venas corre la sangre del pueblo escogido del Señor, de los grandes patriarcas del Antiguo Testamento como Adán, Enós y Noé. Me siento humilde por saber que nuestro padre co­mún fue Abraham, de quien se dijo que no había otro tan grande como él; mediante su posteridad, el Señor ha elegido llevar a cabo sus santos propósitos sobre la tierra. Isaac, uno de los profetas sobresalientes de todos los tiempos, y Jacob, el padre de toda la Casa de Israel, son nuestros antepasados. Jo­sé, el que fue vendido en Egipto, era un hombre de virtud constante, quien en sus días fue un salvador para el pueblo de la casa de su padre, y también el padre de la mayoría de los miembros de la Iglesia en la actualidad, los descendientes de Lehi, Ismael y Zoram.

He meditado en la separación de nuestros caminos, cuan­do nuestros padres empezaron a tomar distintos senderos y luego, a causa de la desobediencia y la rebelión, las palabras de Moisés comenzaron a cumplirse:

“Jehová te entregará derrotado delante de tus enemigos. . . y serás vejado por todos los reinos de la tierra. . .

Y Jehová te esparcirá por todos los pueblos, desde un ex­tremo de la tierra hasta el otro extremo; y allí servirás a dio­ses ajenos que no conociste tú ni tus padres, al leño y a la piedra.» (Deuteronomio 28:25, 64.)

¡Cuán completa y cabalmente se han llevado a cabo estas palabras proféticas! Porque a pesar de que las escrituras están repletas de ejemplos acerca de la paciencia del Señor con el antiguo Israel —la manera en que soportó su mezquindad, es­cuchó sus eternas quejas, retrocedió ante su inmundicia, se la­mentó por sus idolatrías y adulterios y sollozó por su incredu­lidad—, sin embargo, su pueblo finalmente lo rechazó por medio de la maldad y la rebelión. Luego, de acuerdo con las palabras de sus santos profetas, el Señor hizo que fueran es­parcidos —primeramente un grupo de Israel, después otro y otro— hacia los cuatro rincones de la tierra:

“Porque he aquí yo mandaré y haré que la casa de Israel sea zarandeada entre todas las naciones, como se zarandea el grano en una criba.” (Amós 9:9.)

Primeramente, el reino norte de Israel fue conquistado y sus habitantes fueron llevados cautivos a Asiria, hace casi 2.700 años. Desde ese entonces, este pueblo, nuestros padres, a quienes nosotros conocemos como “las diez tribus perdidas de Israel”, y principalmente Efraín, fueron esparcidos entre las naciones idólatras de la tierra, para caer en la obscuridad de una apostasía que duró miles de años.

Un poco más de cien años después de esta primera cautivi­dad, el reino sur de Judá fue atacado por los ejércitos de Nabucodonosor; Jerusalén fue saqueada, y sus habitantes, los ju­díos, fueron exiliados. Después de un tiempo, a algunos de ellos les fue permitido regresar, pero el resto permaneció es­parcido por toda Asia occidental. Después del ministerio del Señor Jesucristo y sus apóstoles, Jerusalén fue nuevamente destruida, y los inicuos y rebeldes judíos fueron de nuevo ale­jados de la tierra de su herencia para andar de aquí para allá en la oscuridad sobre la tierra, y esperar el recogimiento de Israel que se llevaría a cabo en estos últimos días.

En el año 600 A.C., poco antes del exilio de Judá, el Señor permitió que otra rama preciosa de la casa de Israel saliera de Jerusalén; el padre Lehi huyó de allí antes de la destrucción de la ciudad, y bajo la dirección del Señor vino a establecer su simiente sobre el continente americano. Este era un pueblo con líderes nobles e inspirados; sin embargo, también cayó en la desobediencia, rebelión c iniquidad y fue alejado de la pre­sencia del Señor, para ser castigado y esparcido.

Muchos largos siglos han transcurrido desde que nuestros senderos se apartaron: infinidad de gentes han vivido y muer­to; muchos reinos se han alzado y han caído. En la historia del mundo hemos visto la influencia del Señor y hemos pre­senciado los extravíos de las diversas ramas de Israel.

Sin embargo, el Señor no ha olvidado a Israel; porque pe­se a que había de ser zarandeado entre todas las naciones, El mismo ha dicho: “Y no cae un granito en la tierra” que se pierda (Amós 9:9). En nuestros propios tiempos, hemos visto los acontecimientos políticos que han preparado el camino para el recogimiento de Judá en el antiguo Jerusalén, el país de su herencia. Nuestra historia, comparativamente reciente, también ha mostrado la preparación de la tierra de las Américas para la restauración del evangelio mediante el profeta Jo­sé Smith; y hemos presenciado gran parte del recogimiento del resto de la Casa de José en la tierra de la Nueva Jerusalén. Nosotros mismos estamos presenciando el cumplimiento de las palabras del gran profeta Isaías:

“Acontecerá en lo postrero de los tiempos, que será confirmado el monte de la casa de Jehová como cabeza de los montes, y será exaltado sobre los collados, y correrán a él to­das las naciones.

Y vendrán muchos pueblos, y dirán: Venid, y subamos al monte de Jehová, a la casa del Dios de Jacob; y nos enseñará sus caminos, y caminaremos por sus sendas. Porque de Sión saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra de Jehová.” (Isaías 2:2- 3.)

Y aunque hemos visto sólo el comienzo, no obstante la obra de congregar a Israel de nuevo en Sión se extenderá hasta las partes más recónditas de la tierra. Con respecto a esto vienen a mi mente las palabras del profeta Habacuc: “Porque haré una obra en vuestros días, que aun cuando se os contare, no la creeréis” (Habacuc 1:5).

“Por tanto, he aquí que vienen días, dice Jehová, en que no dirán más: Vive Jehová que hizo subir a los hijos de Israel de la tierra de Egipto, sino; Vive Jehová que hizo subir y trajo la descendencia de la casa de Israel de tierra del norte, y de todas las tierras adonde yo los había echado; y habitarán en su tierra.” (Je­remías 23:7-8.)

De gran importancia para esta obra de recoger a Israel es la obra de llevar las bendiciones del evangelio restaurado de Jesucristo a los lamanitas, porque de ninguna manera puede completarse la obra del Señor en estos últimos días hasta que estos hijos de la gran promesa sean de nuevo traídos al redil. A través de su profeta Lehi, el Señor dijo:

“He aquí, os digo que sí; que harán memoria de ellos otra vez entre la casa de Israel; y siendo una rama natural del oli­vo, serán injertados en el olivo verdadero.” (1 Nefi 15:16.)

Somos testigos de estos acontecimientos; tanto el lamanita como el gentil han visto que ha sido quitada la gran piedra que nos separaba.

Esta tarea de redimir al pueblo lamanita no ha sido nada fácil, especialmente para ellos mismos. Durante mil años des­pués que se finalizó el registro del Libro de Mormón, este pueblo anduvo en la oscuridad espiritual y fueron esparcidos sobre los continentes americanos y las islas del mar; perdie­ron su idioma escrito, su elevada cultura y, peor aún, su cono­cimiento del Dios viviente y de su obra. Desde la llegada del hombre blanco a las Américas, han sido perseguidos despia­dadamente, asesinados y degradados.

Únicamente la persona más cruel podría mantenerse in­conmovible al contemplar la caída de este pueblo. Sin embar­go el decreto del Señor era que los lamanitas serían preserva­dos en la tierra, y que este remanente de José recibiría nueva­mente su prometida herencia.

Cuando era joven y viví entre los lamanitas, hace más de setenta años, la destrucción de éstos era una terrible realidad; me parecía imposible que este pueblo quebrantado pudiera jamás elevarse de aquella decadencia y volviera a ser un pue­blo poderoso como el Señor lo había prometido. Recuerdo haber leído las palabras del presidente Wilford Woodruff:

“Los lamanitas florecerán como la rosa en las montañas. Estoy dispuesto a decir en esta ocasión que, aunque yo creo esto firmemente, cuando veo que el poder de la nación los destruye en la tierra, el cumplimiento de esa profecía me pa­rece más difícil de creer que cualquier otra revelación de Dios. Parece como si no fueran a quedar suficientes para recibir el evangelio. . . (Journal of Discourses, 15:282.)

Sin embargo, las promesas del Señor con respecto a los la­manitas empezaron a cumplirse con la aparición del Libro de Mormón en esta dispensación (véase Eter 4:17), y he vivido lo suficiente para verlos empezar a florecer una vez más y a ata­viarse hermosamente.

Mi interés en la gente indígena se acentuó a causa de la bendición patriarcal que recibí cuando tenía once años, y de la cual citaré unas cuantas líneas:

“Predicarás el evangelio a mucha gente, pero más espe­cialmente a los lamanitas, porque el Señor te bendecirá con el don de lenguas y el poder para presentarles el evangelio con toda sencillez; y los verás organizados y preparados para per­manecer como baluartes alrededor de este pueblo.”

Ciertamente, ni un patriarca ni nadie podría jamás haber­lo adivinado, porque cuando recibí esa bendición era yo un simple muchacho campesino; no había evidencia alguna de que saldría al mundo a predicar el evangelio, y mucho menos que iría a casi todas las tribus. Por lo tanto, es extraordinario que aquellas promesas se estén llevando a cabo de esta mane­ra. El pueblo lamanita está aumentando en número e influen­cia. Cuando los navajos regresaron del Fuerte Sumner, en el estado de Nuevo México, después de un cautiverio devasta­dor, quedaban solamente 9.000; ahora hay más de 100.000. En el mundo hay casi 130 millones de lamanitas que están lle­gando a ser responsables y políticamente activos en las co­munidades donde residen; sus empleos y nivel de vida mejo­ran día a día.

La Iglesia ha sido establecida entre ellos y continuará au­mentando; hay en la actualidad más de 350.000 lamanitas que son miembros de la Iglesia, asisten fielmente a sus reuniones y tienen el sacerdocio; hay entre ellos presidentes de rama, líderes de quorum, obispos, presidentes de estaca y líderes en todos los aspectos de la obra; están asistiendo al templo y recibiendo las ordenanzas necesarias para su exalta­ción; son inteligentes y son un pueblo importante y bendeci­do.

Me regocijo porque he tenido el privilegio de llevar el evangelio a los lamanitas desde el Océano Pacífico hasta el Atlántico, desde Canadá hasta el sur de Chile, y en las islas, desde Hawaii hasta Nueva Zelandia. He comido y conver­sado con éstos, que son mis hermanos, y he sido un invitado en sus casas.

Lamentablemente, he conocido a algunos qué se sienten un poco avergonzados porque son lamanitas. ¿Cómo puede ser? Hay quienes preferirían que se les llamara nefitas, zoramitas o josefitas, o de alguna otra manera. Ciertamente, tiene que haber algún mal entendimiento. ¿Se apartarían de las grandes bendiciones que el Señor ha prometido a su pueblo del convenio? ¿Despreciarían su primogenitura? Porque el Señor mismo ha elegido llamar a este pueblo lamanitas, a to­dos los descendientes mezclados del padre Lehi, Ismael, Zoram, Mulek y otros del Libro de Mormón; a todos los de la semilla literal de los lamanitas, “y también a todos los que hubieren llegado a ser lamanitas por causa de sus disensiones” (D. y C. 10:48).

Vosotros, los que sois lamanitas, recordad esto: vuestros antepasados lamanitas no fueron más rebeldes que cualquie­ra de los de otras ramas de la casa de Israel. Toda la simiente de Israel cayó en la apostasía y sufrió el largo período de os­curidad espiritual, y únicamente mediante la misericordia de Dios ha sido salvada cualquiera de estas ramas de una destrucción total, primero la mezcla de los gentiles y los descen­dientes de Efraín y luego el remanente tamañita de José, para que se cumpla lo predicho: “los primeros serán postreros, y los postreros primeros” (Mateo 20:16).

Vosotros, los que sois lamanitas, recordad: en vuestro pa­sado hay hombres tales como Nefi y su hermano Lehi; cuan­do fueron encarcelados mientras se encontraban en el servicio del Señor como misioneros, eran tan justos y llenos de fe que aunque fueron rodeados por fuego no se consumieron; sus rostros brillaban como el de Moisés cuando descendió del monte. Sus seguidores preguntaron: “¿Con quién están con­versando estos hombres?”, y la respuesta fue: “Hablan con los ángeles de Dios” (Helamán 5:38, 39).

Sois un pueblo escogido, tenéis un futuro brillante, podréis poseer toda la riqueza de esta tierra; pero no seríais nada en comparación con lo que podríais ser en esta Iglesia; podréis reinar sobre muchas naciones, pero no tendríais nada en com­paración con lo que podéis tener, mediante el Santo Sacerdo­cio, como reyes del Altísimo.

Vosotros, los que no sois lamanitas y que veis en estos her­manos y hermanas únicamente lo oscuro de su piel, ¡guar­daos! Mirad vuestro propio pasado —cualquiera de las épo­cas anteriores y encontraréis siglos de repulsión e iniquidad; luego escudriñad las Escrituras y descubrid la opinión del Señor con respecto a su pueblo escogido, en el cual están incluidos los lamanitas.

El Señor dijo: “Ablandaré el corazón de los gentiles para que les sean por padre” (al remanente lamanita de José), (2 Nefi 10:18). Un padre amoroso no aborrece a sus hijos. Estos son un pueblo escogido, y esta Iglesia juega un papel impor­tante en restaurarlos a su herencia prometida; el abismo que existe entre lo que son y lo que llegarán a ser es la oportuni­dad. El evangelio nos proporciona esa oportunidad; la tene­mos para compartirla.

“Y bienaventurados todos los que procuren establecer a mi Sión en aquel día, porque tendrán el don y el poder del Espíritu Santo: y si perseveraren hasta el fin, serán exaltados en el último día. . . ¡y cuán bellos sobre las montañas los men­sajeros de paz…!” (1 Nefi 13:37.)

Hay otro punto más que quisiera aclarar.

El derecho a la tierra de América es condicional, y única­mente aquellos que viven las leyes de Dios y le sirven fiel­mente la pueden heredar; esta tierra es nuestra únicamente si vivimos los mandamientos de Dios; cualquiera que goce de ella, debe servir a Dios o será echado.

De manera que mi súplica en este día está dirigida a todos los lamanitas, los polinesios y los indios, para que vivan los mandamientos de Dios y prueben que son dignos de vivir en esta tierra escogida. Y una advertencia más: conservad vues­tra fortaleza para un elevado propósito; tened un deseo since­ro de glorificar a Dios; guardad vuestra fe y vivid los princi­pios del evangelio.

Habrá algunos que profesan ser vuestros salvadores y que quizás puedan esclavizaros con sus elocuentes sermones o sus extrañas filosofías. Si algunos de sus líderes tienen motivos egoístas o dudosos, no tengáis nada que ver con ellos; quizás haya entre ellos quienes quieran impulsaros a actuar errónea­mente; tened cuidado.

Escuchad, a vuestros líderes que hayan sido debidamente elegidos, y permaneced con aquellos que desean lograr inde­pendencia, igualdad y plena libertad para la gente india sólo mediante medidas pacíficas. Únicamente esta clase de éxito será duradero.

El Señor tiene un plan de gran alcance, y yo tengo la firme convicción de que será llevado a la práctica mediante los pro­gramas de la Iglesia. Incluso actualmente la Iglesia está haciendo uso de sus recursos a fin de educar a los lamanitas, de mejorar sus condiciones de vida y salud, y de llevarles el conocimiento del evangelio de su Redentor. He solicitado un mayor esfuerzo en la obra misional entre los lamanitas y he quedado sumamente complacido por la respuesta; las mi­siones en las regiones lamanitas son las más activas y produc­tivas de todas, con muchos más conversos por misionero que en cualquiera de las demás misiones. Es tal como en los días de antaño: “Y así vemos que el Señor comenzó a derramar su Espíritu sobre los lamanitas, por motivo de su docilidad y de­seo de creer en sus palabras” (Helamán 6:36). Actualmente tenemos muchos misioneros lamanitas, y tengo la seguridad de que habrá muchos, muchos más.

¿Y no podríamos ejercer nuestra fe a fin de expandir esta obra aún más? Enós oró fervientemente y recibió la promesa del Señor de que los lamanitas serían preservados. Cuán glo­rioso sería si un millón de familias de Santos de los Últimos Días se arrodillaran diariamente y pidieran con fe que la obra entre éstos sus hermanos se apresure, que las puertas se abran.

Los lamanitas deben alzarse nuevamente en dignidad y fortaleza para unirse con sus hermanos de la familia de Dios a fin de llevar adelante su obra, de prepararse para el día en que el Señor Jesucristo regrese a dirigir a su pueblo, en que comience el milenio, que la tierra sea renovada y reciba su gloria paradisíaca y sus naciones estén unidas para ser una sola. Porque los profetas han dicho:

“Por lo tanto, el resto de la casa de José se establecerá en este país; y será la tierra de su herencia; y levantarán una ciu­dad santa para el Señor, semejante a la Jerusalén antigua; y no serán confundidos más, hasta que llegue el fin, cuando la tierra será consumida.” (Eter 13:8.)

Y esto se cumplirá.

Esta entrada fue publicada en Lamanita, Profecía y etiquetada , , . Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario